Hace algunas semanas la banda estadounidense The Flaming Lips se presentó en el programa televisivo The Late Show en lo que fue el primer “concierto con distanciamiento social” de la historia. A lo largo del evento, todos los presentes, músicos incluidos, se encontraban aislados dentro burbujas de plástico independientes que permitieron la asistencia del público aún con las normas de sanidad requeridas ante la contingencia.
Más allá de la búsqueda de alternativas frente al aislamiento, y dejando de lado la estética distópica que el escenario lleno de burbujas genera, el concepto en sí mismo replantea la idea del contacto y la presencia física dentro de un evento musical. De esta forma se habita el mismo espacio sin necesariamente estar en contacto físico con los demás, poniendo en entredicho los límites del concepto mismo que históricamente ha representado el asistir a un concierto.
La palabra “concierto”, del italiano concertare, hace referencia a la idea de organizarse, acordar, juntarse. Aún cuando dicho término en un inicio hacía referencia a una forma musical específica (el concerto), su uso se extendió y popularizó durante el siglo XVII para referirse a cualquier tipo de contexto en donde un grupo de personas se reunían para tocar y escuchar música. Hasta el siglo XIX su uso se empleaba para designar tanto a los grandes eventos públicos en las salas de concierto como para nombrar esas pequeñas tertulias musicales entre amigos.
Durante el siglo XIX en Francia el término se extendió para referirse a los llamados Café-concert, establecimientos que funcionaban tanto como cafeterías como salas de música, y que además tuvieron un papel fundamental dentro de las luchas revolucionarias y activistas francesas al volverse un lugar de encuentro para los liberales de inicio de siglo.
No fue hasta mediados del siglo XX que dicha palabra adquirió el matiz semántico que guarda hasta el día de hoy, el de un evento masivo de música en grandes recintos, luces, equipo de sonido y mucha gente gritando eufórica frente a las figuras en el escenario.
Si buscáramos el rasgo común que entrelaza todas las manifestaciones que han existido desde el siglo XVII en torno al concepto de un concierto es que todas ellas están cargadas de un matiz profundamente social y de un contacto abiertamente directo a través de la presencia física.
Más allá de Woodstock y la explosión hippie, el concierto, desde su definición léxica, implica la reunión, el encuentro entre personas bajo el contexto de una escucha musical. El contacto es indispensable, ya sea en un festival de música electrónica o en una pequeña sala de música jazz, la idea de la vivencia en colectividad enmarca gran parte de la experiencia de un concierto. Por ello es que concertar implica el común encuentro de escuchas y ejecutantes, un espacio que hasta que es habitado en conjunto logra adquirir su sentido pleno.
El cuestionamiento que despertó hace algunas semanas el concierto de The Flaming Lips va mucho más allá de las implicaciones específicas que respectan a la situación de excepción sanitaria actual. La verdadera pregunta se desvía hacia algo más complejo.
¿La presencia y el contacto físico es algo estrictamente indispensable para la idea de concierto?
Es lógico que en un primer momento, ante el aislamiento actual, el medio virtual se haya vuelto el soporte en donde se busque replicar el fenómeno de un concierto aún a través de los cristales de las pantallas.
Un sinnúmero de músicos durante el aislamiento han migrado a los conciertos virtuales en donde se ha generado una forma de vivencia colectiva completamente diferente. El soporte mismo enmarca ya diferencias sustanciales. Los gritos eufóricos y aplausos han mutado en emojis de corazón y likes flotantes en la pantalla del streaming y después del acorde final sólo queda un silencio extraño de una multitud “muteada” por la misma virtualidad. Y aún así, jamás había existido un contacto tan directo entre el artista frente al micrófono y su público. La dinámica de los conciertos “a la carta” se ha vuelto el pan de cada día en donde el espectador mismo es capaz de solicitar en tiempo real la siguiente canción del concierto.
Pero más allá de las fronteras que se desdibujan con la facilidad e inmediatez de las plataformas de streaming, el cuestionamiento de la presencia física es algo que se ha ido desarrollando desde hace más años de lo que pensaríamos.
Parece mentira que hace ya casi una década, en el año 2011, el músico Alice Cooper realizó el primer concierto holográfico en 4D, presentándose “simultáneamente” en Los Ángeles y en Londres gracias a la tecnología de luces, sonido y video que lograron replicar copias holográficas del americano casi en tiempo real.
O bien podemos pensar en el caso de Hatsune Miku, la diva del j-pop capaz de convocar a miles de personas en sus conciertos y que, sorprendentemente, la cantante en el escenario es ni más ni menos que un holograma de ánime y una librería para Vocaloid, un programa de sintetización de voz humana por computadora.
El evento más reciente tuvo lugar hace algunas semanas dentro del videojuego Fortnite, en donde se realizó un concierto virtual de la mano del rapero Travis Scott en donde pudieron asistir, mediante avatares dentro del juego y a lo largo de diferentes lobbys dentro de la plataforma, casi 30 millones de personas a lo largo del mundo (cabe destacar que el concierto presencial más concurrido de la historia ha sido el de Rod Stewart en Río de Janeiro en 1994 con apenas 3.5 millones de personas).
Con todo esto, podemos notar que así como la presencia física de los espectadores en un concierto se ha puesto en entredicho, la necesidad de una figura tangible en el escenario también se ha forzado hasta límites que rozan con lo increíble y los conceptos de encuentro y corporalidades virtuales han adoptado una dimensión completamente diferente a la que podíamos siquiera imaginar hace algunas décadas
El ritmo y la forma de vida actual han redefinido muchos de los preceptos que hasta hace algunos años eran inamovibles y la incesante búsqueda del desarrollo tecnológico parece conducirnos a derroteros cada vez más complejos en donde el infinito de posibilidades se asoma irreductible.
Apenas hace un par de días el polémico Elon Musk anunció que el próximo prototipo de implante cerebral Neuralink será capaz de, además de manipular las hormonas que produce el cerebro, transmitir música por streaming directo a nuestra corteza cerebral, situación que redefiniría de nuevo todos los paradigmas que implica la escucha musical y, con total seguridad, la manera de comprenderla dentro de nuestra dimensión social.