Hasta hace un par de semanas, el rostro de George Floyd nos era completamente desconocido. Hoy, la necesidad de representarlo es imperante. Cada día surgen nuevas imágenes que nos lo muestran, ante la urgencia por apropiarnos de su recuerdo. No queremos olvidarlo. Su figura se ha convertido en el emblema de una lucha que permanece vigente. Su rostro encarna muchos otros cuyos nombres fueron olvidados, personas que se convirtieron en una cifra más o cuya historia parece haberse esfumado en un mundo que sólo está hecho para los blancos.
Dibujar su cara, trazarla, pintarla, rayarla, estamparla, postearla, imaginarla; con rabia, con llanto, con indignación, con dolor. Las imágenes que generamos en torno a George Floyd —de él, para él, por él— son también una forma de resignificar su historia. Tal vez lo que ocurre es que no deseamos recordarlo sometido, violentado, humillado, sino erguido, interpelándonos con su mirada, preguntándonos, vivo todavía. Y es que su rostro, que ahora recorre las pantallas de todo el mundo, es un cuestionamiento a nuestras propias coyunturas. ¿Cómo ejercemos y perpetuamos diariamente conductas racistas? ¿Por qué usamos expresiones como “indio”, “naco”, “prieto” —peyorativamente— o hablamos de “mejorar la raza”? ¿Por qué nos autorrepresentamos con filtros que nos aclaran la piel?
La cultura de la blanquitud hunde sus raíces en una ideología colonialista. Impacta nuestros cuerpos, nuestras formas de autopercibirnos, de juzgarnos, de modificarnos. Hacia el exterior, determina cómo miramos y valoramos a lxs otrxs, los mensajes que damos, los discursos verbales y visuales que creamos. Es esta la ideología que justificó durante siglos la esclavitud, el genocidio, la segregación racial de los espacios y las relaciones (pensemos, por ejemplo, en la prohibición de los matrimonios interraciales o en los famosos letreros que tranquilamente advertían “no se admiten negros”). Es cierto que estas prácticas se encuentran casi completamente erradicadas, pero los estragos culturales son todavía muchos.
Como se ha puesto de manifiesto con el caso de George Floyd, el racismo continúa arrebatando vidas. La gente protesta aun en medio de una pandemia porque para muchxs, como Floyd, la probabilidad de morir a causa de su género, de su color de piel o de su condición socioeconómica es mucho mayor que la de fallecer por el virus que tanto nos preocupa. Durante las manifestaciones, en el caminar de las ciudades que suelen ser hostiles con los grupos minoritarios, las personas se apropian de un espacio que históricamente les ha sido negado. Su imagen es valentía, resistencia y rechazo a la sumisión. Vemos las urbes arder como metáfora de lo que deseamos para el orden social hasta ahora impuesto y las configuraciones dadas como “normales” en estos espacios.
Justice for George Floyd, Lukas Carlson, Digital Painting, 2020 from r/Art
Lo digital es también terreno de protesta y ahí, como en las calles, la figura de Floyd, aparece como recordatorio de vidas truncadas, deudas históricas y poderes culturalmente perpetuados. Que su imagen no se pierda entre las miles que nos bombardean cada día, que encontrarlo nos disloque el edulcorado mundo de Instagram, que no olvidemos nunca su rostro.