Las ideas, desde su expresión en los individuos, cobran vida propia. Estas unidades de información se propagan entre personas como genes entre células. De esta manera, ideas tan viejas como la humanidad han sobrevivido civilizaciones enteras: dios, el tiempo, la belleza, el héroe, el inframundo. Conceptos que viven más allá de nosotros se propagan con nuestras voces y en nuestra obra. Así fue como una idea llegaría a posarse sobre las cejas de Varèse que lo movería a participar en la alteración permanentemente del paradigma musical.
Edgard Victor Achille Charles Varèse, nació en 1883. En sus primeros años, fue cuidado por sus abuelos en Burgundy, Francia, hasta los 13 cuando se vio forzado a mudarse a Italia, donde tuvo sus primeras clases de música e ingeniería. Posteriormente viajó a Paris. Durante sus primeros treinta años en Europa, conoció a famosos compositores franceses. Escribió música y tuvo una hija; sin embargo, para 1918 su vida entera sería reformada por su divorcio, la pérdida de su obra en un incendio y su migración a Estados Unidos, donde iniciaría una vida nueva entre los florecientes artistas de la década de 1920, adentrándose en nuevas formas y tecnologías para la expresión artística.
Fue aquí donde las ideas realizaron su danza. Alexander Calder (escultor) se encontraba en el estudio de Piet Mondrian (pintor). En las paredes colgaban rectángulos de colores que, con la luz de la tarde entrando desde dos ventanas opuestas, pintaban sombras y reflejos. Calder deseó entonces, en desacuerdo con Mondrian, liberar las formas de la pared y ponerlas en movimiento. Fue así como nació el móvil de Calder. Cuando la idea, en la forma de estas esculturas, se posó frente a Varèse todo le hizo sentido. Su música era precisamente eso: masas sonoras inteligentes y libres que se movían, rotaban y colisionaban libremente en el espacio a través del tiempo. Esto hizo eco en su mente con la definición de la música de Józef Meria Hoene-Hrónski
La música es la corporalización de la inteligencia que se encuentra en el sonido.
«Octandre» (1923) es una de las piezas que nació en el nuevo periodo creativo de Varèse como ciudadano estadounidense. Está compuesta para ocho instrumentistas (siete alientos y un contrabajo) que desarrollan distintas masas sonoras dándoles vida y movimiento; de ahí su nombre octandre: una flor con ocho estambres. Consta de tres movimientos, cada uno en forma ternaria con una personalidad propia caracterizada por un instrumento solista. El primero Asses lent (bastante lento) inicia con el oboe, un solo amplio y disonante. Una nota agudísima termina el discurso del oboe e invita a los demás instrumentos a incorporarse con entradas escalonadas que crean una planicie armónica. En la segunda parte, con el crecimiento dinámico, distintas figuras rítmicas de repeticiones y acentos pelean el espacio sonoro. En la música de Varèse las colisiones de los objetos sonoros son los puntos climáticos que propician la transformación y resultan en repulsión de las masas sonoras. Esto es notorio en la tercera parte de este primer movimiento cuando, después de la repulsión disonante, únicamente queda en el espacio la melodía original inevitablemente transformada un tritono más aguda.
El segundo movimiento Très vif et nerveux (muy vivo y nervioso) inicia con la flauta pícolo, repitiendo obsesivamente una sola nota con un adorno. Tímidos y cortantes entran el resto de los instrumentos creciendo en volumen y colisionando sus alturas. La repulsión separa a los instrumentos en dos acordes para la segunda parte, cada uno reiterando sus alturas insistentemente intercalándose en el espacio sonoro. El constante choque deteriora las figuras rítmicas y separa los instrumentos en la tercera parte hasta un acorde climático de distintos planos armónicos completamente disonantes.
La repulsión una vez más permite la aparición de nuevo material en el tercer movimiento Grave-Animé et jubilatoire (grave-animado y jovial). Esta vez el instrumento solista es el fagot, que a manera de introducción presenta una melodía sombría. La primera parte del último movimiento es una sección veloz y contrapuntística de un tema breve de dos notas cercanas a la forma de bordado. Los instrumentos se imitan y contestan entre si acomplejando la textura. En la segunda parte entra tajante un canto doloroso que grita desde la trompeta con los instrumentos restantes en coro punteando el pulso. La textura se renueva abriendo paso al canto del clarinete con nuevas figuras rítmicas más largas que continúan marcando incisivamente el tempo. Son estos ritmos los que pierden control y dominan por completo el espacio, hasta la breve reaparición del tema que explota en un último acorde rasgando la armonía y separando los objetos hasta un inevitable silencio permanente. Las masas sonoras en la obra florecen y se marchitan con sus ocho instrumentistas a lo largo de siete minutos.
Los tres movimientos en conjunto generan una sola forma, que para el compositor era como la de un cristal: pequeñas moléculas rígidas que se configuran en infinitas formas y tamaños distintos. Son las pequeñas moléculas de altura, duración y timbre, que determina el compositor, las que le permiten recrear a través del sonido los movimientos de las ideas; que como los objetos, se mueven y colisionan libremente en el espacio de nuestras mentes a lo largo del tiempo.
Autor: Fermín León Salazar Compositor y seguidor de las artes. Mexicano de 20 años. Escribo sobre la música que conozco y la manufactura detrás de ella. |