En agradecimiento al amigo leal, presente incluso en tiempos difíciles
Para Mariela Vanessa, a quien espero para compartir las letras
En una entrevista con La Jornada, Norma Blázquez Graf, investigadora de la UNAM, afirma que las «brujas», que la cultura pop consagró después como mujeres ancianas, decrépitas, horribles y con ganas de absorber la juventud de otros y otras, fueron un invento de la Edad Media y que realmente «eran parteras, alquimistas, perfumistas, nodrizas o cocineras que tenían conocimiento en campos como la anatomía, la botánica, la sexualidad, el amor o la reproducción, y que prestaban un importante servicio a la comunidad. Conocían mucho de plantas, animales y minerales, y creaban recetas para curar, lo cual fue interpretado por los grupos dominantes del medievo como un poder del Diablo.»
También fue en la Edad Media cuando el poder sobre el saber se comenzó a concentrar en círculos masculinos (eclesiásticos en específico) y las mujeres fueron excluidas de dichos espacios (con sus respectivas excepciones, claro) salvo, si era posible, para escribir poesía sentimental o mística, más tarde en el Siglo de Oro.
Los espacios públicos en los que las mujeres podían hablar se fueron reduciendo y con ello, las oportunidades de que una mujer entrara a las élites que ostentaban el dominio del saber se iban reduciendo, logrando así la separación del sexo femenino de las letras, de los libros, de la ciencia.
Así, el miedo y repulsión a las mujeres poseedoras de conocimiento fue calando en los poros del tejido social para convertirse en un asunto cotidiano, en una supresión sistemática de la posibilidad de conocimiento en una mujer y convirtiéndose en una marginación de aquella que tuviera el don de la inteligencia, de la sabiduría. La anormalidad social tiene rostro de mujer sabia.
Mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin.
No fue primero el título del libro de poemas de Rosario Castellanos, sino un refrán popular con el que se advertía a las jóvenes los peligros de estudiar y de transgredir los límites del hogar. «Si sabes mucho, los hombres no te van a querer, los vas a asustar». ¿De qué se asustaría un hombre? ¿Se asustaría acaso de un igual suyo que supiera más que él? «Los niños son mejores en matemáticas y las niñas en las disciplinas que involucran interacción social». ¿Es así o se nos condiciona desde pequeños y pequeñas para que nos encaminemos hacia ciertas áreas del conocimiento?
Una mujer con conocimiento significa el miedo a la fractura de un sistema jerárquico. La «amenaza» que representa una mujer letrada para ciertas masculinidades es más que palpable.
El móvil de esta columna fue el fugaz encuentro con un cuento de Beatriz Espejo, cuentista veracruzana, que sigue siendo profesora de la Facultad de Filosofía y Letras en donde imparte un taller de creación literaria. Sus obras tienen un fino manejo de la ironía, de la risa en lo absurdo y al menos a mí, me dejan siempre con un sabor de lo inacabado, mas no de lo incompleto, sino de lo que se dice tan cifrado que implica quedarse pensando.
En «El sueño», parte de su libro de cuentos El cantar del pecador dice:
Una mañana plomiza aparecieron en los buzones cartas anónimas que hablaban contra mí. Con letras de todos tamaños, mal pegadas y peor recortadas del periódico, además de otras cosas, decían: «No dejen a sus hijas juntarse con esa niña. Sabe mucho para su edad».
Este cuento aborda la historia de una niña que coloreaba mapas y soñaba con salir de su pueblo. Con referencias bíblicas y grecolatinas, Espejo hace un texto en el que se identifica su pertenencia veracruzana: se habla del paxtle (o heno), de Metlac y Perote, y de sus amigas Rosas del Castillo, personajes transmedia que saltan de un cuento a otro y que acompañan siempre a la escritora. Ahora vieja, durante el momento que ocurre entre estar despierto y dormido, en ese estado de confusión onírica en el que nada es cierto y todo puede ser, la protagonista regresa a su pueblo. Camina por lo conocido, por las casas de todos, que en un pueblo pueden ser completamente identificadas. Y entonces, al llegar a la puerta del cementerio, despierta.
En lo alto de un monte me detuve para volverme hacia atrás sin temor de convertirme en piedra, y hecha una sibila arrebatada por la ira apostrofé con el puño en alto: Pueblo maldito, me alegra abandonarte y juro no regresar nunca.
La muerte causa el despertar y no significa el sueño eterno. Soñar con lo conocido, y verse frente a lo que desconocido. Todo siempre regresa a su origen. Me parece que en este texto el tiempo es cíclico, tras una vida intentando escapar, regresa al mismo lugar que la aprisionaba, para morir. ¿O es que acaso La Muerte tiene ojos conocidos? Si ya está vieja, ¿no es posible que el presidente municipal esté muerto también? Entonces, ¿por qué visita su casa? También propongo al sueño como premonición, el anuncio de su deceso involucra una vuelta a casa.
Esta semana me he encontrado con muchos textos femeninos decimonónicos que, aunque positivistas, me llenaron de fuerza pues en ellos encontré la pasión que a veces me hace falta, la entereza de vivir según principios firmes y la valentía que tuvieron todas las mujeres que escribieron ahí para ocupar un espacio en el proceso de especialización y profesionalización de la mujer (y de las escritoras) durante este siglo, que sentó las bases para que hoy, aunque con reservas, haya grandes académicas en las universidades y grandes escritoras en las librerías. Un largo camino queda por recorrer en cuanto al acceso desigual a la educación y a la cultura, sin embargo, todas esas brujas, no lo son más, sino son potencial en movimiento, semilla que brota.
Autora: Giselle González Camacho Chiapaneca que a veces escribe. Me interesan la sliteraturas populares, el origen de las palabras, el trabajo comunitario y la escritura femenina. |