En mayo de 2017, Abraham Villavicencio y yo nos encontramos en el Museo Nacional de Arte (MUNAL) de la Ciudad de México para charlar sobre su trayectoria como historiador, docente (profesor adscrito a la Facultad de Arte y Diseño de la UNAM), curador e investigador, así como de la profesión de curadorx. Este texto corresponde a ese momento, un2 contrapunto con la actualidad, en la cual Abraham Villavicencio es ahora curador en el Museo Franz Mayer, y sigue coleccionando imágenes no sólo en la piel ni en la cabeza, sino también en sus sentidos: herramientas con las cuales trabaja y observa para compartir la mirada.
En mi salón de Historia del Arte sacamos los teléfonos en clase para dos cosas: 1) checar nuestros mensajes y 2) tomar una fotografía (movida, porque los profesores quitan rápido las diapositivas) de una imagen proyectada en el pizarrón blanco, misma foto que fue sacada de internet. Por supuesto, antes de ser subida a la red para perder su calidad, fue una digitalización o una fotografía del original. Digamos que, con mucha satisfacción, bajamos esas fotos del pizarrón a nuestra computadora (cuando somos muy responsables), o “estudiamos” las imágenes desde nuestra pantalla del celular. O, de plano, cuando de verdad nos interesa mucho, usamos esa foto como referencia para buscar en internet la imagen de “buena calidad” y empezamos nuestras tareas. (Aquí es donde se repite el ciclo de la obra original que se perdió en nuestras aspiraciones posmodernas.)
En fin, en mi salón ocurre eso, así como también ocurre que todos los miércoles llega Abraham Villavicencio, quien se sienta detrás del escritorio con su chal multicolor y su termo, y nos habla de la importancia de los diálogos con las obras de arte. En su clase, tengo que decirlo, si elegimos la opción uno del uso del celular aunque sea por un segundo, nos habremos dado cuenta, en nuestro regreso a la realidad, de que el pizarrón se ha vuelto una sentencia declaratoria de muerte: no existe ya espacio en blanco y seguro perdiste el hilo que teje tanta teoría. Fue esto último, confieso, lo que me llevó a preguntarme de dónde viene ese interés de Abraham por enunciar el mundo a partir de la filosofía, la historia, el arte; necesitaba saber por qué a alguien le interesa tanto compartir el conocimiento y se empeña, en pleno siglo XXI, en despertar la sensibilidad de aquellos que elegimos explicarnos el mundo a través de las artes y, más de las veces, de sus reproducciones.
Entonces le pido una entrevista. Quedamos, y llego a su oficina en el Museo Nacional de Arte. Nos sentamos en un salón de juntas; detrás de él, la pequeña biblioteca del área de curaduría se deja ver como un resguardo de libros que parecen piezas únicas. Supongo que Abraham elige inconscientemente volverse un celoso centinela de todos los catálogos de obra de cada una de las exposiciones que ha tenido el MUNAL, además, ahora incluyen, en sus más recientes tomos, su propio nombre como curador.
A su corta edad, es historiador, docente, curador, académico, teórico, casi filósofo y se está especializando en psicoanálisis. Quiero saber cómo llegó a interesarse por el arte novohispano y volverse un real conocedor del arte virreinal. Me cuenta que su acercamiento al arte novohispano surgió de manera muy fortuita; estudió la licenciatura de Historia en la UNAM, y de sus primeros intereses, como lo era la historia política y económica, surgió cierta curiosidad en la historia del arte, así que como materia optativa eligió Arte colonial en México, específicamente Arquitectura. Todo esto despertó en él una cierta sensibilidad por los espacios arquitectónicos y los retablos de la época.
Sin embargo, con el tiempo se especializó más en pintura novohispana que en arquitectura. Me confiesa su problema de juventud estudiantil: “No poder apreciar las diferencias que había entre la pintura del siglo XVI a la pintura del siglo XVIII; o cómo los temas que me parecían muy constantes, con el tiempo me fui dando cuenta de que no lo eran. Por eso, acercarme al arte novohispano fue un pequeño reto”. Según Abraham, cuando se es joven es mucho más sencillo llegar al arte moderno o contemporáneo, porque es un lugar en el cual uno pone mucho de sí para que las obras funcionen. Asegura que algunas obras nos dan más libertad para jugar con la relación entre el espectador y la obra, pero el desafío del arte novohispano es que tiene reglas que quizá parecieran muy rígidas, pero que provocan desafíos intelectuales que valen la pena.
Entonces imagino al Abraham de dieciocho o diecinueve cuando me cuenta de sus primeros intereses: comprender ciclos de pinturas de la Virgen María y las representaciones de los santos. Le pregunto qué busca como curador, y me doy cuenta en su respuesta de que estoy delante de una persona que mira para compartir la mirada, no sólo para resguardar detrás de sus ojos lo que vale la pena ver:
Lo que hoy en día busco, cuando tengo contacto con la gente, ya sea en los textos o hablando, es despertar la sensibilidad para ver las diferencias, las sutilezas, los matices que hay en las obras de los distintos periodos y que Nueva España no se comprenda como un bloque donde todo era igual.
Abraham Villavicencio
“¿Qué te gusta?”, pregunto. “El Arte Europeo del Renacimiento al siglo XVIII; el Simbolismo tanto en Europa, Bélgica, Francia, México; las vanguardias, futurismo, dadaísmo. Pero la manera en que pude aprender a valorar lo que me gusta estuvo determinado por esta primera sensibilidad hacia el arte novohispano, ya que me ayudó a entender discursos y acercarme a pinturas que son difíciles de descifrar”. Sin duda, una de sus mayores preocupaciones y ocupaciones es crear puentes entre el arte novohispano con el arte moderno, contemporáneo o europeo.
Me pregunto si no es también él una especie de sala de museo andando. Pareciera que las imágenes que lleva tatuadas en el cuerpo dialogan también a manera de coloquio. Me hace pensar en lo difícil que debe ser seleccionar una obra y además buscarle un pequeño espacio entre tanta tinta. Pienso en qué tan cómodo se debe sentir el santo que lleva debajo del codo, y me pregunto si cuando Abraham viaja en metro, las señoras apretujadas a su lado no querrán persignarse delante de su brazo. Sus tatuajes son el epítome del amor por la imagen.
Me dice que Panofsky lo ha acompañado a lo largo de dieciséis años, y disfruta al recordar sus primeras lecturas para las relecturas que hace constantemente de su obra. Sin embargo, me cuenta que lo que realmente le apasiona (no la teoría como erróneamente creí) son los espacios ilusorios, la fantasía y la creación artística. Y son estas inquietudes las que lo acercan a distintos lenguajes contemporáneos que surgen de algo muy sólido o clásico como puede ser entender el funcionamiento de los conventos del siglo XVI. Recuerdo entonces mis clases de Arte Conventual, y me entero de que Abraham lleva diez años como docente y empezó a dar clases en Casa Lamm a los veinticuatro años, además de que, como si fuera cualquier complemento, decide que lo primero que quiere aprender, a la par de su docencia, es una visión panorámica de los doctores de la filosofía para dar una buena materia. Y lo hace. Ha sido expuesto a tantos planes de estudios que el programa que utiliza ahorita es una decantación de seis programas, y el resultado final va de, cuenta Villavicencio, “cómo brindar herramientas metodológicas que permitan, con cierto rigor, abordar la obra de arte, porque es cierto que no hay una verdad única en la interpretación de la obra”. Asimismo, añade:
Pero también es cierto que el arte tiene su propia lógica, y que esta lógica que nos propone es casi una epistemología, y por tanto no podemos crear interpretaciones laxas o meramente ocurrencias. Mi interés es que tengan diversas herramientas. El saber filosofía no significaba poder hacer hablar a la obra de arte, y hoy ese es mi principal interés, que mis alumnos tengan suficientes herramientas para hacerle preguntas a la obra, hacerlas hablar y crear discursos más allá de una apreciación formal.
Abraham Villavicencio
Le pido que me cuente sobre su trabajo como curador. Se acomoda en la silla de la pequeña salita, y sonríe. “Lo más importante es tener claro qué historia quieres contar; así como en un texto eliges las palabras adecuadas, en una curaduría eliges las obras adecuadas, tomando en cuenta que cada obra en sí es un libro”. Para Abraham, uno de los curadores mexicanos más jóvenes del país, la curaduría es tejer y articular los ensayos inmersos en cada obra, apelando a la parte formal y técnica, “porque es cierto que no sólo la academia es la que tiene que verse, también tiene que hablar la materia del arte, las formas, lo más mínimo, los colores, el tipo de trazos. Se nota cuando hay curaduría quizá muy pensada o muy erudita, pero si no es fina en la manera sensible queda un trabajo tosco”.
Abraham tiene la cualidad de los buenos profesores: después de escucharlo quieres cerrar los libros y salir al mundo a aprender. Me cuenta que la curaduría se aprende, curiosamente, en la práctica, y afirma que “la teoría de escritorio sólo crea surcos en la mente para sembrar semillas de ideas”. Para él, “trabajar en físico es importante. Al momento de mostrarle a la gente las exposiciones, entre menos pensada se vea una curaduría es mejor porque estás comunicando más”.
Por último, le pido su opinión sobre los museos virtuales, y con una sonrisa, ahora sí, muy evidente, me dice: “Son herramientas de trabajo, pero principalmente son ilusiones, idealizaciones, hasta la fotografía con más pixeles y detalle no deja de ser una toma ya dirigida que lleva tu mirada a algo ya determinado o seleccionado para que tú veas. De los impresionistas aprendimos que sólo frente a la obra logras captar la totalidad”. Para Villavicencio, ninguna reproducción de la obra es comparable a ésta. “Simplemente la experiencia no es la misma. La experiencia vital, lo que ocurren entre la relación del despliegue de la obra y el tuyo es esencial, jamás podrá ser superado. Lo espontáneo cobra su importancia. Apreciar la mano del artista es invaluable, irremplazable e insuperable”.
Nos despedimos y le pido que me permita hacerle un retrato antes de irnos. No cabe duda de que, por más introvertido que parezca, a la hora de saberse retratado, se revela ante mi lente como un ojo sensible y crítico, me devuelve el ejercicio de la curiosidad.