La condena del recuerdo, la potencia de la memoria – Ensayo de Diego Safa Valenzuela

En 2016 visité el Espacio Memoria y Derechos Humanos (Ex ESMA) en Buenos Aires, Argentina. ESMA fue uno de los centros de detención, tortura y exterminio durante la dictadura. Recuerdo que al final del recorrido la guía nos preguntó si alguien quería decir algo. La mezcla de afectos me desbordaba para decir cualquier cosa, así que sólo conseguí agradecerles. Ella me puso la mano en el hombro, consciente de que estaba a punto de llorar; me dijo a mí y al resto del grupo de visitantes que ésta era la manera en que les gustaba hacer memoria.  

Una persona levantó la mano y dijo que tal vez había estado ahí. No sabía con certeza porque durante todo el tiempo había estado encapuchado. Le preguntaron por qué había ido. Era una pregunta que parecería simple, pero pienso que lo que subyacía era la siguiente pregunta: “¿por qué querías regresar al lugar donde fuiste torturado? ¿Por qué regresar al terror?” Él contestó: “Porque quiero saber dónde estuve ese tiempo”. Curiosamente, no pudo lograr su cometido, pues la duda persistió.

Al salir del recorrido me senté en una banca. Observé que este centro, que una vez fue de tortura, ahora era un centro cultural. Entendí que su manera de recordar era “equivocar” la historia introduciendo vida a aquella narración llena de muerte. El arte, la cultura, no era solamente restricción que produce la neurosis en el sujeto, sino un acuerdo que permite evitar de nuevo el horror. Acordarnos que tenemos la capacidad de destrucción, pero también de creación, juego y risa. Fue ahí cuando lloré. 

Pienso que es diferente el acto político de recordar la condena a no olvidar. Es realmente terrorifico el cuento de Funes, aquel personaje de Borges, quien describe el sufrimiento a causa del insomnio. Obviamente no poder dormir impide soñar, pero también coarta la posibilidad de recortar la memoria con el olvido. Recordar todo te convierte en prisionero del pasado. 

Uno de los estragos de la Primera Guerra Mundial fue experimentado por un grupo de exsoldados que sufrían por recordar involuntariamente escenas bélicas. Su malestar les discapacitaba para reintegrarse a la vida productiva y social posterior a la guerra. Esta patología la llamaron neurosis de guerra. Le interesa a Freud en su libro Más allá del principio de placer, porque cuestiona su teoría acerca del placer, la cual señala que el aparto psíquico opera para mantener la regulación de cargas de excitación que pueden volverse dolorosas si se acumulan. El sueño es uno de los ejemplos paradigmáticos de esta tesis, porque es una vía regia para aligerar las opresiones del alma. Lo que se pregunta Freud de la neurosis de guerra es por qué alguien regresaría a escenas desagradables si la intención del psiquismo es reducir el displacer: ¿por qué alguien soñaría con escenas dolorosas? 

Quizá este dolor radique en una pregunta abierta. Por ejemplo: ¿dónde estuve cuando fui capturado? ¿Quiénes eran mis torturadores? Pienso que pretender suturar la herida abierta de la incógnita es como hacer una investigación infructífera, seca de conclusiones por indagar con mal de archivo. Una posible respuesta a este acertijo es dimensionar la neurosis de guerra en sí misma como un intento de elaborar la angustia detonada. Pero lo curioso es el fracaso de este esfuerzo, es decir, invariablemente el pánico despierta con renovado terror a quien intenta conciliar el sueño. Aclaremos, lo patológico no es la tensión que produce la angustia, sino la obstinación de sofocarla. El resultado fallido de la operación represiva lleva a que se reinicie el proceso. Una maquina descompuesta que repite continuamente la misma acción. Parecería que el soldado está condenado al loop de las escenas que una vez vivió.

Siguiendo a Rosaura Martínez Ruiz en su libro Eros: más allá de la pulsión de muerte, una de las ideas freudianas fundamentales es la memoria como una treta para aplazar el dolor. De alguna manera, la acción de diferir concede cierta calma. Piensa en los encuentros iniciales que tuviste con otros cuerpos, lo que sentiste al tocar ese territorio ajeno, el hambre, el frío, el choque de tener diferentes tiempos, ritmos, espacios. Es un verdadero conflicto. Martínez Ruiz diría que alivia materializar en representaciones la vorágine de emociones que tensan y sobrecargan al aparato. La vida, en ese sentido, sería un archivo en donde se recolectan las marcas que se dibujan al recorrer el tiempo. Sin embargo, quien ha perdido el sueño también perdió la capacidad de tejer las excitaciones en un manto simbólico hilado a través de diferimientos. El dolor retorna sin mediación aparente. 

Ahora bien, si la guerra fue un proceso colectivo, ¿esta patología recae sólo en el individuo? Es decir, ¿bajo qué condiciones sociales se construye la memoria? ¿A qué fines responde? Por supuesto, es diferente la neurosis de guerra a la lucha política por develar aquellos crímenes que convenientemente se intentan olvidar. Quizá el recuerdo puede ser veneno y cura al mismo tiempo. 

El insomnio es una discontinuidad en el tiempo. Sabes que debes descansar para enfrentar el día siguiente, pero es una meta a la cual es imposible llegar; prefieres revisar con detalle situaciones de las cuales te arrepientes. Llega a ser hasta patético forzar situaciones completamente heterogéneas con tal de que ese pasado sea presente una vez más. Tan sólo una vez más. 

Este castigo autoinfligido se entrelazada con la melancolía, pensándola como la petrificación de ecos de lo que una vez fuiste. La concepción clásica de melancolía radica en la voluntad inconsciente de retener aquello que se ha perdido, puede ser una persona o algo más abstracto como un ideal o un proyecto. Se busca la reincorporación de lo extraviado, pero lo único que se consigue reiteradamente es el encuentro de su ausencia. Esta cerrazón ensombrece la existencia al renunciar a nuevos posibles horizontes, a futuros posibles. Por lo tanto, para continuar con la vida es preciso aceptar el movimiento que la fundamenta; abrazar el cambio, la diferencia. Aclaremos: el duelo no promete remediar la ausencia, ni la tristeza que aflora al añorar. Entonces, ¿qué se acepta? 

Pensando con Martínez Ruiz, el diferimiento no recae en lo que no puedo cambiar, sino en el posicionamiento que adquiero ante ello. Dicho en términos políticos, aceptar el dolor de la pérdida tiene que ver con el reconocimiento de las condiciones de violencia de Estado que posibilitaron la desaparición. Por lo tanto, el trabajo de duelo puede ser también una toma de posicionamiento crítico. 

Decíamos que lo enfermo consiste en la insistencia de obturar el recuerdo, no en su contenido. Curiosamente, entre más se rechaza, más presente estará. Quizás el acto del duelo consista en darle lugar a ese material, en el agenciamiento de la memoria, lo cual no quiere decir que el recuerdo deje de ser un digno enemigo, sin embargo, al conocerlo puede ser usado para distintos fines; por ejemplo, recordar para saber el diseño de mecanismos estatales para producir terror e impedir que se repitan. 

Otra definición de duelo recae en crear nuevos lazos, volver a conectar. Posiblemente, podamos agregar que también consiste en la construcción de un proyecto que se traza hacia el porvenir. Esta línea de fuga lleva a soñar, es decir, permitir el diferimiento; romper con las petrificaciones melancólicas que fuerzan el contexto y al propio ser a roles huecos que no tienen cabida en el presente. 

Esta propuesta no conduce necesariamente al olvido, sino a equivocar las acciones estatales de exclusión y muerte; en otras palabras, hacer de la pérdida un homenaje a la vida de quienes han sido asesinados, de su presencia, su lucha y su fuerza. Al historizar se escribe una narrativa desde el presente con fragmentos del pasado para delinear un futuro digno de ser vivido. En ese sentido, mi lectura del texto de Martínez Ruiz radica en una afirmación de la vida o, en otras palabras, un trabajo por transformar el dolor latente en el motor de la lucha contra la violencia y la repetición del terror. 


Autor: Diego Safa Valenzuela (México, 1988). Estudió Psicología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco. Trabajó en una asociación civil de jóvenes dedicada a la lucha feminista. Posteriormente, fue terapeuta en el Hospital Pediátrico de Iztapalapa. Estudió la maestría en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires. A la par del posgrado, trabajó como acompañante terapéutico en una compañía llamada Ágora. Esta práctica fue de relevancia para su formación, pues para intervenir era necesario contar con el espacio público. Al regresar a México, comenzó a trabajar en un centro de reclusión para adolescentes en conflicto con la ley. Dicha experiencia lo motivó a buscar espacios para dialogar, los cuales encontró en el Colegio de Saberes. Su investigación final se basó en pensar ecos clínicos de El malestar en la cultura de Sigmund Freud. Actualmente, se dedica a la práctica del psicoanálisis y su transmisión en diferentes instituciones.