En mayo de 2017, ocurrió este encuentro con Brenda Islas: un momento de charla sobre su práctica y esas obsesiones de quien reconoce en la luz una pulsión de vida. Con algunos años de distancia, reedito estas líneas con la intención de insistir en cómo la pasión de Brenda sigue haciendo eco. Una primera publicación de este texto tuvo casa en la Revista Operación Marte en 2017.
El plan de la tarde era cruzar a pie el puente de Manhattan y, al llegar a Brooklyn, detenernos en el muelle para hacer algunas fotos del atardecer. Llegamos apenas a tiempo, cámara en mano y el sol a cuestas. Brenda dejó sus cosas en el piso, se recargó en el barandal e interrumpió la plática. Lo poco que quedaba de sol se recostaba sobre el mar. El agua se batía para desmembrar las luces multicolor y ella, Brenda Islas, fotógrafa que apenas conocía, se presentó ante mí con una mirada alegre y silenciosa. Frente a nosotros, la ciudad se encogía sobre sí misma y las aguas se poblaban de lo que unos minutos antes sólo eran edificios altísimos, turistas, calles.
Un par de años después, me recibe en su departamento al noroeste de la Ciudad de México. El lugar es amplio, limpio, ordenado, es ese cuarto propio del que habló Virginia Woolf, que se extiende hasta la puerta principal. Una cocina, la sala abierta, un par de habitaciones. La sala se enmarca por tres paredes blancas y una de cristal, la luz blanquísima se suspende en el espacio, lo hincha por completo. Nos sentamos junto a un gran librero que sostiene cámaras viejas y todo tipo de títulos: fotografía, literatura clásica, bestsellers, revistas, teoría de arte, filosofía. Y, cerca de una televisión antigua que reposa sobre cuatro patas ya muy cansadas, Brenda se sienta en el sillón mientras yo elijo la mitad del tapete y el piso.
Me cuenta sobre ese día nublado a las once de la mañana cuando conoció el departamento. Para las nubes de ese día, la luz no era problema. Ella sabía que era el lugar correcto. Poco más allá del enorme ventanal, se alza un gordo edificio. Brenda teme que más acá le construyan otro igual de gris y le secuestren la entrada de luz. Su hogar, ahora más que nunca, es su pareja y su perrita Valentina.
«¿Cómo te relacionas con la luz?», le pregunto. «La luz me obsesiona. Tengo un exceso de sensibilidad ante ella. Me embelesa, me entusiasma, me inyecta energía, me saca un poco de la misma vida, me lleva a un punto totalmente neurálgico. Siempre he vivido así, pero no había sido tan consciente hasta que empecé a hacer foto. A través del camino fotográfico me di cuenta de la fascinación que despierta en mí. La cámara es un objeto que me ayuda a entender esta necesidad de toda la vida. En algún momento, pensé que ella me hacía darme cuenta de eso; lo cierto es que no, desde antes estaba en mí». Le pido que me cuente de su infancia y de cómo se dio cuenta de que viviría para hacer esto. «Lo primero que puedo relacionar con la luz son los colores. Desde chiquita me llamaron la atención, quería tenerlos todos conmigo; no uno ni algunos, quería todos».
Brenda, cuando tenía diez años, era cuidadosa con ordenar todo por colores. Al verlos, sentía ganas de comérselos, el azul se le antojaba y quería probarlo. Un día, quiso pintar su cuarto, y su padre la llevó a comprar latas de pintura. Cuando llegaron a casa, todo estaba listo para ser coloreado. Brenda tomó un palito para revolver el azul y al poco tiempo no pudo resistir y metió la mano entera; el color era ahora frío y escurría entre sus dedos. Al final del día, fue su padre quien terminó pintando la habitación.
«Después de eso, me di cuenta de que las formas abstractas de la luz también me enloquecían; por ejemplo, las líneas y sombras, y los volúmenes que estas creaban, por más falsos que fueran, o el efecto de dimensión que se formaba a partir de los juegos de luz».
En su casa nadie hace foto. De pequeña nunca tuvo contacto con la fotografía como tal, salvo por tres o cuatro álbumes familiares y cientos de imágenes más que estaban en bolsas. «Obsesiva como soy, me pasaba horas ordenándolas por historia, por las edades de quienes aparecíamos en ellas; si eran de formato cuadrado y pequeñitas, pensaba que eran viejas y las ponía hasta atrás, si eran más grandes, entonces debían ser más nuevas. También me gustaba preguntarle a mi mamá quiénes eran las personas de las fotos o dónde estaban».
Brenda me cuenta que le pedía a su madre que le prestara su cámara instantánea para llevarla a la escuela. Es así que ahora tiene retratos de sus amigos de primaria, era la única que cargaba con ese artefacto tan lejano a un juguete, pero tan cercano a su curiosidad. Volteo a su librero y me encuentro con cámaras de colección. Le pregunto si siempre supo que haría con ellas su carrera. «Antes de entrar a la universidad quería estudiar foto y después de que no me dejaran, porque querían que tuviera una licenciatura, elegí una carrera basándome en la cantidad de materias de foto que tendría. Entonces, estudié Comunicación, porque a diferencia de Diseño gráfico, llevaría cinco».
Brenda se detiene, rompe el hilo de la conversación y me cuenta que su miedo más grande es perder la vista. «Me muero si eso me pasa; literalmente, me muero, porque de eso vivo. No me imagino haciendo otra cosa. No tengo opción, no podría hacer nada más». Insisto en saber si, al menos alguna vez, pensó dedicarse a otra cosa. «Me acuerdo de que en algún momento quise estudiar astronomía, pero soy cero numérica y, obviamente, tenía que hacer no sé cuántos años de física y matemáticas. Pero me di cuenta de que realmente lo que más me gusta de la astronomía es el concepto, la pura teoría es lo que me apasiona, porque el universo es energía y luz. Sólo por eso».
Cuando salió de la universidad, Brenda empezó a abrirse camino de la mano de su hermano mayor. «Gabriel me jalaba a su trabajo; siempre tuve ese angelote que me ayudaba en todo y me involucraba. Gracias a él me empecé a meter en la fotografía, y con él tuve los primeros trabajos que me gustaban. Así fue como eché a andar en esto. Cada año tomaba un taller relacionado con la foto, comencé a dar clases en la Academia de Artes Visuales (AAVI) hace ya ocho años, y llevo doce haciendo foto».
Según Brenda, los fotógrafos se miden en años de experiencia, para ella un fotógrafo máster es aquél que lleva treinta años en acción. «Claro que hay gente que es súper nata, pero obviamente la experiencia es la que cuenta. Creo que todo mundo nace para hacer algo en la vida, todos llegamos con diferentes gustos, posibilidades y habilidades. Yo creo que un artista sí nace. Siento que difícilmente puede hacerse. Para hacer fotografía hay que aprender mucha técnica y batallar a diario con el ojo. Uno puede tener facilidad para ver las cosas y otro tiene que aprender a hacerlo. Si lo quieres hacer, seguro lo logras, pero con más trabajo y mucho esfuerzo. Yo me siento afortunada porque me parece que nací con la sensibilidad. No es que simplemente me gustó la foto y ya. Más bien ya veía así desde siempre».
La foto de Brenda no es sólo un registro. Sus imágenes son recipientes de ideas que nacen a partir de preguntas muy íntimas y se resuelven gracias a sus necesidades más fundamentales. Justamente en esta época la imagen tiene gran poder. «Hacer fotografías implica sentirse poderoso. Hacer fotos te eleva a cierto lugar que no existía antes. Yo creo que muchos fuerzan el oficio sólo por transmitir o comunicar algo, pero no están entendiendo el compromiso principal, esta parte que hace la gran diferencia: cumplir tus propias necesidades, no las de alguien más. Es un camino súper complicado, porque puedes perderte en él. Todos pasamos por ahí; empecé haciendo foto comercial y llegó un momento en que me hartó tener que satisfacer las necesidades de alguien que ni siquiera sabía lo que quería, pero tenía que hacerlo».
«¿Y cómo es ahora?», pregunto. «Lo que hago tiene más que ver con lo que necesito y fortalece mi pasión. Lo hago para mí y es maravilloso cuando a alguien más le gusta, aunque si eso no ocurre, tampoco pasa nada. La foto es mi manera de entender el mundo, es mi necesidad básica. Y aun sin cámara lo vivo de la misma manera. En algún momento pensaba que necesitaba tener la cámara para disfrutar un atardecer, por ejemplo, y si la memoria estaba llena o ya no tenía batería, sufría; pero después dije, no necesito esto, tengo mis ojos y este momento es un regalo para mí. Entonces, me vuelvo mi principal razón y ya no tengo esa necesidad de estar capturando cada instante para mostrarlo. Si puedo hacer una foto, qué bueno».
La casa de Brenda se ilumina, ya lo he dicho, como un templo. «¿Eres espiritual?», pregunto. «No soy religiosa, pero siempre he creído en la luz. Para mí, el ser divino es luz y es energía. A Él le debo esto este instante de vida. Me gusta pensar que es una energía perfecta que se ha movido en el tiempo de manera precisa para estar aquí y permitirme ver todo lo que está sucediendo. Creo que todos nos movemos con Él y somos representaciones de ello en diferentes formas».
La carrera fotográfica de Brenda se bifurca en dos: el trabajo y los proyectos personales. Su principal gusto es el retrato y el segundo es viajar. A esto se dedica profesionalmente. «Siempre pasa que encuentro en mi trabajo cosas que me encantan, y por lo mismo no busco separar ambos caminos. Mi proceso creativo personal es muy complicado. Hay gente que un día se sienta y escribe de qué va su nuevo proyecto; entonces, lo empiezan a hacer porque lo tienen claro. En mi caso funciona al revés; estoy dentro de un proyecto y no sé que estoy ahí hasta que me doy cuenta tiempo después; generalmente, cuando ya resolví esa parte de mi vida».
Le pido que me cuente de uno. «El más claro es uno que empecé hace tres años. Pasé por un momento muy difícil en el cual perdí todo». Brenda de hace tres años regresa con sus padres, a su cuarto de la infancia que terminó disfrazado de bodega. Cuando llega, se da cuenta de que ya no es su casa. A los pocos días pierde también su equipo fotográfico en un asalto. «Fue una sacudida de energía impresionante. Parecía que alguien me había agarrado desde arriba para agitarme y que todo se me desprendiera hasta dejarme desnuda en medio de la calle. Ya ni siquiera quería hacer foto. Nunca pensé llegar a decir eso. No tenía nada. Entonces, decidí romper con ese círculo y me fui a Nueva York. Aprovechando que tenía amigos ahí y que iba a haber un curso en AAVI, me quedé tres semanas. Volví a enamorarme de la fotografía, me clavé haciendo retratos de gente que vive en Nueva York, amigos y amigos de amigos. Hacía citas, iba a sus casas y los fotografiaba mientras hacían sus actividades diarias. Así fui de casa en casa. Ese proyecto duró cerca de dos años. La mayoría de la gente que fotografiaba tenía mi edad. Lo estaba haciendo por gusto, pero en ese momento justificaba el proyecto diciendo que tenía curiosidad por saber cómo vivían. Se sentía bien estar viviendo otras vidas, aunque fuese por unas horas. Era evidente que estaba ahí porque no tenía una vida propia, porque no sabía cómo empezar de nuevo. No era consciente de cuánto eso me estaba sanando. A los dos años de empezar ese trabajo reconstruí mi vida, salí de casa de mis papás, renté un departamento, empecé a tener mis propias cosas. Siempre me ha gustado el retrato, pero a partir de este proceso lo hice mío. Soy un antes y un después de esos días».
Brenda no dice nada por un momento, como suele hacerlo desde que la conozco. Entonces, se levanta y camina hacia los dos retratos enmarcados que cuelgan de la pared. «La persona que tienes delante de ti es un espejo de quien eres», me dice. «Cada retrato es un autorretrato».
«Yo no entendía qué estaba haciendo al vivir unas horas en casa de gente extraña, después me di cuenta de que la extraña era yo, no ellos. En el proceso me volví su sombra. Ves las fotos y siempre está la sombra de lo que era yo en ese momento, era un elemento más en su casa, ni siquiera tenía la energía para ser alguien». Los dos hombres retratados son amigos de Brenda. Ambos están en sus respectivas casas y miran hacia al interior de la foto misma.
En la cocina de Brenda hay un retrato más: uno grande en el que aparece una mujer frente al refrigerador, foto que bien podría ser una ventana. «Estoy en un punto de mi vida en el que disfruto todo lo que tengo a mi alrededor, soy súper tranquila. Me gusta estar aquí en casa, disfruto mi espacio, amo acostarme los fines de semana y ver películas en las tardes con mi pareja. Me encanta la calma, la tranquilidad. Nos encanta el cine. Me llena mucho la estabilidad que tengo en este momento. Brenda me cuenta que durante el proyecto de los retratos viajó mucho. En algún momento llegó a tener diez vuelos por mes y tuvo que aprender a comer bien con lo que había, a dormir en todos lados, con ruido, sin ruido, con quien sea, sola. «Cuando regresaba, el lugar olía a abandonado, y lo que más odiaba de mi casa era que no tuviera olor, para mí eso es básico en un hogar, es como la personalidad, y que oliera a vacío me enojaba mucho. Llegaba, lavaba ropa, hacía maleta y me iba. Siempre me iba».
Brenda está sentada en su sillón de espalda al ventanal que descubre la Ciudad de México. Quedó muy lejos el larguísimo puente que cruzamos sólo para encontrarnos con la luz de esa tarde, con esa misma luz que siempre la acompaña, cámara en mano o no, y que, como dos espejos chocando, le devuelve lo que no puede ser retratado.