Desde tiempos inmemoriales el Hombre ha establecido un vínculo profundo con su Destino; a veces, lo ha aceptado sin miramientos; otras, lo ha rechazado con ímpetu, pero siempre ha intentado comprender las fuerzas misteriosas que manejan los hilos de la vida.
La historia de Ricardo, «el Loco» Ramírez, es un claro ejemplo de este infructuoso combate humano contra lo inasible.
Jugador compulsivo de cuanto azaroso entretenimiento hubiere, Ramírez se empeñó en descifrar las combinaciones, en calcular las repeticiones, en clasificar, enumerar y ordenar lógicamente la mayor parte de los juegos que habitualmente practicaba. Entre ellos podemos citar los dados, el póquer, el dominó, la ruleta (por la que demostraba una especial predilección), el truco, la casita robada, el culo sucio, la escoba y el desconfío. Lo cierto es que Ricardo se encargó de realizar un estudio detallado de esos menesteres lúdicos y halló, por ejemplo, que la probabilidad de acertar a la quiniela era proporcional a las apuestas realizadas. Sus amigos intentaron convencerlo de que aquello no era un descubrimiento sino, más bien, una verdad declarada. Sin embargo, «el Loco» no bajó los brazos. Por el contrario, siguió puliendo sus mecanismos de adivinación.
Es oportuno mencionar que las largas jornadas que dedicaba a la investigación probabilística eran inversamente proporcionales a los resultados positivos que dichas conclusiones reflejaban en el juego. Con esto queremos decir que nunca se anotaba un poroto a favor.
Era evidente que los mecanismos del azar eran mucho más complejos de lo que él creía. Romper su racha y vencer al Destino eran ya una obsesión para él. Durante años el deseo de provocar una ruptura en la impenetrable lógica universal motivó en Ricardo un sin fin de dificultades y sufrimientos. El primero, y casi evidente, fue su progresiva pobreza, su constante endeudamiento. Su capital decrecía conforme aumentaba su anhelo de triunfo. El segundo, y quizás fundamental, fue el surgimiento de un deseo irrefrenable de vencer al Destino. Ya no le importaba apostar hasta el último centavo. En muchas ocasiones se vio obligado a robar a sus conocidos y solicitar créditos que jamás pagaba. Pasaba sus días y sus noches en bares, esquinas, casinos y milongas desafiando a la suerte en un mazo de cartas, en un paño desteñido. Se fue aislando cada vez más. Pasaba horas consultando sus anotaciones, revisando sus papeles para descubrir una verdad clarificadora, un error que le permitiera arrebatar al Destino su triunfalismo.
Una noche, cerca de un sucio bodegón, un mendigo le tendió la mano suplicante. Ricardo, cansado por otra agobiante faena lúdica, sin un peso, decepcionado y abatido, le ofreció sus cuadernos, sus apuntes, su desgraciada fortuna. Caminó unos pasos y sintió una extraña voz que lo llamó dulcemente:
—Ricardo, esperá.
—¿Quién es?
—No me reconocés, viejo amigo, soy yo: el Destino.
—Mayor gusto —dijo sin mucho interés Ramírez.
—Quiero darte un regalo, un reconocimiento por tus años de entrega y dedicación. Quiero revelarte un secreto prohibido a los oídos humanos y que sólo a ti se te mostrará claro y transparente.
«El Loco» no se inmutó aunque ya se había convencido de que aquel andrajoso era su amigo infiel.
—Mañana a la noche, a las once menos cuarto, saldrá el 32 a la cabeza en la Nacional, nadie apostará a ese número, nadie confía en él. Ahora tú conoces el Destino y la Fortuna que tanto anhelaste escrutar. Tienes hasta mañana para conseguir dinero y apostar. Te deseo buena suerte —y sin vacilar aquel harapiento desapareció frente a los ojos extasiados de Ricardo.
Aquella noche no pudo dormir. A la mañana siguiente se puso en campaña para recaudar el dinero necesario para escapar a su suerte y recuperar su vida perdida. Tenía la posta, la Fija.
A última hora de la tarde ingresó a la casa de juego en una calle solitaria y polvorienta. Llevaba consigo 239 pesos. Hizo su apuesta y partió con rumbo desconocido. A las diez de la noche, prendió la radio, se sentó en un viejo sillón y colocó sobre la mesa el comprobante de la quiniela. Cuarenta y cinco minutos después el niño cantor anunciaba el puesto uno para el 32. Ricardo «el Loco» Ramírez sonrió satisfecho. Su pecho se llenó de alegría y su alma se inundó de gozo. Tranquilo, indiferente, se levantó, se colocó el sobretodo oscuro y salió con rumbo incierto hasta perderse en la noche profunda y silenciosa. Nunca más se supo nada de él. Varios días después, cuando sus amigos entraron a su departamento por la fuerza, encontraron una pequeña radio cerca de un viejo sillón y una constancia de una casa de juego sobre la mesita en la que figuraba una apuesta de 25 centavos al número 63. Para algunos, fue la primera y única vez que alguien pudo vencer al Destino; para otros, el Destino se cumplió al pie de la letra pues aquella noche nadie había apostado al 32 en la Nacional.
Autor: Hugo Vargas (Argentina, 1982). Profesor de Lengua y Literatura, apasionado por la escritura de cuentos y poesía. Posee su propio blog donde realiza diversas publicaciones. En 2015 publicó su primer libro de poemas titulado Reflejos literarios y actualmente trabaja en una novela. Su cuento “El tobogán” fue publicado por la Editorial Dunken de Buenos Aires en su antología de ficción Lo que quieras decir (2015).