Ilustración de Bandini
El primer libro que leí fue el Muñeco de Jengibre; mentira, me lo leían, era tan pequeña que no sabía leer. Pero me gustaba tanto que me lo aprendí de memoria, sabía cuándo pasar las páginas, por lo que la gente me miraba asombrada: “Dios mío, ya sabe leer”. No, no sabía, sólo amaba la historia de la galleta de jengibre en forma de muñeco que escapa del horno: “¡Corre, corre, tan pronto como puedas! No puedes alcanzarme. ¡Soy el muñeco de jengibre!”.
Después llegó a mi vida Hans Cristian Andersen, en unos libros ilustrados maravillosos. Me encantaban La Reina de las Nieves y El compañero de Viaje. Un día aparecieron Verne, Stevenson y Conrad; llegaron para quedarse. De Verne leía todo, era como si él fuera el único autor del mundo, o más bien el único que me gustaba: Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en ochenta días, Las tribulaciones de un Chino en China, De la Tierra a la Luna, Escuela de Robinsones,pero mi favorita era Miguel Strogoff, el correo del zar, el ruso que debe enfrentar todos los peligros en la inmensa estepa para enviar un mensaje.
Stevenson hizo que quisiera ser pirata, amaba La isla del Tesoro. “Cinco hombres van en el cofre del muerto jo jo, y una botella de ron”; con Tifón, Conrad me mostró cómo es que un barco quedaba atrapado dentro de un huracán, y aprendí la diferencia entre la cobardía y la valentía, Lord Jim. Por años no leía otra cosa que no fueran aventuras: Los tres mosqueteros, Ivanhoe, El maravilloso Viaje de Nils Holgerson, Dumas, Sir Walter Scott, la geografía se ensanchaba, y de pronto llegó a mis manos un libro que no hablaba de aventuras, no había tesoro, ni barcos, no había duelos con espada ni persecuciones a caballo; era un hombre, un muchacho brillante: Alexei, empleado de una familia de abolengo ruso, cuya debilidad es su perdición, El jugador de Fiódor Dostoyevski, un hombre que sufría siempre y nos dejo obras que retratan ese sufrimiento. Los lectores sufriríamos sin Dostoyevski, con él comencé una nueva senda con otras historias y más autores: Camus, Mario Vargas Llosa, Heinrich Böll, Graham Greene, Yukio Mishima; eran voces distintas, pero la emoción era la misma. También se quedaron.
Por supuesto, los libros no llegaban a mí por osmosis. Mis padres fueron (son) mis maestros. Cuando no sabía leer, me leían. Desde bebé tuve libros hasta para la tina de baño de hule que podías mojar. Había libros con sonidos, libros con botones, libros de tela, libros pop-up.
Los libros llovían a mi alrededor. Recuerdo la colección de Andrés Bello, se dividía en colores: naranja, rojo, morado, azul y verde; no era casual para lectores de 11 años, de 13, 14 y 15. Algunos estaban abreviados: La divina comedia, Las tragedias de Sófocles, Ben Hur, yo los tenía todos, los leía todos. Mamá me compraba todos por igual, los que ella quería que leyera y los que yo quería leer. Papá era más selectivo, eran los que él quería que leyera y no siempre los que a mí me interesaban. Cuando quise leer La cabaña del Tío Tom, papá no me lo compró porque decía que era un dramón. Pero mamá me lo dio; en efecto, es un dramón, la historia del sur de Estados Unidos, los recolectores de algodón, la esclavitud, el maltrato de los blancos a los negros, azotes, sangre, muerte. Pero ya podía decidir si me había gustado o no, por qué sí y por qué no, tenía las armas para hablar de ese mundo porque había leído el libro. Un preludio de ese sur que más tarde descubriría en Carson McCullers, Eudora Welty, Truman Capote, Harper Lee, William Faulkner, Flannery O’Connor; encontrar esas voces fue sólo el principio.
¿Qué había en esas historias? ¿Por qué en un país en donde de manera errónea se ha dicho siempre que no se lee yo devoraba libros? Encuentro la respuesta en un cuento: El guardián de las palabras. Es la historia de Richard, un niño que tiene miedo de todo, no sale, no anda en bicicleta, no sube a los árboles. Pero una noche lluviosa, llega a refugiarse al lugar más hermoso del mundo: una biblioteca. Ahí, en ese lugar lleno de libros que sólo están esperando ser abiertos para decirnos algo, conoce al Guardián de las Palabras, un anciano que vagamente nos recuerda a Merlín, quien le revela el secreto mejor guardado del mundo: “Cuando tengas una duda, busca en los libros”. Ahí está la respuesta.
Sin embargo, hay otra pregunta: “¿qué diablos hay en los libros?”, se pregunta Guy Montag, el protagonista de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, que no sólo se plantea la pregunta, sino que también la responde: “Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada”.
O pensemos en el Nombre de la Rosa, para mí los monjes son los hombres más poderosos del mundo. Saben leer, tienen los libros ahí, pero ¿por qué son poderosos? Pues porque el conocimiento nos hace libres, saber leer nos hace libres, los libros nos hacen libres. William de Baskerville lo sabe. Él conoce el poder de los libros, por eso prefiere caer en la trampilla y perder la vida antes que perder los libros. Borges los llamaba “mercancía maravillosa”, y también afirmaba que no podía imaginar un mundo sin libros. Erasmo de Rotterdam decía: “Cuando tengo dinero compro libros, y si me sobra algo, compro ropa y comida”. No hay palabras, el amor por los libros, el amor por la literatura ha estado siempre ahí. El mejor homenaje para un autor es leer su obra, siempre, devoción, fe, salvación, cambio. ¿Qué es lo que cambia cuando leemos? ¿Realmente algo cambia?
Entonces, ¿cómo podemos lograr que la gente lea?, ¿por qué en México no se lee, o no se lee lo suficiente?, ¿de qué depende?, ¿cómo fomentar la lectura y volvernos un país de lectores? Quizá somos pocos los afortunados que desde pequeños tuvimos la formación y el ejemplo. Pero pienso sobre todo en la pasión y el gusto, en el disfrute de la lectura. Marguerite Yourcenar recordaba que, cuando era niña, su padre no la obligaba a leer, ni le daba los libros. Ella simplemente se ponía de puntitas y los bajaba del librero, porque los libros estaban ahí a su alcance, y sólo debía tomarlos. Marguerite Yourcenar fue afortunada, su casa estaba llena de libros, pero ¿qué influyó en ella para tomar esos libros?; el ejemplo, el gusto, la curiosidad, la necesidad de conocer un mundo que no es el nuestro, una realidad que nunca hemos vivido.
Rafael Pérez Gay tiene una frase maravillosa: “Abres una puerta y detrás de ella aparece un mundo… eso… eso es un libro”, la adoro. Sin embargo, hay personas a las que no sólo no les gusta leer, sino que en su vida han abierto un libro. Tengo una teoría: hay personas que son lectoras y aún no lo saben, porque no han dado con el libro adecuado, la historia que les hable hasta lo más profundo de las entrañas y les cambie la vida. Hay quien tiene la dicha de encontrar ese libro, hay quien no, y las formas de llegar son un misterio. A veces el libro te cae del cielo, a veces te golpea como la vida, no importa, a veces llega de la manera más atípica, como al protagonista de La senda del perdedor de Charles Bukowski. Es un chico inadaptado, sin amigos, sin novia, busca libros pornográficos para calmar sus inquietudes adolescentes y de repente le llega un Knock out, de Ernest Hemingway. Entonces, en el capítulo 35, Henry Chinasky declara su amor: “Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte…”.
Después de esto, cualquier lector de Bukowski querrá conocer a Hemingway, y si ya lo leyó, lo volverá a leer y decidirá si comparte el amor de Henry Chinasky. Lo extraordinario es que Bukowsky y Hemingway le presentaran a John Fante, a Knut Hamsun, a Louis Ferdinand Céline, los llamados “escritores malditos”: ¿A cuántos autores hemos llegado?. Estos escritores tienen muchas cosas en común, la más importante son sus lectores, lectores voraces que les dan oxigeno cada vez que los leen. Si bien no a todo el mundo le gustan estos autores, porque hay quien dice que son demasiado sórdidos (demasiada realidad quizá), sin duda cada lector va a encontrar a su autor y a sus libros.
Conozco un lector de José Revueltas que ama Los días terrenales. Y solía decir que se tatuaría el inicio de la novela: “En el principio había sido el Caos, mas de pronto aquel lacerante sortilegio se disipó y la vida se hizo, la atroz vida humana…”. ¡Grandioso! Pero conozco a otro gran lector a quien no le gusta Revueltas porque dice: “Es Revueltas, pero de la cabeza”. Ese contraste entre dos lectores y su gusto o no por un mismo autor se debe a que los libros nos dan ese libre albedrío para aprender, aprehender y decidir sobre lo que nos gusta y lo que no nos gusta; puedes amar autores que son como el blanco y el negro. Cuando Emmanuel Carrère vino a recibir el premio de la FIL Guadalajara, declaró que él amaba a Juan Rulfo, amaba Pedro Páramo y El Llano en Llamas, pero también le gustaba leer a Stephen King. Quizá la diferencia entre ambos autores sea abismal y, aunque no haya ningún lazo entre ellos, los une el amor de Carrère, el lector que los junta en un mismo corazón.
No sólo es ese corazón que late, no sólo es el amor, a veces hay algo más; Antón Chejóv, uno de los cuentistas más amados, decía: “La medicina es mi esposa legítima y la literatura mi amante, cuando me canso de una, paso la noche con la otra”. Chejóv era médico, siempre he pensado que los médicos tienen estrella para la literatura: Mariano Azuela, Manuel Gutiérrez Nájera, Miajil Bulgakov, Louis Ferdinand Céline, William Somerset Maugham, Alfred Döblin; estos autores de diversas latitudes tienen un lazo que nos hace pensar que el talento para la escritura, para contarnos historias, nada tiene que ver con la profesión. Porque la pasión, la necesidad y, a veces, la salvación que la literatura nos da se revela de múltiples maneras; estos autores comparten no sólo la profesión, sino también el amor a la literatura.
Parece que la literatura no sólo salva lectores, a muchos escritores los salvó de la locura, o por lo menos les permitió mantenerse cuerdos por más tiempo; Lacan fue quien impulso a Marguerite Duras a escribir; parafraseándolo, le dijo algo así como: “Tienes mil cosas en el alma que si no las sacas vas a enloquecer. Así que escribe, ¿qué diablos esperas?”. A Marguerite la salvó de muchas cosas, a Virginia Woolf escribir y coser libros le ayudó hasta que ya no pudo más. Los ejemplos son interminables. Una vez me contaron de una chica que cayo en una depresión muy fuerte, casi se suicida, y digo casi porque algo, o mejor dicho, alguien, la salvó; su nombre era Herman Hesse. Luego, ella estudió alemán para poder leerlo en su idioma original, leer al autor que le mostró la luz en medio de esa “profunda oscuridad” y que le salvó la vida. La literatura nos salva, escribir salva; leer también.
Termino este paseo por mis autores y mis libros afirmando que soy lectora porque elegí serlo, desde niña mis padres me enseñaron el camino amarillo y yo llegué a la ciudad Esmeralda, como Dorothy, porque quise llegar. Amo la literatura, nunca me obligaron, antes de saber descifrar las letras me enamoré de las historias; las aventuras me hicieron soñar con otros mundos, otras vidas. Mis libros estuvieron, están y estarán hasta el fin de los tiempos. Encontré mis propias voces, mis autores, libros que leo todos los años, mordiéndome las uñas esperando que quizás esta vez el final cambie, pero ese final es lo que hace que año con año quiera volver a esa historia. Los recuerdos del Porvenir de Elena Garro, Por quien doblan las campanas de Ernest Hemingway, La Sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán, El gato y el ratón de Günter Grass, El tercer hombre de Graham Greene ¿Por qué? Incluso los libros que no me gustaron me han marcado, porque al final ¿quién decide qué es una buena historia? Yo, lectora.
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Motivada por compartir reseñas y experiencias lectoras, Constanza Hernández Careaga publica, desde 2016, videos sobre novelas y cuentos en su canal de Youtube Pentimento. Hospital del alma, que supera los 6000 suscriptores hablando de literatura.
Autora: Constanza Hernández Careaga (Ciudad de México, 1989). Estudió Diseño y Comunicación Visual en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, se especializó en diseño editorial y desde hace cinco años hace libros académicos en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.