Parte I: Exorcismo inicial
—No sé si soy un buen hombre.
Eliseo Alberto
—Entonces lo eres.
La última vez que viajé en avión antes de la pandemia fue a finales de 2019 a Puerto Escondido, para pasar Año Nuevo. Había algo en la contundencia del 20/20, una total claridad con visaje impecable, que nos hacía tener esperanzas por lo que vendría. Ya sabemos que no fue como pensábamos.
Uno de esos días, Mayca, la amiga de mi mamá que lleva más de 40 años viviendo en las costas de Oaxaca, nos llevó a una playa un poco más solitaria con un mar lleno de pequeñas pozas cristalinas. Mis hermanas y yo nos encontrábamos chapoteando en una de ellas cuando vimos a una niña de golpeando y jalando a un pájaro blanco que estaba herido. No lográbamos dimensionar cómo una niña podía hacer algo tan cruel, o qué había que tenido que suceder en su vida para reproducir ese nivel de violencia. Aura no soportó la situación y fue a regañarla. La niña parecía no prestarle atención y permaneció absorta en lo que para ella era un juego. Así que Aura decidió ir con sus padres para decirle lo que estaba haciendo. Sus rostros denotaban que no era para tanto, pero igual decidieron decirle a su hija que parara, más por el coste social que porque lo consideraran realmente algo malo.
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Sólo una vez fui a un curso de verano cuando era niña. No estoy segura del año, pero fue por ahí de 2003, porque había elecciones y recuerdo que todos los niñxs les preguntábamos a nuestros monitores —quienes nos parecían señores, pero probablemente no tenían más de veintiún años— por quién iban a votar. Ellxs sólo respondían “el voto es libre y secreto”. Yo tenía cinco o seis años y el curso fue de Pumitas, en Ciudad Universitaria. No era la clínica de fútbol, sino uno de actividades que iban variando el día. Fuimos al chapoteadero de la Alberca Olímpica y a Six Flags. No puedo evocar mucho más. Pero sí recuerdo un día, que no sé por qué, no estábamos haciendo nada. Era un campo de pasto, tal vez las Islas, pero pudo haber sido otro lugar de C.U. Un amigo que había hecho en el curso estaba fastidiado por el gran número de abejas que revoloteaban a nuestro alrededor. Sacó un par de botellas de plástico sin líquido, las llenó de piedras pequeñas que cupieran por la boquilla y comenzó a cazar abejas. En cuanto encerraba una en la botella, giraba la taparrosca y, simplemente, agitaba la botella. No se necesitaban más de tres segundos. Me invitó a hacerlo y yo accedí.
Lo pienso ahora con bastante dolor. No recuerdo cuántas abejas maté. No quisiera, por un lado, justificarme, queriendo restar el número para restar la culpa. Pero tampoco quisiera creerles completamente a mis percepciones de niña, donde cinco minutos pueden ser una eternidad y tres abejas pueden ser 100. Pensaría que ¿entre cinco y quince?
No tenía forma de saber que las abejas comenzarían a extinguirse y su cuidado se volvería una cuestión central en el debate del cuidado de otros seres. Pero no sé si eso me justifica. Tampoco sé si estoy siendo muy dura conmigo misma.
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Cabe decir que cuando eres una persona que por rasgos o historias de vida normalmente es molestada, tiendes a desarrollar un tipo de sensibilidad. En la primaria algunas de las niñas de nuestra generación éramos muy bulleadas por lxs niñxs de una generación arriba. San Valentín se arruinó varios años porque un niño me escribió una carta anónima diciendo que quería tocarme las chichis (o mi falta de ellas a esa edad) y las nalgas. Ahora me da risa y un poco de pena ajena pensar en un niño de nueve años escribiendo eso. La pasé tan mal a ratos que, por un par de semanas (aunque se sintió como un año) tuve pellejos en las manos, como si me hubiera puesto una capa de Resistol y comenzara a descarapelarla. Antes hacíamos eso contra el aburrimiento. Pero en este caso la capa de pegamento venía de mi propio cuerpo. Me dijeron que era por ansiedad, por nerviosismo, porque no era feliz.
Intento pensar en la niña que era, y no puedo llegar a un retrato conciso que me haga sentirme satisfecha. Supongo que no se trata de eso: a ratos era una niña insoportablemente llorona, a veces empática, bastante masculina, ñoña (ñoñísima), mala para tolerar la frustración, buena para las habilidades corporales. Pero al final es mi narrativa. Mi mamá tendrá otra. Mis amigas de la primaria también. Y es que la memoria es tan selectiva… Podría creer la narración de ser más oprimida que opresora, pero…
Recuerdo haberle dejado de hablar a Natalia en tercero de primaria sólo por el hecho de que se había ido un año a Saltillo y era extraño que volviera. La condenamos al ostracismo, lo que creo que fue sólo unos días (aunque se sintió como dos meses) a pesar de saber que ella la había pasado muy mal y sus papás estaban por divorciarse. Pero me dijeron que tenía que ser así y yo accedí.
Dejando un momento de lado los instantes donde “yo acepté”, recuerdo un día, en el taller de teatro, como a los diez años, cuando nos pidieron hacer un círculo grande y tomarnos de la mano. El chico que estaba al lado de mí era una generación más grande, pero, contrario a los que me molestaban, él era bastante bulleado. ¿Y por qué? Porque era gordo. Era muy buena onda, pero en ese tiempo eso no representaba una virtud que pudiera borrar un hecho tan evidente como ser gordo. Hace unas semanas, platicaba con unas amigas que el problema del clasismo y otros tantos sistemas de opresión en México son difíciles de detectar porque no son explícitos, sólo se traduce de una forma: aislar, sentir aversión, no querer cerca a alguien. De niña, yo recuerdo relacionar ser gordo con el mal olor, con la sudoración excesiva (y eso como algo malo, aunque yo tengo), con el mal cuidado de uno mismo. Y esto tiene que ver, completamente, con que nunca fui una niña gorda y mis reflexiones posteriores al respecto no están atravesadas como sí lo están, por ejemplo, con ser morena.
Volviendo al taller de teatro, el niño estaba al lado de mí y yo no quise tomarle la mano. Sentía repulsión. Quiero agregar, sin justificarme, que en general siempre había un pudor por tomar la mano de una persona y más del sexo opuesto (porque la socialización heterosexual ya estaba más que asentada). Pero esta vez era diferente. De verdad no quería. Puedo aún sentir, más que repulsión, pena de que me fueran a molestar con él si le tomaba la mano. Recuerdo entonces que la maestra me regañó enfrente de todos, y me dijo algo así como “¿Quién te crees? ¿Lady Di? Aquí vienes a colaborar y no a ser payasa con tus compañeros”. Me sentí avergonzada y enojada, pero no sabía si era porque me había regañado en público o porque tenía razón. Lo que sí no pensé, y pienso ahora, es en qué habrá pasado por la mente de mi compañero. Probablemente la pasó peor que yo sin siquiera haber hecho nada para merecer lo que sucedió. Fue un protagonista a su pesar. Tal vez sintió culpa. Ojalá que no. Pero sé que fue así, o por lo menos ése es mi recuerdo de su cara. Le tomé la mano. Quiero pensar que el ejercicio fluyó sin el exabrupto que causé al inicio, pero no estoy segura.
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“Todos guardamos una lista en lo más hondo de nuestro ser, una lista con cada injusticia, cada humillación, cada momento en que nos dejaron con las manos atadas y, en lugar de plantarnos y alzar la voz, no hicimos nada”.[1]
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¿Qué puedo decir de la secundaria? Un nido de hostilidad. Una cadena alimenticia. Una campal para construir tu identidad. Comer o ser comido como acciones intercambiables. A riesgo de poder redactar un informe de todas las veces que me sentí humillada o sobajada, me remito a una vez que abiertamente yo humillé y sobajé. Es un recuerdo más oculto. Y probablemente hay más, pero es inevitable realizar actos de manipulación de la memoria, por todo aquello que de tanto negar terminamos suprimiendo.
2011. En mi escuela había temporadas de torneos de fútbol mixtos. Y en ese momento, no sé por qué era importante para toda la comunidad. La final, en horario de clase, fue contra un equipo de un grado abajo, con quienes teníamos una enemistad férrea (muy al estilo América-Chivas). Una semana antes, un sábado, en un partido de la semifinal, un amigo de nuestro equipo, comenzó a gritar que uno de los jugadores “era niña”. Lo repitió varias veces e incluso había una tonadita musicalizada: La-la-la es niña, La-la-la es niña… No fue una burla muy original, y además venía de que el nombre de ese equipo era Bad boys one girl. De ahí el lugar común de utilizar la palabra niña como sinónimo de débil, inferior, emasculado, esas cosas. Yo me reí junto a mi equipo en las bancas. Pensé que se iba a quedar así, pero no fue el caso. En la final, me quedó claro que éramos los favoritos, porque casi toda la escuela cantaba la misma tonada. Hombres y mujeres. Tenía la sonoridad de un estadio repleto. Yo me abrumé, y no recuerdo si me seguía pareciendo gracioso mientras jugaba. Seguramente sí, pero tampoco lo pensé mucho porque estaba muy nerviosa. Lo que no sé es qué sintió el jugador en ese momento, incluso ahora. El episodio, más que básico, suena inverosímil ahora, pero es que, en realidad —y a veces nos cuesta reconocerlo— así era en ese momento, no tan lejano de nuestra actualidad.
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“Y olvidamos también que otros guardan listas en las que aparecen las cosas que nosotras les hemos hecho. Personas de otras razas, de otros países, otros países, otras sexualidades: todas ellas han tenido que vérselas con nuestra estúpida falta de consideración, con aquella tontería que dijimos o escribimos, aquel empujón que les pegamos, o puede que simplemente con nuestra forma de mirarlas, como esperando que manifestasen alguna clase de comportamiento».
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A los quince años tuve mi primer novio “formal“. Nos queríamos mucho. Sobre todo, él era muy bueno demostrándolo. Yo era muy mala respondiendo a ese cariño. No sabía cómo. El problema, como casi todo a esa edad, es que había muchas cosas que no entendía o que me rebasaban. Todo era muy nuevo para mí y no sabía qué implicaba tener una relación con alguien y lo mucho que debes poner de tu parte. Pero la mayor parte del tiempo nos divertíamos y nos compartíamos música. Fue la primera persona que me regaló un libro con dedicatoria en la primera página.
Un día íbamos caminando hacia el centro de Coyoacán. Nos dirigíamos hacia un restaurante de fondue a celebrar tres meses de novios. No puedo evocar qué fue lo que hizo o dijo —y qué bueno—, pero me enfadé muchísimo con él y me exasperé. Me quedé callada un rato y después comenzó a hablar del Museo de la Memoria. Entonces, sin darme cuenta, ya estaba hablando. Dije algo parecido a lo siguiente:
—Yo no justifico el Holocausto, pero puedo entender por qué sucedió. Los judíos eran muy secretivos y parecía que estaban conspirando. Generaban sospechas.
Se frenó en seco. Al principio entrecerró los ojos preguntándose si había entendido bien, tal vez esperando que no hubiera dicho lo que dije. Me vio sin dar crédito, y después… No recuerdo bien. Creo que me dijo que no estaba de acuerdo y peleamos un poco, pero en realidad lo que sí tengo presente es que él estaba muy triste. Ese tipo de tristeza cuando alguien que quieres te decepciona mucho. Así que estaba demasiado desgastado para darme batalla.
La verdad es que no creía lo que dije. Era el comentario de alguien más que había escuchado quién sabe dónde. Sólo lo reproduje. No era una postura personal. Pero quería lastimarlo con algo que supiera que lo iba a dañar. No sé si era peor creerlo o eso.
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“Nuestra presencia en las listas ajenas debería ayudarnos a distinguir entre un comportamiento desconsiderado y un comportamiento malicioso y perverso. Hay una diferencia enorme. Si en un momento pensamos, hablamos o nos comportamos de un modo, por ejemplo, racista y luego analizamos ese periodo de buen grado, sin negarlo ni ignorarlo, puede que consigamos entender de dónde salen esas carencias.
¿A qué viene esa estúpida idea racista? ¿Es la pura expresión de lo que pensamos o creemos en realidad de esa persona y del grupo al que pertenece? ¿O es que recibimos una influencia tan grande de la sociedad y de los medios (fundamental e institucionalmente racistas, homófobos, xenófobos y sexistas) que hay rincones de nuestra mente que no tenemos controlados y en los que esta influencia se ha estado propagando inadvertida? Ocultamos estos momentos porque nos avergüenzan, con razón, y porque sabemos adónde pueden llevar. Fingir que no existen nos permite erigirnos en jueces de aquellos que tal vez no tengan tanto control sobre sus regiones más oscuras».
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La lista podría extenderse: toda mi adolescencia, en vez de admitir que una mujer me hacía sentir celosa o insegura (acá también se pueden cuestionar las estructuras que me generaban celos o inseguridad), decía que era tonta; alguna vez concordé con una amiga que decía que las lesbianas eran mujeres a quien ningún hombre les había hecho caso. Escuché varias veces que quién era el «hombre» y quien era la «mujer» en una relación homosexual. Un largo y penoso etcétera.
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Probablemente el último momento de mi vida por el que siento vergüenza y cringe en la clasificación “situaciones que te acosan a las tres de la mañana” fue éste: en 2016, cuando era militante feminista en la universidad y tenía mi periodo de mayor enojo hacia los hombres, critiqué un evento realizado por chicas menores de edad por hacer un círculo de mujeres y otro de hombres. Les dije que un círculo de hombres era una estupidez complaciente y que en todo caso tendría que haber vigilancia de alguna mujer para que no se volviera un espacio de condescendencia y de autoaplauso. No fue mi intención, pero pareció como si sólo hubiera querido romper su planeación en un espacio que ni siquiera me correspondía. Sobra decir que ya no pienso así, y que, de hecho, con sensatez y condiciones, un espacio de diálogo entre hombres es de las cosas más urgentes y necesarias en estos momentos.
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Pienso ahora que, si alguien hiciera una síntesis de lo que acabo de escribir y se lo platicara a otra persona en forma de lista o chisme, sería suficiente para que ese alguien me considere una terrible persona. ¿Matar abejas de niña? Suena a alguien que podría ser psicópata en unos años como en Tenemos que hablar de Kevin. ¿Una niña gordofóbica? Inexcusable. ¿Una adolescente antisemita? Seguro sus padres son gente indeseable. Pero lo cierto es que mis padres se esforzaron en criarme de la mejor forma que pudieron y no me considero una mala persona, si podemos hablar en esos términos. De hecho, a veces peco de juzgona, y de ostentar una superioridad moral en algunos ámbitos sociales. No lo digo como algo bueno. Por otro lado, son buenísima para convocar la culpa y pido perdón todo el tiempo. Tampoco lo digo como algo bueno.
Todas las situaciones enunciadas me persiguen. Me avergüenzan. Y contrario a lo que alegan varios hombres que han tenido denuncias por acoso, sí me definen. Lo que sí, es que soy más que eso, no en el sentido de “no soy eso” sino, literalmente, de sumar pedazos de mi vida. Así como enumeré algunos momentos de mi historia, hay otros miles que no terminarían de abarcar la complejidad de mi persona. O mejor aún, esas situaciones me han hecho cambiar y replantearme quién soy al pasar de los años. Tal vez no sea suficiente para la gente que lastimé, pero sería imposible para mí detenerme y autoflagelarme con cada cosa mala que he hecho.
Lo que atestiguamos del otro es una pequeña imagen. Y con esto no quiero justificar a las personas que hacen cosas terribles, ni tampoco creo que todos deberíamos llevarnos bien y hacer un pastel de arcoíris y sonrisas para que todos lo comamos y seamos felices. Me considero una persona a la que no le cae bien mucha gente —y una que no le agrada a mucha gente, supongo—, y muchas veces por razones de menor peso que las que describí aquí. O porque me lastimaron directamente, o porque sucedieron en edad adulta. Esa pequeña imagen de alguien puede ser una sinécdoque y significar todo para nosotrxs. No todxs estamos hechos para congeniar, por la razón que sea, y eso también está bien. Lo que creo que valdría la pena rescatar es la complejidad de cada persona en su individualidad, y la dificultad para permear y agrietar las estructuras que nos hacen decir algo completamente hiriente o a todas miras imbécil. Ensañarnos demasiado, más que bueno o malo, es cansado.
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“Esto no equivale a decir que las personas no seamos responsables de nuestros momentos de odio y perjuicio. Lo somos. Es nuestra labor […] desvivirnos por examinar y entender esta influencia y luego socavar su poder por medio de la educación, consumiendo la cultura producida por otros grupos, escuchando a los demás y, por encima de todo, practicando la empatía. Comprender nuestras propias debilidades debería ayudarnos a entender que el núcleo de la misoginia (y del racismo, la homofobia, etcétera) no reside en el corazón del individuo, sino en la forma en que está estructurada la sociedad. Deberíamos ser conscientes de que perseguir la misoginia persona a persona es más o menos tan efectivo como que alguien nos critique por nuestros prejuicios ocultos. Poco importa cuánto nos esforcemos por purgarnos, el núcleo seguirá ahí hasta que las que estemos dispuestas a luchar desplacemos el foco de la distracción a la fuente.”
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Considero también las particularidades temporales y de contexto. En mi generación (gente nacida a finales del milenio) nos las damos de progresistas y deconstruidos, olvidando —y con razón— que hasta hace muy poco, cometimos o fuimos testigos de comentarios, acciones y momentos francamente aberrantes. Siempre digo esto: meses antes de 2016, ni siquiera era una posibilidad decirle a tu mejor amiga que un hombre en la calle te había chiflado. Muchas veces no teníamos la capacidad o la entereza de enfrentar a una persona que había dicho algo racista, y, todavía más complicado, en ocasiones ni siquiera podíamos identificar que un comentario estuviera siéndolo. Podría verse como una “ventaja” haber sido tan ignorantes respecto a tantas cosas y haber tenido la oportunidad de desbaratar todo y usar la carta de “es que eso yo no lo sabía y mi contexto sociopolítico no me daba para conocer algo mejor y saber que estaba mal”, pero sobre todo lo vivo con pesar debido a lo que ahora sé y a cómo actué en retrospectiva.
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Repasar los errores propios. Dejar ir, pero analizar. Sin autopercusión pero sin autocondescendencia. Reconociendo las lagunas, pero sin eludir selectivamente algo que nos deja mal paradxs. Porque hay que reconocer, que en esta cultura de narrar la mejor versión-impoluta-deconstruida de nosotrxs mismxs en redes sociales, nadie quiere ser el opresor. Pero vale la pena pensar cuándo lo hemos sido, para comprender mejor a qué nos estamos enfrentando, si nosotrxs mismxs en nuestra individualidad somos parte de ello. No sé si, por ejemplo, la chica que realizó una publicación señalando a otra chica que en un video hablaba de estándares de belleza y en la prepa la había body-shameado, recuerde que me dedicó un par de tuits burlándose de mi nariz. No creo que ella sepa que yo sé esto, porque no tengo Twitter y una amiga me pasó los comentarios hace muchos años. Ni me interesa reprochárselo. De hecho, ahora me cae bien y creo que es mucho más que esos dos tuits, pero me interesaba esa historia para ejemplificar las redes de acusaciones en las que podemos caer pasando por alto las cosas que también hemos hecho. Hace poco, leí una novela de Ayọ̀bámi Adébáyọ̀ en donde un personaje menciona: “A veces vemos paja en el ojo ajeno pero no la viga en el nuestro”. Con esto no quiero decir que por haber cometido errores no podamos señalar los de los demás, ni que no haya reclamos legítimos, pero a lo que voy es que vale la pena recodar, sobre todo en el ámbito de comentarios-que-refuerzan-las-hegemonías, que todos cometemos errores. Es verdad que esos errores casi siempre lastiman y hieren a otras personas, por eso la idea es siempre intentar cometer, cada vez menos, ese tipo de desaciertos.
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Todxs tenemos el derecho de crecer.
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Escribo teniendo en mente a las personas o seres particulares de cada historia. El niño del taller de teatro, que ahora es más grande que yo, se borró del mapa. Rezo porque no recuerde, como yo, lo que le hice pasar. Lo más seguro es que no, pero me parece probable que ese evento se haya vuelto parte de un catálogo borroso de “aprendizajes dolorosos que reafirman que hay cuerpos que no son aceptables”. Porque así funciona.
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Me alegra que, diez años después, me lleve bien con el muchacho al que le gritaron que “era una niña”, a diferencia de quienes constituían mi equipo de fútbol, con quienes ya no hablo. Y esto nadie más que yo lo recuerda, pero me da tranquilidad en el presente: perdimos esa final.
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Natalia es de mis mejores amigas en la vida.
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En 2016, sin haber hablado quizá en un par de años, Nico me invitó a una obra de teatro en la que salía. Era una producción autobiográfica de su tía sobre las historias de vida de su familia, atravesadas por la guerra, los campos de concentración, la dictadura argentina, el exilio y la desaparición. No recuerdo mucho del orden de los diálogos, las grabaciones y las imágenes, pero sí recuerdo esto: todo oscuro. Una luz alumbrando sólo a Nicolás. Nicolás cantando en yiddish, la lengua de sus ancestros, sin ningún instrumento más que su voz. No entender nada, pero dejar caer lágrimas sin enjugar. Caminar por la calle en silencio. Un mensaje muy largo de disculpa, cuatro años después. Y el perdón.
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En 2018 decidí hacer un trabajo final sobre español sefardí para la materia de Lingüística 2. Fui al Centro de Documentación e Investigación Judío de México. Estudié un poco sobre la asimilación y evolución de las palabras, en esa sinagoga que es ahora una hermosa biblioteca. Descubrí por accidente en esas fechas, leyendo el acta de nacimiento de mi abuela, como si algo se hubiera conjurado, que el apellido materno de mi bisabuela era Salomón.
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¿Pero qué sucede con aquello que es (o tiene posibilidad de ser) imperdonable? ¿Qué pasa con comprometer la integridad de una persona?
[1] Todas las citas son del libro Por qué no soy feminista (2017, editorial Lince) de Jessa Cripsin, páginas 85-87.