El miedo es uno de los mecanismos esenciales de supervivencia. La piel erizada, la respiración agitada, todos los sentidos exaltados y un sudor frío recorriendo la espalda. El pánico ha tomado control de nuestro cuerpo. En momentos de riesgo inminente o de peligro tangible el instinto de supervivencia nos arroja al estado de alerta máximo. Todos los músculos en tensión y la mente al borde de una reacción, balanceándose entre huir o luchar por sobrevivir.
Todas estas reacciones físicas se desencadenan como una respuesta ante el peligro y van ligadas a situaciones de estrés y ansiedad. Entonces, ¿por qué una de las categorías cinematográficas más taquilleras de la historia es la del terror y el suspenso? ¿Por qué se vuelve algo placentero el generar de forma “artificial” una experiencia horrorizante?
De la misma forma que quienes practican deportes de alto riesgo para experimentar el subidón de adrenalina, los “adictos al terror” experimentan episodios de miedo para generar cortisol, una hormona que sube el nivel de energía y aumenta la cantidad de azúcar en la sangre para preparar al cuerpo en la respuesta ante alguna amenaza. Esto último explicaría el porqué del éxito de las películas de terror en las salas de cine, pero nos conduce a una pregunta un tanto más difícil de contestar. ¿Qué es lo que logra aterrorizarnos al momento de estar viendo la película?
Sin lugar a dudas un excelente guión, una buena actuación y un buen maquillaje pueden ser elementos fundamentales para lograr que el temor se cuele entre las butacas, pero ¿alguna vez has probado ver una película de terror sin sonido? ¿A qué se debe que la experiencia del miedo cinematográfico quede sesgada al momento de omitir la parte sonora?
Esto es porque, al contrario de lo que podríamos pensar, el sentido que está más arraigado al terror es justo el oído.
El miedo innato: los sonidos inquietantes
A principios del siglo XX el médico austriaco Ernst Moro descubrió que el único miedo completamente innato en el ser humano, además del miedo a caer, es el miedo a los ruidos fuertes. Este reflejo instintivo, bautizado con el apellido del médico, se presenta en los bebés recién nacidos cuando son expuestos a sonidos intensos. Este reflejo, a pesar de que deja de ser automático a partir de los cinco meses de vida, queda anclado de forma latente en el ser humano a lo largo de toda su vida.
La reacción física a determinado tipo de sonidos es uno de los principales recursos empleados en la industria cinematográfica para asustar al espectador. El jump scare, la irrupción de algún elemento visual acompañado de un ruido fuerte, es el recurso más básico de ellos; sin embargo, no es el único fenómeno acústico que está asociado directamente con el miedo.
En los primeros tratados acerca de los sistemas musicales de la Edad Media estaba prohibido el uso del tritono, un intervalo musical disonante rechazado en aquel momento por la incomodidad auditiva que provocaba el escucharlo. El estigma que cargaba dicho intervalo fue tal que incluso se le designó con el nombre de diabolus in musica, “el diablo en la música”, puesto que se sostenía que su sonoridad siniestra provenía de lo maligno.
La incomodidad física que desatan determinados tipos de sonidos debido a la disonancia o a la propia frecuencia que los conforman ha sido usada constantemente para representar ambientes lúgubres y siniestros, por lo que mucha de la música de terror está plagada de sonidos o muy agudos o muy graves, así como de intervalos y acordes disonantes con segundas menores, séptimas mayores y, por supuesto, con el “tritono del diablo”.
Esta intención por explorar el efecto físico que detonan los sonidos ha desembocado en la implementación de drones en la música cinematográfica, el uso de sonidos creados de forma artificial que mediante frecuencias constantes buscan sumergir al escucha en un ambiente determinado. Muchas de las bandas sonoras de películas de terror actuales emplean esta técnica para generar ese clima de tensión que somete las emociones de los asistentes frente a la pantalla.
El miedo construido: sonidos del imaginario colectivo
Para ejemplificar el siguiente punto te propongo algo. Mira el inicio del siguiente video. Seguramente conocerás la música, pero intenta escucharla como si no fuera así.
Sí, es el tema principal de El exorcista (1973), un hito del cine de terror. El tema principal de esta película realmente se originó como el track inicial de un disco de rock progresivo compuesto por Mike Oldfield, que por fortuna terminó en los oídos del director de la película. La música en sí, aunque sumamente expresiva, no imprime la atmósfera de una posesión demoníaca tal y como se ha ido construyendo en torno a ella con el paso de las décadas, hasta consolidarla como uno de los temas más icónicos del género.
Lo anterior ejemplifica la manera en que muchos tópicos y recursos vinculados al miedo, más allá de estar anclados a una respuesta física natural, responden a una reacción aprendida de forma cultural. Así, existen una enorme cantidad de construcciones depositadas en el imaginario colectivo que irremediablemente remiten a un significado aterrador que se ha ido conformando durante siglos. Ya sea en el empleo de temas como el Dies Irae –un canto gregoriano del siglo XIII del que ya hemos hablado anteriormente–, existen incontables lineas melódicas que se han vuelto un sinónimo de muerte, horror y catástrofe y que han sido empleadas en películas que van desde El resplandor (1980) de Kubrick hasta El rey león (1994) de Disney.
Por otro lado, existen muchos referentes musicales que han derivado de fobias y miedos generalizados, como el miedo a los payasos, por lo que la inclusión de música o sonidos que recuerden a ellos –como la música de un carrusel– remitirá inmediatamente al espectador a dicha fobia, causando un efecto sobrecogedor.
E incluso más allá de eso. El cine y los medios audiovisuales en general se han encargado de construir todo un imaginario en torno a ciertos tópicos que no deberían aterrar, sino todo lo contrario. Uno de los más claros es el que se ha generado alrededor de las canciones de cuna. ¿Por qué una canción destinada a tranquilizar puede generar el efecto completamente opuesto? Esto se debe a que durante décadas hemos estado expuestos al tópico de lo infantil terrorífico gracias al género del cine paranormal, por lo que dentro de dichos contextos una canción de cuna puede provocar escalofríos. El contraste entre una imagen tétrica y una música cándida nos sumerge en una especie de ambiente extraño e inquietante que es sumamente efectivo en el cine.
Todas estas ideas musicales se han ido consolidando a lo largo de los años, replicando aquellas que tuvieron un fuerte impacto en el público y generando, poco a poco, lo que conocemos como clichés.
Uno de los más famosos, y que además enmarcó el inicio de toda una época, fue el de la banda sonora compuesta por Bernard Herrmann para Psycho (1960), de Alfred Hitchcock. La mítica escena de la regadera fue la primera en donde se emplearon los agudos violines desgarrados para acompañar la escena de un asesinato a apuñaladas. Este recurso tuvo un efecto tan demoledor para el público que hasta la década de los ochenta se siguió replicando en el subgénero del slasher.
El miedo narrativo: relatando el horror
Pero más allá de solamente acompañar, la música cinematográfica siempre tiene cierto carácter narrativo que magnifica el relato de la historia al espectador.
Así como pudimos escuchar en la escena de Psycho, en donde las arcadas de los violines narran el cuchillo atravesando la piel de Marion Crane, muchos compositores cinematográficos han profundizado en la función de la écfrasis musical.
En estos términos, una de las mejores películas que han logrado llevar toda una narración mediante la banda sonora es Jaws (1975), dirigida por Spielberg y con música de John Williams. El tema que representa al enorme tiburón está desarrollado únicamente sobre dos notas que se alternan entre sí, cada vez más rápidas. Esas dos notas podrían representar perfectamente tanto los latidos de un corazón como una respiración acelerada, ambos fruto de un miedo que se va acrecentando poco a poco.
Narrativamente, el miedo aumenta por la propia expectación que genera la presencia velada de un ente que puede atacar de un momento a otro. Ese fenómeno de jugar con la expectativa de quien está frente a la pantalla es lo que hace tan eficiente el manejo de la narrativa musical, puesto que ya no sólo la música en sí misma, sino la ausencia de ella –como en la escena final de la película–, es capaz de expandir el hilo narrativo que conduce cada ataque del escualo gigante.
La búsqueda por encontrar nuevas dimensiones desde donde narrar el terror a partir del lenguaje sonoro ha conducido a los productores a experimentar mediante el diseño de sonidos cada vez más contundentes, a través de los efectos Foley o incluso con la creación de aparatos para generar sonidos escalofriantes como la apprehension engine.
Todos los mecanismos que hemos revisado pueden trastocar una escena para hacerla pasar de lo más inocente a lo más aterrorizante solamente a través del impacto generado por los sonidos. La banda sonora puede ser tan importante como cualquier otro elemento en pantalla y puede ser justo el responsable, ya no sólo de que una película llene las butacas dentro de una sala de cine, sino de que el miedo carcoma a sus espectadores mucho más allá de la duración del metraje. El miedo sonoro es algo tan visceral que se quedará depositado por mucho más tiempo, a través de cada generación que haya pasado más de una noche en vela, presa del recuerdo de aquella película que les decapitó el sueño.