La secuencia inicial de La última vida de Simon (Léo Karmann, 2020) nos transporta a la infancia idílica según Hollywood: las luces de una feria, el algodón de azúcar, una melodía bella pero melancólica. Sin embargo, algo desentona en el escenario: no hay nadie, a excepción de un feriante que se dispone a cerrar y un misterioso hombre adulto. Algo no encaja. En la siguiente escena, cuando este hombre se transforma en un niño, descubrimos que no nos encontramos ante una película cualquiera.
Esta es la historia de Simon, un huérfano con la habilidad de transformarse en cualquier persona a la que haya tocado. Pero al más puro estilo del realismo mágico, poco interesa contar los orígenes de tales poderes, sino cómo estos afectan a sus personajes. Mientras que las superproducciones de Hollywood nos tienen acostumbrados a justificar todo elemento de fantasía, La última vida de Simon acepta la peculiaridad de su protagonista y se centra en los efectos que puede tener en él. Aunque a priori una bendición, el poder de cambiar la propia apariencia condena a Simon, un niño dispuesto a dar cualquier cosa por ser amado. ¿Hasta dónde podría llegar alguien en su situación por recibir el amor de una familia? ¿Cómo alteraría un trágico accidente el destino de esta persona?
Así pues, podemos definir La última vida de Simon como un cuento moderno sobre el amor. Amor a la vida, amor romántico, fraternal; pero, por encima de todo, amor a uno mismo. Los preciosos paisajes de la Bretaña se convierten en el escenario de tan especial oda a la condición humana.
Muchos han destacado la naturaleza híbrida del filme, tan cercana a las producciones de la Amblin como al cine coreano. Si bien la inspiración en clásicos de los ochenta tales como E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982) es innegable, La última vida de Simon no se define con base en un solo género. Lo que comienza como un entrañable drama con tintes de ciencia ficción acaba en una trepidante historia de acción, pasando por el thriller y el coming of age. Una apuesta arriesgada pero efectiva gracias al poder de sus personajes, cautivadores desde el primer momento.
El trabajo actoral es remarcable. Simon, capaz de transformarse en tanta gente, es fruto de la coordinación entre varios actores para funcionar como uno solo. Merecen especial atención Benjamin Voisin y Martin Karmann, las dos caras más visibles de Simon, cuyo talento brilla en la escena del espejo. Camille Claris, por su lado, ofrece la cruda interpretación de alguien deseoso, por encima de todo, de vivir.
Ahora bien, citando a su director, Léo Karmann, el peso de una película jamás debe recaer únicamente en sus actores. Karmann y su equipo cuidan cada detalle que hace al filme. La banda sonora sabe tanto transportarnos a una infancia idílica como ponernos en tensión cuando es necesario. La fotografía arriesga y acierta apostando por un uso de la luz simbólico antes que naturalista. Así pues, actuación, música y color se convierten en uno solo para transmitir los sentimientos de sus protagonistas.
La última vida de Simon es una lograda ópera prima conmovedora a todas las edades, como bien demuestra el éxito cosechado en los festivales de esta temporada. Tanto Karmann (director) como Sabrina B. Karine (guionista), la han definido como un intento de recuperar el género fantástico en Francia, antaño a la vanguardia con directores como Mélies o Cocteau. Parece que han logrado su cometido.