De modo casi natural, los piratas se organizan, se constituyen en asociaciones, clanes, bandas. Se inventan reglas de convivencia, establecen un código particular (honor, igualdad y soberanía son sus baluartes). Fundan repúblicas clandestinas, islas de la camaradería.
Vivian Abenshushan
“Quien no haya leído un libro en pdf que tire la primera piedra”, leí por ahí en la compartidera de opiniones que se aceleró recientemente en Twitter, a causa de la pandemia mundial que nos mantiene en casa tecleando. El contexto: un debate en auge acerca de los derechos de autor versus todas aquellas prácticas editoriales que se desparraman y fugan de las lógicas de lo legal y las licencias restrictivas hegemónicas que hoy en día operan.
Pienso entonces, inmediatamente, en los circuitos que logran escapar de aquel proceso privativo/prohibicionista. Me remito a todas las veces que en la universidad me proporcionaron libros o fragmentos de texto por medio de pdfs, el olor a tinta de las fotocopias, el trabajo de escanear, fotografiar o descargar de sitios de internet textos que alguna vez no pude costear. Libros que llegaron a mí de formas siempre diversas y nobles, a pesar de no estar pensadas para su fácil acceso.
Asimismo, le doy lugar a los libros que de la manera más ingenua (o no) se prestan. A las horas pasadas en la biblioteca, y a todos esos libros que se pagaron una sola vez , pero se leyeron cientos de veces. Una circulación de textos “parasitaria”. Parasitaria en tanto organismo que vive a costa de otro, alimentándose de él y “depauperándolo”, sin llegar propiamente a matarlo.
¿Acaso hablamos de una enfermedad? El discurso del autor precarizado viene sin remedio a mi mente. ¿Será que consumir piratería o textos con licencias libres enferma las prácticas editoriales y “depaupera” la remuneración económica de los los autores que tanto me han enseñado?
Es cierto que las prácticas editoriales se muestran cada vez más depredadoras, que el temor y horror a dedicarse a las letras yace desde un imaginario ya bien aprendido y romantizado del suplicio, que tristemente no es del todo falso. Sin embargo, pareciera una especie de engaño muy bien estructurado y logrado el hacernos creer que si la labor del escritor es precarizada se debe, irónicamente, a sus lectores.
La figura jurídica del “copyright” o derechos reservados ha impuesto sus límites para que las letras no lleguen a todos y para que el lucro de las letras que sí son comercializadas beneficie más a los grandes monopolios, que a los propios escritores que buscan (sobre)vivir de sus textos.
Por lo mismo, la visibilidad de nuevas y pequeñas editoriales independientes o autores emergentes queda muchas veces sepultada bajo el gran monstruo comercial de las editoriales ya consolidadas, que lucran generando una escasez artificial de los productos culturales, ya que estos son muy fáciles de reproducir.
En la escasez artificial de productos culturales subyace la ley de la oferta y la demanda: el poder comercializar productos culturales muy por encima de su valor.
NODO50, 2012
Siguiendo los rastros del origen de la licencia copyright que podemos apreciar en la mayoría de los libros a nuestro alcance, el crecimiento exacerbado de la industria, el surgimiento de una conciencia burguesa de los individuos y la propiedad privada hicieron “necesarios” los derechos de autor basados en la lógica mercantil capitalista.
Pero como todo método de control, siempre existen las fugas y los desvíos. La regla que no se cumple o se rompe. Por ejemplo, el inicio de un movimiento de cultura libre acrecentado y beneficiado de la tecnología de las redes digitales y el internet; por ejemplo, licencias libres como Creative Commons, que opera ofreciendo al autor mayor autonomía para otorgar permiso al público de compartir y usar el trabajo creativo bajo los términos y condiciones de su elección, es decir “algunos derechos reservados”.
Otra opción es el copyleft que se refiere al libre uso y distribución de una obra sin fines de lucro, exigiendo que los concesionarios preserven las mismas libertades al distribuir sus copias y derivados. Dichas licencias subvierten, se interponen y escapan de la prohibición generando otras posibilidades de circulación.
El miedo latente de que si se comparte indistintamente, el libro como objeto físico pierde valor y su potencial de consumo, pudiera asemejarse a aquellos tiempos en que equívocamente creíamos que la llegada de la televisión sustituiría a la radio, o que la prensa y portales digitales aniquilarían la impresión de periódicos, revistas y libros. Una realidad es que los autores (la mayoría) no viven íntegramente de las regalías de sus publicaciones, sino de su denominación de autor y fama que les conduce a otras actividades remuneradas como conferencias, talleres y demás prácticas autogestivas.
El valor del libro como objeto fetiche se sigue consumiendo a pesar de lo digital, pero quien percibe la capacidad económica para comprar un libro, lo hará. Quien no, por otro lado, conseguirá una copia. En otro escenario, quien dude del valor de un texto y se aproxime a él por medio de un pdf o copia digital, y verdaderamente guste de él, es muy probable que se conduzca a comprarlo físicamente o a recomendarlo en su caso, lo cual por contrario a lo que se argumenta, incrementaría la circulación y consumo del producto finalmente.
Quien lee los textos ya sea por compra física, por tomarlo prestado, por ir a una biblioteca o por descargarlo de las redes, está ayudando a que los textos circulen y cumplan su camino: ser leídos.
Las licencias libres son a todas luces un símbolo potente de otras posibilidades de publicación que requieren ser vistas y consideradas. Sin embargo, otro fenómeno aún más viejo e incómodo, también se asoma en la lucha por la cultura libre: la piratería.
Me resuenan en la cabeza las palabras de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (que no hubiera podido leer si no me hubiesen compartido el libro digitalizado) en donde habla sobre la desapropiación, que significa literalmente desposeerse sobre el dominio de lo propio, renunciar a lo que se posee. Pensar en la desposesión señala no sólo el objeto, sino la relación desigual que hace posible la posesión en primer lugar.
Pienso la piratería como una forma de desposesión y resistencia, una manera mal hablada, mal vista y mal entendida en esencia, para generar esas formas otras en que el conocimiento se descentralice y se convierta en algo socializado. Algo común. La figura del hacker o pirata digital, se nos presenta entonces como un modelo de resistencia política que podemos tomar como inspiración.
Los piratas son los primeros punks, los primeros desobedientes, los primeros anarquistas. Blasfeman, no pagan impuestos, violentan a los Estados, defienden todo tipo de causas perdidas. Son la antisociedad, los transgresores de las leyes del mar.
VIVIAN ABENSHUSHAN, Escritos para desocupados, 2013
Entre ellos (los piratas) se evita la concentración del poder y se generan zonas liberadas donde el botín puede repartirse en partes iguales. Pensar entonces a las palabras como un tesoro (botín), uno que pierde su valor si no es común, me lleva a la idea de que las palabras en esencia deben ser como parásitos, que no implican a fuerza enfermedad y muerte, sino por el contrario, multiplicidad, contagio y afección.
Una reflexión a seguir es: ¿Cómo romper el dispositivo de libro sacralizado? Cómo desestabilizar a los grandes monopolios y crear dispositivos que permitan la distribución y redistribución de las palabras como postura de resistencia política ante la precariedad que la industria editorial provoca, a expensas tanto de escritores como lectores.
Hemos de imaginar, por qué no, otro mundo posible, en donde más que barreras y propiedad privada, discutamos y practiquemos más la potencia de la compartencia, el libre acceso, la comunalidad y la responsabilidad que consigo conllevan.
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Autora: Val Cepeda. Egresada de Periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Trabaja con el lenguaje, escrituras comunitarias y desapropiación.