Tal vez ahora las calles nos resulten un tanto ajenas, pero en tiempos de normalidad —si es que eso alguna vez existió— el espacio público formaba parte de nuestros viajes diarios al trabajo, a la escuela, al mercado o al parque. En nuestro andar la ciudad, sus caminos y sus rincones nos interpelaban con escenarios en los que se tejían realidades múltiples. Es en aquellos lugares comunes donde se materializan parte importante de los discursos hegemónicos que consumimos visualmente de manera regular: los monumentos. Ahí, inmersos en la que Rossana Reguillo nombra como la “clandestina centralidad de la vida cotidiana”, se convierten en puntos de referencia, de encuentro, de celebración, de asombro turístico, de orgullo patriótico y de memoria colectiva.
Los monumentos y las estatuas que decoran y le dan “personalidad” propia a las ciudades, terminan por consolidar imaginarios de identidad en los habitantes que, día con día, los miramos. Nos hablan de “nuestros” héroes, de hombres (sí, varones) “ilustres”, conmemoran sucesos de los que, según nos han dicho, deberíamos estar orgullosos —aunque festejen valores que poco responden a la realidad actual.
Existe la falsa noción más o menos generalizada de que los monumentos atienden a los intereses de la ciudadanía con la que cohabitan las urbes; que, de alguna manera, la representa. Sin embargo, la historia de muchas de las esculturas erigidas en el espacio público da cuenta de que su construcción suele responder más bien a intereses particulares, casi siempre políticos o económicos. Durante los últimos años, un ejemplo paradigmático de esto fue la Estela de luz de la Ciudad de México que, de acuerdo con las palabras del entonces presidente Felipe Calderón, tenía como fin ser un “homenaje a los mexicanos de hoy y a los héroes que en los últimos dos siglos han forjado esta gran nación”; pero que, en la realidad, terminó ganándose el sobrenombre de “monumento a la corrupción” por el desvío de dinero que supuso, luego de haber triplicado su costo original.
Es por esta urgencia de aparentar bienestar social, vanguardia y espectacularidad —aun en medio de la pobreza, la corrupción y la violencia— que los monumentos suelen ser los primeros en derrumbarse o intervenirse cuando las ideas que representan ya no colman los intereses, las preocupaciones o las posturas ideológicas de las sociedades. Al encontrarse en espacios comunes; erigirse y mantenerse con presupuestos públicos, pienso que las decisiones sobre estos artefactos discursivos deberían recaer en las comunidades mismas y no en los grupos políticos en turno.
Durante las últimas semanas, algunas estatuas de Cristóbal Colón han sido retiradas de sus pedestales —como ocurrió en California y Chicago—; otras más, continúan en pie a pesar de las exigencias de su demolición. Entre manifestaciones, ciudadanxs que se oponen al racismo estructural que invade sus territorios, llevan pancartas y gritan consignas que revelan la carga simbólica del personaje que, inalterable, se erige en un plano superior. “Fuego al orden colonial”, afirman. Y esto revela que poco se trata de una mirada que juzga al individuo de hace 500 años, sino de una reflexión y una crítica en torno a lo que representa: la imposición de un orden colonial, cuyas dolorosas consecuencias se viven hasta la actualidad.
Tras los argumentos del supuesto valor “artístico” o histórico de los monumentos a Colón, suelen encontrarse sentencias racistas, que hablan del advenimiento de la civilización gracias a su figura. Desde un eurocentrismo internalizado, continúa afirmándose que ciertxs sujetxs son más evolucionadxs, educadxs, cultxs, ilustradxs; y entonces es posible comprender por qué hay vidas que parecen valer menos, que pueden eliminarse sin consecuencias. Me pregunto constantemente si aun al saber lo que la figura de Cristóbal Colón encarna deseamos que funja como referente en nuestras ciudades.
Tecleo “Ciudad de México” en el buscador de Google y las primeras imágenes que encuentro son siempre del llamado Ángel de la Independencia (por supuesto incólume y no intervenido por colectivos feministas), después de unas cuantas del Monumento a la Revolución o de otras estatuas del Paseo de la Reforma donde, por cierto, todas representan a hombres. Paradójicamente, los únicos monumentos levantados por la propia sociedad son aquellos que nunca aparece en mi búsqueda: los llamados antimonumentos.
La Ciudad de México cuenta con seis que recuerdan a los estudiantes asesinados por el ejército en 1968, los nueve feminicidios que ocurren diariamente, el secuestro y la desaparición de dos jóvenes en 2012, los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos y asesinados —también por el Estado— en 2014, los 65 mineros fallecidos durante la explosión de la mina Pasta de Conchos en 2006 y lxs 49 niñxs que murieron quemadxs en el incendio dentro de la Guardería ABC en 2009. Todos estos casos, marcados por la corrupción del Estado, la violencia y las condiciones precarias de trabajo que caracterizan el país. ¿No son estos mucho más vigentes y representativos de la ciudad? ¿Qué queremos mirar, celebrar, admirar o recordar?