Durante las últimas semanas se ha amplificado el debate en torno al racismo: se organizan mesas y conferencias virtuales, se le da especial atención periodística al movimiento Black Lives Matter alrededor del mundo y se generan contenidos que evidencian y cuestionan la discriminación cotidiana que sufren las personas de tonos de piel más oscuros u orígenes marginados. En este contexto, es importante mirar más allá de la coyuntura actual. Una perspectiva histórica nos permite reconocer que, en realidad, las relaciones de poder que subyugan a las personas racializadas son de largo aliento y que, además, hablar de racismo exige una mirada interseccional, pues no es posible equiparar la realidad de personas de distinto género, región geográfica o clase social, aun cuando todas ellas sean afectadas por expresiones racistas.
Para el caso mexicano, hablar de racismo nos obliga a plantear su vínculo con prácticas colonialistas, cuando la racialización (dividir y clasificar a la población de acuerdo a su origen y color de piel) resultó indispensable para la jerarquización social y la imposición del orden colonial europeo. Esto nos lleva, pues, a situarnos en el periodo novohispano (1535-1821) cuando, paradójicamente, México —como país— ni siquiera existía. El territorio era entonces un virreinato políticamente anexado al imperio hispánico.
Desde sus inicios, Nueva España se constituyó como una entidad compleja y heterogénea en términos étnicos y raciales. En ella coexistieron indígenas, europeos, asiáticos y africanos —con la diversidad que engloba cada una de esas categorías en sí misma—. Hacia el siglo XVIII, la confluencia de personajes de tan diversos orígenes devino en una taxonomía arbitraria e idealizada que, propia del contexto ilustrado, nombraba y representaba a las distintas castas (razas) en un nuevo género pictórico denominado pinturas de calidades o de castas.
Dentro de este sistema de estratificación racial, la blanquitud europea constituyó la punta del peldaño de la pirámide jerárquica, mientras que la negritud africana se consideró como la base de menor calidad social. Aunado a ello, la ponderación de calidades en los lienzos fue igualmente atravesada por dinámicas de exclusión, discriminación y violencia producidas por construcciones desiguales del género.
Se ha hablado de la supuesta existencia de más de treinta calidades o castas en Nueva España, resultado de la mezcla entre negros, indios y españoles, y las posibles combinaciones entre sus respectivas derivaciones. Sin embargo, fueron sólo alrededor de dieciséis las registradas en la pintura y menos de la mitad de ese número las que verdaderamente se usaron en el ámbito cotidiano. Pensando en la representación de los extremos del supuesto espectro racial, encontramos que la avasalladora mayoría muestra a una mujer negra con un hombre español, siendo excepcional la configuración contraria: mujer española con hombre negro.
El color negro, definido por diccionarios de la época como infausto y triste, así como atributo del mal, el pecado y la fealdad, se traduciría en gestos formales y discursivos en los cuadros que representan el trinomio español-negra-mulatx. Las mujeres de color “quebrado” o “azabachado”, como se les decía, fueron mostradas constantemente ejerciendo violencia física contra el varón español o, bien, peleando acaloradamente con él —una total afrenta a los valores y conductas esperados de una «señorita» de la época—. Esto, que podría pasar inadvertido, se trata de una apelación a la irracionalidad, el salvajismo y el primitivismo asociado con la negritud, cuya “naturaleza” se contraponía a las cualidades “civilizadas” de los blancos.
Continuamente se afirmó que las mujeres negras y mulatas no eran de tan buenas costumbres y conducta como las españolas, de quienes se esperó siempre un comportamiento ejemplar. La obediencia y sumisión de la dama ideal se pensaron trastocadas por las mujeres negras, quienes, además de la opresión impuesta a su género, debieron soportar el sometimiento infligido por su raza y condición de esclavitud. En las obras, un juicio de valor, con respecto a este “mal” comportamiento, intenta ser cultivado en el observador a través de la figura inocente e infantil que, aterrada, trata de detener a su madre “enloquecida”.
Otra característica particular que se observa en esta combinación de castas es la existencia de una suerte de doble escenografía. Por un lado, la que se observa detrás de la mujer negra y, por otro, la que se erige en torno al varón español. Mientras que ellas son colocadas al lado de cocinas repletas de cacerolas, trastes, un horno o un trapo para la limpieza; a ellos se les dispone justamente en el sitio contrario, donde una escena exterior tiene lugar. Detrás de los varones se observan árboles, algunas construcciones y un agradable cielo azul. En otras piezas la libertad del hombre es apenas sugerida por medio de una ventana dispuesta de su lado.
Si los varones españoles se asociaron visualmente con el exterior es porque, efectivamente, sus ocupaciones tuvieron lugar en la esfera de lo público. Los hombres de ascendencia hispánica se desempeñaron principalmente en reconocidos cargos políticos, en el comercio —como acomodados mercaderes— o, bien, fueron propietarios de talleres y obrajes. Las mujeres negras, por su parte —originalmente arrancadas de sus hogares en África central y occidental— eran limitadas a desenvolverse en lo privado, donde sirvieron como nodrizas, lavanderas y cocineras.
Éstas son tan sólo algunas de las muchas características que, en estas pinturas, nos permiten entenderlas como artefactos socioculturales que produjeron imaginarios de los hombres blancos como nobles, rectos, y de las mujeres negras como violentas, “quebradas” o asociadas con el ámbito doméstico. El análisis de estas obras nos insta a pensarlas no sólo como representaciones de dinámicas patriarcales y racistas, sino también como articuladoras de los discursos que sostuvieron y perpetuaron tales ideologías. Ante la coyuntura actual, resulta imprescindible cuestionarnos qué de aquellos prejuicios e imaginarios continúa presente.