Los estragos de una dictadura, o de cualquier otra manifestación autoritaria del poder, no sólo se miden en el momento de efervescencia política, sino también en las resonancias que existirán en el futuro. Incluso cuando su presencia ha desaparecido, hay heridas que no sanan nunca. El silencio de otros (2018), un documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar, retrata una lucha constante de algunas víctimas del franquismo en contra de la represión, la incertidumbre ante las desapariciones forzadas y búsqueda constante de la justicia.
Seis años transcurrieron para que este documental tomara su forma final. Como parte de la exhibición en México de Ambulante (cine documental itinerante), El silencio de otros toca fibras tan sensibles como las entrañas del México actual, ese México repleto de fosas clandestinas, desaparecidos, feminicidios, violencia permanente, además de una atmósfera de inseguridad, miedo y crímenes. Las secuelas del franquismo en la actualidad, no obstante, son el contexto de esta obra producida por Pedro Almodóvar, Agustín Almodóvar y Esther García.
Hay que tener coraje para ver una filmación de este tipo. Su vastísimo recorrido nos lleva por diferentes tipos de heridas aún abiertas: la violencia obstétrica; la rabia por convivir en el día a día con personajes que bien pudieron ser torturadores y ahora son vecinos; la exigencia de un perdón por algo irremisible; el recuerdo de la pérdida o la incertidumbre de no encontrar el cadáver de un ser querido, llevado a la memoria por el recuerdo amoroso. Cada uno de los tantos temas que plantea El silencio nos traslada por caminos pedregosos, asfixiantes, desoladores.
Está el caso del dr. Vallejo Nájera, por ejemplo, quien secuestró a cientos de recién nacidos para darlos a otras familias, justo después del momento de ver la luz por vez primera, para purgar con el «gen rojo» que podía expanderse en la sociedad y provocar la sublevación. O está también el recuerdo del borde de una mesa en la Dirección General de Seguridad, desde donde podían verse las siluetas imaginarias o alucinadas de los seres queridos, como un bálsamo de resistencia, mientras corría la sangre por los golpes propinados por un oficial de la dictadura. O la visualización de un rapto frente a la mirada de los inocentes, quienes no podían hacer más que lamentarse ante tales injusticias. O el sonido de las llantas sobre un pavimento carretero donde antes era una fosa común…
La polifonía del discurso, las voces de los otros, tiene espacio en la hora con treinta y seis minutos que dura el documental. Sus historias se engarzan en tres palabras: la querella argentina. La confrontación, entonces, se creó en una forma, en una organización, en un grito colectivo que pugna hasta el día de hoy contra el silencio y la indiferencia del Estado español y de sus instituciones.
El pacto del olvido, decretado en 1977, propuso «simplemente una amnistía de todos para todos». Recuerdo las palabras de Carlos Piera (ciertamente, conocidas en mi caso por inscribirse en el epígrafe de Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, más que por formar parte de En los ojos del día de Segovia), quien afirmó que «el duelo corresponde al momento en que se patentiza la ausencia definitiva de un recuerdo». La existencia del vacío a la que se refiere es una toda declaración política, y El silencio de otros porta el estandarte en contra del pacto del olvido que ha intentado manejar el discurso oficial español. Por un lado, la querella, formada en el país latinoamericano ante las trabas del reino peninsular, simboliza un paso incansable en la búsqueda perenne de las justicias en el genocidio español; el documental, por su parte, un testimonio de lucha y perseverancia.
Sin embargo, no siempre esta última es la clave de la resolución por la verdad. Dice una de las voces del silencio que en la causa hay diversos protagonistas, aunque el tiempo sea quizá el más relevante. A través de tantos años, hay quienes no pueden alcanzar la certeza de la justicia por la muerte.
El silencio de otros estremece, señala, busca, muestra, revela… grita. La obra es una muestra palpable y artística de una realización fílmica de una intimidad dolorosa, que paradójicamente se vuelve colectiva en la medida del propio reconocimiento de la tragedia en el rostro del otro. Su falta, su desaparición, es también la nuestra. «Hombre soy, nada de lo humano puede hacerme ajeno».