«No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo».Álvaro de Campos, Tabaquería
Lisboeta, espécimen peculiar, viniente del desplome del siglo XIX hacia la decadencia del XX, Fernando Pessoa, hombre póstumo, es desde hace un rato uno de los «casos» de interés para los estudiosos de la literatura, la estética y la propia filosofía. ¿El motivo? Los heterónimos, otros-yoes, todos poetas, cada cual con un estilo propio, con nombres y biografías propias, que emergieron uno tras otro del propio Pessoa en un ejercicio fantástico de sí mismo. La heteronimia no puede ni debe asimilarse campechanamente a un trastorno de personalidad múltiple; es más un desbordamiento del acto creativo, el desperdigamiento en múltiples líneas de fuga, devenir multitud de voces de poeta.
Ricardo Reis, Bernardo Soares, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos son los más conocidos del cortejo de 136 heterónimos pessoanos -hasta donde alcanza la cuenta, si bien la cantidad no es lo que está en juego-. Pessoa, quien se dedicaba a la redacción de cartas comerciales, apenas publicó en vida; de hecho, su obra está contenida en dos baúles llenos de manuscritos inéditos, de modo que su atiende a la fatal necesidad y no al anhelo de fama o fortuna. Ese halo terrible de su sino, la marca inefable del desasosiego, es la constante de sus versos y prosas más conocidas, y, la que más por ahora, quizá sea Tabaquería, escrita por el profesional de la provocación: Álvaro de Campos.
Los primeros versos son ya una estocada y los que les siguen se encargan de dar claridad al dolor. Es pasar, quizá, de sentirlo a pensarlo sin poder comprenderlo jamás, pues no hay nada qué comprender. No es un llanto lastimero, ni el aullido subterráneo del hombre moderno, es «el absurdo, mi amor, el absurdo» que no se dice con pesimismo ni con pesar; se dice sin más -ni menos- por rebeldía, a sabiendas de que es inútil y porque es inútil, una distracción sin objeto, la contemplación estética de la vida sin más. Una contemplación que revela y rebela desde el rincón incierto, como lo son todos los lugares sean o no sean rincones, un rincón incierto con facha de tabaquería.
Saberse anónimo, frente a la inefable realidad: saberse ajeno. Dividido por dos lealtades, dice De Campos: están ahí las cosas, afuera, cómo negarlo, pero dentro está la sensación de que la vida es sueño. Saberse fallido, sin propósito, y sin embargo albergar dentro tantos sueños, querer creer que alguno podría realizarse, pero, ¿cómo? Si tantos otros sueñan lo mismo, ¿cómo podríamos todos aspirar a realizarnos? Es amargo notar cuántas nobles aspiraciones jamás vieron la luz del día, que el mundo no es para los soñadores, sino para quienes sin reparar en esto van a por todas: potencialidad truncada a cuenta de no poder creer en sí mismo.
No hay más metafísica que comer chocolates; pero, para el atolondrado que piensa, comer chocolates implica tirar con el envoltorio algo de sí mismo y eso va a dar al cesto de la basura. Terrible esto de no hallar sosiego ni en comer una golosina. Invocarse a sí mismo por todos los medios y no aparecer, o aparecer deformado: hemos hecho con nosotros lo que no sabíamos y no lo que podíamos, hemos hecho lo que nos enseñaron y si nos despojamos de los disfraces y las máscaras, si volvemos la mirada hacia cosas como haber amado, estudiado o creído, de nuevo se revela la nada, pues «es posible dar realidad a todo esto sin hacer nada de todo esto». No obstante, siempre queda espacio para el engaño: «Si me casase con la hija de mi lavandera / Quizá sería feliz».
Desconsolado por su lucidez, el poeta escribe estos versos ambivalentes. Su radical inutilidad es la razón por la que los escribe. Son el testimonio perecedero, como lo son todas las cosas humanas, de su existencia torcida; lugar del fuego cruzado en el que un acto de lo más ordinario, como levantar la mano al saludar a un otro, puede lograr una reconciliación de golpe, tanto con el mundo -que no por estar ahí delante se puede alcanzar- como consigo mismo, aunque no haya un poco de fe para sí. «Voy a escribir este cuento para probar que soy sublime», se dice De Campos y ahí está: «el universo / Se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza».
Sí, la metafísica es el resultado de una indisposición, que no es otra cosa sino el hecho de existir. Este hombre del desasosiego, que anuncia a su modo la literatura del absurdo, halla consuelo en el acto vano y banal -no podría ser de otro modo- de encender un cigarro: «saboreo en el cigarro la libertad de todos los /pensamientos. / Fumo y sigo al humo como mi estela, / Y gozo, en un momento sensible y alerta, / La liberación de todas las especulaciones». Para nosotros deja en sus versos tabaco para el desasosiego.
Autor: Arody Rangel «El mañana no existe. Sólo mío / es el momento; yo soy quien existe / en este que es, quizá, el último instante / de ese que ser yo finjo». Reis-Pessoa. |