Texto de Martín García López y pintura de Mauricio García Vega
Todo inició con el memorable capítulo 21 de Digimon: “Koromon llega a Tokio”. Ese es un quiebre en la serie, no sólo porque Tai, el protagonista, regresa a su hogar, sino por la dirección. Mamoru Hosoda, quien años después haría películas tan emblemáticas como Summer Wars y The Wolf Children, se propuso en ese pequeño escenario, dentro de un hogar japonés, retratar a un niño de once años que volvía con su hermana seudo-autista. El capítulo concluye cuando el cielo absorbe a Agumon, y Tai, que está dispuesto a seguirlo, es detenido por su hermana. La elección: seguir a su monstruo digital o cuidar de su hermana. Ese también es el quiebre de mi niñez. Si bien siempre he presumido haber llorado más que ningún otro niño con la muerte de Mufasa, y que esa primera ida al cine me volvió un cinéfilo a los cuatro años, supe que tenía que crear historias en el momento en que concluyó Digimon y sonó I wish. La razón: quería contar grandes historias, tan mágicas y profundas como ese capítulo 21; es decir, quería tener mi propio cúmulo de capítulos 21.
Empecé a recolectar historias. Necesitaba más. Pero en los noventa, cuando el internet aún no era un miembro de la familia, no me quedó de otra más que visitar el ahora extinto Blokcbuster y suplicarle a mi mamá para que contratara televisión por cable. Después de tanto llanto, mi mamá afirmó que nada bueno saldría de ver tanta televisión; pero sucedió: y empecé a coleccionar capítulos de anime. Dediqué horas a Toonami y a Locomotion, pero mi favorito siempre fue Fox Kids, porque ahí, a las 7:30, pasaban Digimon. Aún no sabía con claridad, mientras cantaba Seven, que terminaría escribiendo, porque debo confesar que al inicio pensé que dibujaría comics, pero mis manos no funcionaron para eso.
No creo que las manos estén predestinadas para una labor y mucho menos que, antes de nuestro nacimiento, los dedos y las articulaciones ya estén anhelando crear. Pero si ese fuera el caso puedo imaginar que después de morir mis manos estarán flotando dentro de una pecera de formol, sólo escribiendo, porque fue lo único que les enseñé. Intenté dibujar, pero… No es que fuera malo o bueno, es sólo que necesitaba contar, y en la labor de dibujar había una serenidad que era desconocida para un niño como yo: impaciente, adicto al anime, apasionado por el cine, y sin dotes naturales para el dibujo. Pero sabía hacer algo desde hacía años: escribir. Entonces, de la forma más romántica e irreal, puse mis manos sobre la máquina de escribir azul de mi mamá, y empecé a teclear mi primera historia. ¿Qué fue? Un fanfiction spin-off de Digimon.
Creé a Patmon, porque me gustan los patos. Tenía dos guantes rojos en sus garras y una mohicana roja; converse azules, igual que sus ojos, y al principio de su pico había un pequeño cuerno. Era mi digimon, mi amigo imaginario y mi primer editor. La idea que los dos trabajamos fue la siguiente: él era un pato cuyo cuerpo estaba cubierto de pelaje; era ancestral, en su mundo, y estaba en constante búsqueda de venganza (un antihéroe); pero, para cumplir su objetivo, necesitaba de mí, el coprotagonista. Patmon y yo pasamos algunas noches escribiendo su travesía por ese mundo digital post-apocalíptico, donde él se presentaba como un salvador, aunque no lo era. Nunca terminé la historia (me quedé cuando conoce a dos gemelos que tienen un cráneo robot que dispara un rayo láser) no porque no pudiera, sino porque en ese momento sentí que debía de escribir algo nuevo, no diferente, sólo nuevo.
Empecé a escribir historias muy largas, porque leía y veía historias muy largas; tramas que me hacían cuestionar si el final existía: Inuyasha, Harry Potter, Batman. Largas pero terriblemente buenas. Pero, como dije, mi impaciencia, entonces de adolescente, me llevó a lo que sin duda alguna dirigiría mi vida por lo menos una década: los cuentos. Breve, contundente, con la magia de la televisión pero en un breve relato. Los llamé: one shot de oportunidades. Eso fueron los cuentos: pequeños impulsos que quedaron plasmados en el Word. Y tras un taller de escritura del que a veces me gusta y no me gusta acordarme, me di cuenta de algo nuevo. Me gustaba que la gente me leyera. No era por un sentido meramente egocéntrico. No quería fama, dinero, ni prestigio, sino… descubrí que había personas que disfrutaban mis cuentos, reían o lloraban con ellos y eso me hacía pensar: les estoy entregando el capítulo 21 de Digimon. Y ese fue mi primer anhelo en la narrativa, entregarle a cada lector su propio digimon que lo acompañaría a su casa.
Cuando me di cuenta, ya era un adulto que escribía, leía y tenía la intención de producir. Estaba enamorado de las historias en todos sus formatos y quería contarlas, a su vez, en todo tipo de formato. Quería ser parte de una cadena de consecuencias en donde Mamoru Hosoda me tocó y yo tal vez tocaría a otros. No sé si abiertamente sabría de un chico o chica que dijera: “es que este cuento de Martín García López me movió, me motivó, me hizo ver el mundo de una forma que no hubiera imaginado”. A menos que me lo dijeran en la cara dudo poder visualizarlo. Pero sé que existen historias que nos cambian, y sé que si cierro los ojos puedo ver a Patmon justo en el mismo punto donde nos quedamos hace años, muy impaciente, gritando que regrese para concluir lo que iniciamos, pero aún no es el momento; quiero dejar varios one shot antes de volver al mundo digital post-apocalíptico del capítulo 21.
Martín García López (Querétaro) ha sido antologado en Brevis and Cortus y en Mis primeros dientes. Finalista tres veces del concurso de cuento Luvina Joven, y segundo lugar en cuento corto en el concurso Punto de Partida. Miembro de la revista Himen e Hybris.mag. Autor de X ∞ (o, este maldito gato).
*Recopilación de Marco Antonio Toriz Sosa
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