Mi ciudad cambió de nombre

Desde febrero del 2016 mi ciudad cambió de repente. Ella dejó de llamarse Distrito Federal para llamarse ahora Ciudad de México o CDMX, para los cuates. A pesar de que su transformación resonó entre algunas letras impresas y fue tema de discusión, realmente no fue algo tan grave; su noticia pasó de largo tanto entre los dedos como por los ojos y oídos de propios y ajenos sin ninguna relevancia, a nadie parecía molestarle, pero para mí sí porque dejaba una extraña sensación. No obstante, no fue algo tan malo porque ella ya estaba acostumbrada a que la llamaran por su segundo nombre desde hace unos cientos de años, quinientos aproximadamente; pensar en ello generó dentro de mí una serie de dudas: ¿qué se habrá ido junto con su viejo nombre?, ¿acaso seguirá siendo la ciudad que alguna vez conocí?, pero más importante: ¿podríamos seguir amándonos?

Para no quedarme con estos clavos en el alma salí de casa a toda prisa y aparentemente todo seguía igual. Las banquetas fracturadas y desgastadas, las calles armaban una colcha parchada, seguían las marañas de cables entre el cielo y la tierra junto a las oscilantes alturas de los edificios aledaños a los árboles culpables de dichas banquetas rotas, a coro con las pocas aves que aún en ellos anidaban. Continuaban las manchas de caca provenientes de los inocentes perros cuyos amos olvidan levantar.  Seguía rondando el inconfundible aroma a escape de motor de pesero destartalado. Volví a encontrarme con el familiar ruido de las mentadas de madre, de los gritos, de los cláxones que no llevaban a ningún lado a ningún auto, todo ello mientras sus conductores miraban fijamente, hipnotizados, esperando como perros hambrientos, a los semáforos que se desangraban por largo rato, esperaban a que reverdecieran aunque sea por unos instantes, dejando que todo fluyera poco a poco, veía dibujarse sus sonrisas hasta que súbitamente, el semáforo volvía a morir, sus rostros volvían a gesticular su desencanto.

Sentía que volvería a ser parido, que volvería a renacer bajo otro signo y en otra ciudad. Pero no. Cuando volví a abrir los ojos y éstos se acostumbraron a la luz… la vi… la vi igual, justo como recordaba. Justo como la última vez que la dejé para irme a la cama. Una vez en el Zócalo, voltee súbitamente hacia mi alrededor, viré hacia Templo Mayor, hacia Palacio Nacional, hacia 20 de noviembre, hacia Madero, hacia 16 de septiembre, todo seguía igual que cuando salí de casa: el ruido, la gente, el humo de los autos; la mierda, la pobreza y la desdicha, creía que todo se había perdido hasta que volteé a la Catedral y sentí su mirada abrazándome el alma.

Un círculo vicioso. Pero era tanto el ruido de los motores y de los cláxones que decidí cambiar la ruta, estaba determinado en llegar al corazón de mi amada para enfrentar la verdad, y para ello debía mantener un poco más de tiempo mis sentidos intactos. Bajé las escaleras, pasé la tarjeta y giró el torniquete, en ese momento recordé que ya no traía boletos sino una tarjeta. Inmediatamente pensé que eso era lo que había cambiado, que se había perdido el uso del boleo; sin embargo, la melancolía duró poco, al ver que detrás de mí una señora sacó una tira de boletos de su monedero, unos 5 por lo menos, para separar uno e introducirlo al torniquete. Aún había boletos, lo cual, tras un largo suspiro, me había devuelto el alma al cuerpo, pero ello no quitaba que continuara la extraña sensación de que algo seguía perdido, como aquellos recuerdos vistos o vividos en alguna estación del sistema de transporte, en sus escaleras o pasillos, en algún vagón de pie o sentado en los asientos de plástico, en los viejos, en los de aluminio, en los nuevos, o simplemente en el piso. Recuerdos de besos robados, primerizos o últimos; de encuentros furtivos y alegres, de despedidas tajantes y melancólicas. Por ello mi preocupación, ¿a dónde se referiría la gente a sus recuerdos si la ciudad ya no era la que conocíamos?

Volví a encontrarme con el familiar ruido de las mentadas de madre, de los gritos, de los cláxones que no llevaban a ningún lado a ningún auto, todo ello mientras sus conductores miraban fijamente, hipnotizados, esperando como perros hambrientos, a los semáforos que se desangraban por largo rato, esperaban a que reverdecieran aunque sea por unos instante.

A pesar del miedo que inundaba mi ser, el ritmo de vida en la ciudad seguía fluyendo como siempre y ello podía constatarse en la rutina del metro: andén-gente sale-gente entra-túnel, una y otra vez. De igual forma surgían como siempre las repentinas interrupciones de los vociferantes vendedores de chácharas, de esos que gritan sutilmente “¡llévelo, llévelo, barato, va calado va garantizado, de a diez, de a diez, de a diez varos!” “¡chéquelo, chéquelo, producto de calidad!”. Así como ellos, también aparecían súbitamente los invidentes que van chocando con quien se interponga, son una marea intempestiva armada con su bastón blanco, bocina, una guitarra, un acordeón o incluso un teclado que inunda el andén mientras piden una cooperación, “lo que sea nuestra voluntad” y “por el amor de Dios”, no sin antes tomar precaución de su fidelidad al mostrar sus ojos enceguecidos o ausentes, gracias –creo– al aumento de la aparición de invidentes similares, pero con pequeña diferencia en que éstos son hipócritas, que ellos fingen que no ven, y con ellos ahora, uno nunca sabe a quién le deja esa moneda que no afecta tu bolsillo. Ante esto, debo decir que, aunque estos ciegos fidedignos no lo sepan, ellos desnudan la moral con su mirada, pero al mismo tiempo te arropan con una delgada capa de esperanza, porque demuestran que aún bajo su condición sonríen, siguen andando por las venas de mi amada hidra de concreto sin alguna preocupación aparente, no temen que ella los escupa fuera porque ahora son parte de ella. Ante el fragor y las sacudidas para huir del vagón en la estación Zócalo, sentí alivio por partida doble. Primero, porque había llegado a mi destino y segundo, porque en el intento no me bolsearon el celular, las llaves ni la cartera; no obstante, la mezcla del calor y el rocío de los ventiladores daban una sensación confusa. Podría ser que estuviera recordando mi andar en cualquier parte de la selva del sureste mexicano, o tal vez estaba en la puesta de una interpretación imaginativa del infierno de Dante, aunque sin Virgilio, ni Beatriz. Pensaba ¿a dónde me fui a meter? Sólo quedaba ver con mis propios ojos el corazón de la bestia nuevamente. La duda seguía, me seguía carcomiendo. Cabe destacar que la estación me parecía un purgatorio: el subir las escaleras hacia el pasillo principal, el dirigirme hacia los torniquetes cuyo rechinar típico cayó como un rayo en medio del bosque, mientras que el trueno reforzaba su presencia en mi cabeza. Estaba a punto de enfrentarme con su nueva cara. Mientras caminaba hacia la salida más próxima, el corazón se me volcaba en golpes arrítmicos, mientras que el ruido de los pasos se desvanecía junto a las peticiones de dinero, así como el aroma de orina y sudor ante la luz del exterior, la cual se hacía cada vez más fuerte. Sentía que volvería a ser parido, que volvería a renacer bajo otro signo y en otra ciudad. Pero no. Cuando volví a abrir los ojos y éstos se acostumbraron a la luz… la vi… la vi igual, justo como recordaba. Justo como la última vez que la dejé para irme a la cama. Una vez en el Zócalo, voltee súbitamente hacia mi alrededor, viré hacia Templo Mayor, hacia Palacio Nacional, hacia 20 de noviembre, hacia Madero, hacia 16 de septiembre, todo seguía igual que cuando salí de casa: el ruido, la gente, el humo de los autos; la mierda, la pobreza y la desdicha, creía que todo se había perdido hasta que volteé a la Catedral y sentí su mirada abrazándome el alma. Desde muy adentro le decía que creía que había cambiado, que ya no sería la misma que conocí hace ya varios años. Que tal vez no me habría de recordar. No fue hasta que un viento silente rozó mi nuca que me respondió, pero yo seguía externando mi pesar: en verdad ¿no me estarás timando?, vamos, dime ¿qué te propones con esta treta? Quizás es un despiste o quizás es un disfraz. No, por favor no te quedes callada, por favor dime algo. En ese momento sentí la urgencia de cerrar los ojos, y lo hice, y cual arrullo de cuna, se calmaba el fuego ansioso de una respuesta. Volví a abrir los ojos para verla nuevamente, y fue cuando me di cuenta que seguía siendo ella aunque probablemente un poco más hermosa que antes; ¿será que ahora es toda una dama?, ¿estaremos listos para tratarla como tal? Quizás. Quizás nosotros también debamos madurar. Pero ello no quita que aún le crea completamente que sigue siendo la misma, tal vez deba asegurarme; tal vez necesite recorrerla toda otra vez, releerla a cada paso, volver a nutrirnos mutuamente. Eso pensaba de regreso a las entrañas del metro, ya era de noche y mi cuerpo pedía reposo. Terminaré diciéndome que próximamente comenzaría el (re)reconocimiento de mi amada, la ahora Ciudad de México o CDMX, para los cuates. ¿Por qué?, Lo hago porque quiero conocer sus nuevos ropajes y recordar sus viejas cicatrices, saberle sus detalles y sus defectos ya que no es perfecta, lo sé, pero es mi ciudad y la amo tal cual es. Ella me vio nacer, posiblemente verá ver nacer mi descendencia. Debemos recordar que no somos nadie sin nuestras ciudades, ni ellas son si nosotros no sabemos quiénes somos. Entonces, vamos a dar la vuelta, una vez más ¿qué les parece?

 

Del autor: Francisco José Casado Pérez, 1990, Originario de la Ciudad de México. Ha participado con ilustración en Primera Página. Egresado de la carrera de Ingeniero Arquitecto del IPN. Actualmente está en el proceso de titulación de la Maestría en conservación y restauración de bienes culturales inmuebles de la ENCRyM “Manuel del Castillo Negrete”.

Revista Primera PáginaAutor: Revista Primera Página
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