Por: Marco A. Toriz Sosa
Escuchamos el primer golpe: fue como si alguien hubiese estrellado su puño contra el piso. Un sonido apagado, pero recio. Un golpe seco y compungido en el lugar justo. Todos nos asustamos y nos levantamos de inmediato para ver la escena: su acompañante lo golpeaba con furia; en sus ojos se veía la rabia. Tenía una mirada cargada de locura, una locura frenética. Expelía golpes y él no hacía nada, sólo afrentaba la golpiza como respondiendo a la rutina. Emilio me miró. Tenía la misma mirada de horas atrás cuando caminábamos hacia el departamento; ahora el miedo lo acechaba en su propia casa. Nadie hizo nada en el momento, mucho menos después. En cuanto la golpiza terminó, el que no conocía se echó a correr hacia el pasillo y se volvió a meter en la alcoba de Emilio. Al otro lo vi en el suelo, expectante de sus acciones. Jamás lo había visto de esa forma, no la había imaginado siquiera, pues acostumbraba a intimidar con su rareza, no podría dar lástima en lo absoluto. Pero ahora parecía indefenso. Se quedó tirado por unos cuantos segundos, levantó su cuerpo y, frenético, estaba dispuesto a salir del departamento. Fue hasta la puerta de salida y, en un cambio
delirante, decidió correr hacia el pasillo. Lo vimos perderse detrás de la puerta al girar el picaporte. El brillo se cernió al cerrar la puerta, sólo quedó,de nuevo, el brillo en el pasillo y ellos tras la puerta. Fui a la cocina, me serví un vaso de agua. Vi que Emilio me seguía. Serví un vaso de agua para él y mientas lo bebía le dije:
—Debemos hacer algo. No podemos permitir que se queden encerrados, mucho menos en tu alcoba.
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