La Real Academia Española (RAE) define la palabra cultura como “el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. Siguiendo el hilo de esta afirmación podríamos pensar que se han multiplicado las vías para tener acceso a estos conocimientos. Por ejemplo, es muy común ver a las nuevas generaciones consumir cultura a través del teléfono móvil y en grandes plataformas como Netflix, Spotify o en canales de YouTube. Hay infinidad de sitios de este tipo que proporcionan contenidos culturales a través de series, películas o música provenientes de sectores encargados de la creación y difusión de dichos servicios y bienes, como el arte, el entretenimiento, el turismo o la publicidad. Es lo que se conoce como industrias culturales.
No obstante, tener acceso al conocimiento y poder informarse de lo que sucede en el mundo en tan sólo un instante no tiene por qué convertirnos en personas más críticas. Es delante de estos cambios, en el modus operandi del ser humano contemporáneo y con un sistema económico engendrado por el neoliberalismo, que a veces me pregunto: ¿Hay espacio para la reflexión y el sentido crítico?
A mediados del siglo pasado, Theodor Adorno y Max Horkheimer, dos intelectuales alemanes pertenecientes a la Escuela de Frankfurt, advirtieron en la Dialéctica de la Ilustración (1944) de la ideologización en la industrias culturales, ya que según ellos “la producción cultural está dirigida por la lógica del capital”. Fueron muy críticos con la industrialización de la cultura y con este afán postmoderno de romper el espíritu ilustrado que hacía del conocimiento una herramienta fundamental para el empoderamiento y el autoconocimiento del individuo. Me atrevería a entrever que, hoy en día, nos alertarían del riesgo de seguir alimentando este oxímoron entre dos palabras como son “industria” y “cultura”.
Decía el escritor colombiano Gabriel García Márquez que “la cultura es el aprovechamiento social del conocimiento”, una brillante reflexión teniendo en cuenta la valentonada actitud que adopta actualmente la sociedad para hablar de progreso. Es cierto que tenemos más formas de accesibilidad a los conocimientos y a la propia cultura, pero ¿lo aprovechamos para formarnos mejor y generar un sentido crítico que nos permita tener opiniones y juicios de valor propios? Tengo la sensación de que no es así. Es más, vivimos inmersos en una vorágine peligrosa cuyo objetivo es el de buscar únicamente oportunidades técnicas a todo, pero no vamos más allá de la superficie. De hecho, las nuevas generaciones leen menos libros, asisten a menos ateneos y conferencias en las universidades, y los propios centros educativos (empezando por educación secundaria y terminando por la universitaria) han optado por una enseñanza mucho más práctica. En España hace ya varios años que está encima de la mesa la posibilidad de que filosofía deje de ser asignatura obligatoria en bachillerato, priorizando otras de calibre más demandado para el mercado laboral como puede ser economía de la empresa o informática. ¿De qué nos sirve entonces tener más conocimiento si somos incapaces de pensar por nosotros mismos y sólo obedecemos a las demandas impuestas por el mercado?
La cultura es la herramienta que permite a la humanidad empoderarse para entender mejor el mundo donde vive y ser más respetuoso con quienes no piensan como él. Es un camino esencial en todo proceso de realización humana para conocerse a uno mismo y a su entorno. Sin embargo, hay un intento por parte de las compañías que difunden el principal contenido cultural que llega a nuestras casas, de homogeneizar al conjunto de la sociedad y hacer de las personas rehenes de las modas y costumbres impulsados por el capitalismo comercial. Un ejemplo de ello es una serie de Netflix que ha tenido cierto éxito este año: Emily in Paris. Emily es una chica joven con gran talento para el marketing empresarial, y a raíz de una oferta se desplaza a París. Allí, en su intento por parecer francesa, empieza a vestir con la típica boina del país y a frecuentar antros comunes de la ciudad. Además, ya tan sólo en el momento de instalarse en su nuevo piso conoce a su vecino por casualidad y se enamoran. La serie está llena de clichés sobre a los franceses, a su cultura y, especialmente París (la ciudad del amor, las luces, la fiesta…) que por supuesto están muy alejados de la realidad. Por no hablar de que la serie da a la audiencia un concepto de éxito social totalmente alineado con las teorías del consumo de hoy en día. Tan es así que Emily consigue el respeto de sus compañeros y amigos cuando empieza a obtener seguidores en las redes sociales y a hacer campañas de publicidad masivas a través de las mismas para la empresa de marketing para la que trabaja. Una demostración de cómo se puede tergiversar la concepción de la cultura y su aplicabilidad social.
Por otro lado, según una encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales elaborada por el Ministerio de Cultura del Gobierno de España durante los años 2018-2019, las actividades culturales con las que más disfrutan los españoles son la música con un 82.7%, la lectura con un 65% y el cine con un 57.8%. Sin embargo, el auge de plataformas digitales como Netflix ha ido aumentando hasta situarse en el 38.9% de la población española total, que asegura ver series y películas con frecuencia, seguido de un 28.8% de canales de televisión.
En definitiva, el uso que las plataformas digitales están haciendo de la cultura no tiene el objetivo de desarrollar un juicio crítico a partir de conocimientos, sino más bien la de entretenernos sin más. No importa si ese contenido que estamos consumiendo nos puede aportar más conocimientos o valores, ya que lo único trascendente es pasar el tiempo y divertirse. No sé cómo serán las manifestaciones culturales del futuro, pero, a mi modo de ver, la cultura es y será siempre toda aquella expresión humana que desee comunicar algo nuevo a partir de conocimientos adquiridos por la humanidad, y que permitan pensar, reflexionar y despertar el sentido crítico de los individuos que la conforman. Poco puedo esperar, entonces, de los soportes que responden a una lógica comercial de alineamiento social y de ganancia económica por parte de sus promotores.