Cuando uno piensa en los primeros personajes homosexuales del cine mexicano, lo primero que salta a la mente es La Casa del Ogro (Fernando de Fuentes, 1939) por contener al primer personaje homosexual, o en El lugar Sin Límites (Arturo Ripstein, 1978), donde se complejiza a un homosexual al que le apodan La Manuela. Rara vez se recuerda la osada película dirigida por Alberto Mariscal quien colocó a una pareja homosexual en los ejes narrativos de un western mexicano en la década de los setenta. Y si bien esta película rompía con el estereotipo del homosexual ridiculizado en y por su feminidad —de hecho se presenta a sí misma como una defensora y reivindicadora de los homosexuales— la verdad es que también cojea, sólo que del otro pie.
Los Marcados (1971) es la historia de un pueblo secuestrado por la violencia y la indecencia. El crimen y la prostitución son lo único que queda en ese lugar. El Pardo es el cabecilla de la banda criminal, y El Niño, su psicótico y sanguinario secuaz que resulta ser también su amante. La clave del desarrollo de este amorío son los gestos, tanto de la puesta en escena como de la puesta en cámara. Nunca se hace explícito en diálogos la relación que hay entre estos dos vaqueros varoniles; sin embargo, hay juegos de miradas, arranques de celos, gestualidades, pasiones asociadas a lo femenino y flashbacks que nos permiten inducir lo que sucede entre los dos hombres.
Esta cinta aparentemente escapa de las representaciones convencionales del homosexual: aquí son dos hombres masculinos, vaqueros, con lenguajes corporales indistintos a los otros y sin embargo también encasilla, estereotipa y asocia a los homosexuales con la maldad, lo inmoral, lo pecaminoso. En el primer plano de la película se escucha “¡Ahí viene el pardo! ¡Ahí viene El Niño! ¡Ahí vienen los bandidos!” y podría pasar desapercibida esta línea en cualquier otro western, pero aquí, al enunciarlos, enfatiza que los homosexuales son quienes atormentan al pueblo, son la razón del declive de la sociedad.
Retomando lo que se menciona al inicio, esta película se presenta a sí misma como defensora y reivindicadora de los homosexuales. No lo hace sólo al presentar a sus personajes como masculinos y zafándose de la mofa sobre la homosexualidad; lo hace explícito cuando Mercedes, dueña del prostíbulo, defiende a un joven menudo y estilizado a quien tres borrachos acosan nombrándolo en femenino de manera despectiva. Pero no hay forma de que dicha intención se consolide, menos cuando hacia el final de la película se revela en flashback que El Pardo es la expareja de Mercedes y que El Niño es hijo de ellos, convirtiendo a la única presencia de las disidencias sexuales en una relación incestuosa en donde ambos son criminales y uno de ellos se presenta como psicópata con una filia —y quizá fetiche— por la sangre.
Las intenciones de la película se traicionan al salir de un pozo para entrar en otro. Pasamos del personaje sissy o mariquita (excesivamente usado en la cinematografía nacional y mundial) a los killer queens o villanos gais pervertidos y malos por naturaleza. No sólo se mantiene un estereotipo de lo gay en Los Marcados por ser estos los principales criminales (que además comenten incesto), sino que se potencializa más la sentencia hacia la homosexualidad cuando, una vez más, es el personaje cisheteronormado con una presencia en pantalla imponente y escasos tres diálogos quien acaba con la maldad y lo incorrecto al asesinar a ambos personajes homosexuales.
Sin embargo, y muy a pesar del contenido real de la película, sus vicios de representación y replicación de moldes sentenciosos, Los Marcados contiene una potencialidad muy interesante que valdría la pena explorar aprovechando los recursos que ofrece el lenguaje cinematográfico. El Pardo, El Niño y toda la banda de criminales viven en un exilio permanente (no sabemos si intencional o por condena) en donde se apropian del espacio: no se entregan a la vida nómada y precaria del desierto, sino todo lo contrario. Vemos cómo es el espacio en el que habitan. En el lugar hay unas ruinas que usan a su favor, comen en comedor y sillas de madera tallada con manteles y cristalería. Simulan una habitación con cama, cortinas, burós a los costados y un espejo con el que El Niño recita unas líneas de Shakespeare, e incluso crean una piscina donde los hombres se bañan en grupo totalmente despojados de sus vestidos. Y es que la apropiación y reapropiación de los espacios públicos, privados y los no reclamados es algo intrínseco de las disidencias sexo-genéricas, pues quienes viven fuera de la cisheteronorma siempre están en constante negación y expulsión. Lo anterior les obliga vivir en las periferias, en donde no queda más que encontrarse con otrxs y reclamar esos espacios.