El centro de la Ciudad de México encarna en sí mismo la esencia de la contradicción. Quinientos años de urbanismo arquitectónico han sido suficientes para fundar los cimientos de una metrópoli que es fruto de la antagonía más insalvable. El paso del tiempo ha superpuesto piedra sobre piedra, haciendo que esta ciudad parezca devorarse a sí misma. La imagen de la serpiente que engulle su propia cola. El Templo Mayor a escasos metros de la Catedral, los vendedores ambulantes frente a los escaparates de las tiendas de prestigio, las desgastadas vecindades en la misma calle que las imponentes casonas; el centro capitalino, bautizado por el mismísimo André Bretón como “el lugar más surrealista del mundo”, ha terminado por ser la materialización física de una forma de vida que se niega a sí misma.
