La pócima – Cuento de Eduardo Viladés

Lo que menos me gusta de la gente es que siempre tengo la sensación de que debo justificarme en su presencia, encontrar una socapa que me permita afrontar la angustia que me causan los demás. Con el transcurrir del tiempo no tengo miedo a la soledad porque las personas son infinitamente más peligrosas. Creo que a mi edad estoy en mi derecho de pensar así. Tengo 200 años. 200 años y dos meses. Desde que era pequeña he sido diferente a las demás niñas. No tengo término medio, algunas personas me adoran y me veneran como si fuese el vellocino de oro y otras me detestan porque no soportan mi rapidez mental ni mi desparpajo. Así que tengo que lidiar entre quienes me llevarían a un museo para ser admirada como una obra de arte o los que me encerrarían en una mazmorra de una prisión del extrarradio con un bozal bien prieto. Mi abuelo era un mago muy poderoso que elaboró un elixir de la eterna juventud. Físicamente era el horror, su rostro parecía un cataclismo, una mezcla entre Juan Tamariz y Torrebruno. Mentalmente era muy inteligente. Había heredado las enseñanzas de Merlín el Encantador, a quien conoció en el siglo XIV en sus andanzas persiguiendo doncellas por los bosques de Nottingham. De Inglaterra se asentó en la zona de los Pinares de Rodeno, en Albarracín. Teruel le parecía un reducto abandonado del Sur de Europa, pero tenía alma misionera y quería dar una oportunidad a esa parte del mapa, en especial porque había oído que los niños no eran felices y no asimilaban el tránsito como algo natural. Dado que su rostro era difícil de ver, y a pesar de que las inglesas de aquel siglo no se caracterizaban precisamente por el recato, no prosperó en el terreno amatorio, pero sí en el campo de la magia y la clarividencia. Con perejil de Monterde de Albarracín, diente de serpiente del Kilimanjaro y sudor de jirafa de Tramacastilla elaboró una pócima que detenía el envejecimiento. Un día que llegaba del colegio, hasta arriba de barro y con la mente en el cocido que me prepararía mi madre, se empeñó en que la bebiese. Yo era muy tonta y no sabía decir que no. El abuelo llevaba semanas intentando convencer a mis padres y el resto de miembros de la familia para que probasen el elixir, pero le daban largas o le decían que tenían un pollo en el horno. Recuerdo que el pobre hombre se pasaba todo el día yendo de lado a lado de la casa con el bote de cristal en la mano, como si fuese un entrevistador de los que te encuentras en la calle Preciados intentando venderte una conexión de dieciséis gigas. Me he adelantado de siglo, pero prefiero contextualizar lo que cuento que después no se me entiende y me pongo neurasténica si tengo que empezar a dar explicaciones. Desde que tomé el elixir me gano la vida dando charlas improvisadas acerca del pasado. Suelen ser lecturas dramatizadas por la zona de la Torre del Andador. La gente alucina al ver a una muchacha hablando de la desamortización de Mendizábal y el reinado de Fernando VII. Mi abuelo tuvo la deferencia de explicarme el secreto del elixir cuando yo accedí a tomarlo. Sabía a rayos y me quedé medio traspuesta tras ingerirlo, pero fue cuestión de cinco minutos, aquello que notas un súbito retortijón en la boca del estómago como cuando te excedes con el curry en una cena de empresa. Mi trabajo no me mata, pero con la crisis no me queda otra. Ahora, con el corona pululando, no te quiero ni contar. He hecho de todo, que dos siglos dan para mucho, y reconozco que añoro los tiempos en los que trabajaba como ejecutiva de una empresa de alta cosmética o la etapa en la que fui concubina de un marqués. Lo bueno de pasar media vida en parques y a la intemperie es que no tengo horarios y que gozo de un color de piel envidiable, una especie de moreno albañil que me sienta de maravilla. Y eso que vivo en Albarracín, no en las Seychelles, pero el sol turolense es de otro cariz. Hoy quiero que pruebe el elixir Eduardo, un niño que está sentado aquí con el resto de chavales y que se hace el loco para que no le saque al escenario. Cuando lo pruebas, el envejecimiento se detiene. Mis padres decidieron que yo lo tomase cuando tenía dieciséis años y me quedé anclada en esa edad. Afortunadamente ya me había desarrollado lo suficiente y tenía apariencia de mujer hecha y derecha, con curvas de escándalo, buenos pechos y mirada felina. No me quiero imaginar lo terrible que hubiera sido pararme en los doce años, en plena tierra de nadie. Aunque en un primer momento pensé que mi familia no estaba interesada en los sortilegios de mi abuelo, con el pasó del tiempo descubrí que habían sido mis padres quienes le habían convencido para que fuese yo quien probase el elixir. Era la inteligente de la familia y querían que mi legado se perpetuase para siempre. Digo yo que deberían habérmelo consultado pero, en fin, ya se sabe cómo son las madres. Me hace gracia porque mi madre también lo probó y sigue a mi vera desde entonces. Hay un pequeño problema que a ella no suelo contarle. Y es que todo cansa en abundancia, hasta la vida… 

La pócima se prepara en un santiamén y va más allá de los ingredientes primigenios de mi abuelo. Con el tiempo he perfeccionado la composición, ayudada últimamente por Masterchef, aunque hundo las raíces de mi conocimiento culinario en “Con las manos en la masa”. 

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Edu.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—¡Hoy es un día de suerte para nuestro amigo Edu! Tiene doce años reales, por dentro y por fuera. Yo, 200 por dentro y dieciséis por fuera. 

Admito que me da un poco de vergüenza ajena proferir siempre las mismas frases de circo barato. Me siento como Bárbara Rey en sus mejores tiempos, pero tengo que pagar el alquiler del zulo en el que me alojo. Tengo la suerte de que hoy en día la gente no tiene dónde caerse muerta y mendiga para llegar a fin de mes, apenas tiene un mendrugo que llevarse a la boca, de manera que las historias de hadas, hechizos y pócimas que yo cuento permiten que seres anodinos y sin vida propia se evadan de su triste realidad. 

—Toma, prueba el elixir. Está un poco amargo, pero te gustará. 

—No.

—¿Qué me estás contando? No me hagas un feo.

—Es que no me apetece quedarme anclado en los dieciséis años de por vida.

—Tiene su lado bueno, Edu, hazme caso. 

—Yo creo que envejecer es maravilloso. Y morir también. Es la esencia de la vida: nacemos, nos desarrollamos, aprendemos y desaparecemos. 

—Esto me suena al anuncio de Cucal.

—Pienso que dejamos parte de nuestra alma aquí. Las futuras generaciones perciben nuestra impronta una vez que nosotros faltamos.

—Edu, qué escándalo, te veo muy sabio para tener solamente doce años. Me parece maravilloso el momento Wikipedia que acabas de experimentar y que vayas de Vicente Ferrer por la vida, pero no me fastidies el espectáculo que no tengo todo el día y hay que comer.

Vanesa quería vivir para siempre, no envejecer ni padecer enfermedades, ponerse tibia a golosinas y no engordar, ver el futuro como un horizonte que jamás terminaba, no arrepentirse nunca de lo que había hecho ni pedir perdón a los demás porque su vida estaba llena de mañanas a las que se aferraba sin pensar. Al ser consciente de que disponía de la eternidad para enderezar su vida y ser feliz, no disfrutaba del presente y dejaba todo en manos del azar. Pero en su interior le carcomía la angustia. Pensaba que el amor era una entelequia que dejaba el corazón a salvo. Nunca lo llevaba encima porque temía que le hiciesen daño. 

—¿No echas de menos haber sido madre?

—Mucho —dice Vanesa, cuyo rostro ha palidecido—. Por un lado, es fabuloso disfrutar de mi madre. Llevamos juntas más de 200 años y me tranquiliza saber que siempre estará a mi lado aunque, al mismo tiempo, me apena no haber podido dar mi amor a otro ser humano.

—Nunca es tarde. Es posible revertir el pasado.

Edu se dirige al resto de niños y les reparte varias fotografías: una chica con el birrete de licenciada en la Universidad, una pareja de novios dándose un beso, una casa con jardín, una madre con su bebé, la pareja con dos niños pequeños y una abuela haciendo punto.

—Senescencia o envejecimiento, Vanesa, un proceso paulatino e inevitable que comienza casi en el momento en que nacemos.

Vanesa se acerca a los niños y les pide las fotografías, que contempla pensativa.

—Me encantaría estudiar Ciencias del Mar y viajar a la Antártida para proteger a los animales en vías de extinción. Sería la capitana de un barco muy grande que surcaría los océanos avistando ballenas y delfines. En el barco, conocería a un apuesto biólogo del que me enamoraría perdidamente. 

—Lo de Ciencias del Mar me parece bien. Lo del apuesto biólogo, también, aunque te advierto que este tipo de chicos escasean. Pero vaya, soñar es bueno, especialmente para ti.

—Con el biólogo montaría una empresa muy exitosa que tendría sedes en varias partes del mundo.

—Te estás viniendo arriba.

—Nos casaríamos en una ceremonia por todo lo alto a la que acudiría mi familia y amigos y nos compraríamos una casa en las afueras con jardín en el que…

—… ¿Haríais barbacoas? Vanesa, por favor, no te he dado las fotos para que construyas un modelo de vida aburguesado y aburrido. ¿Novio guapo y con dinero, casa en las afueras y barbacoas los domingos? ¿Y qué mas? ¿Madre operada hasta arriba de bótox que vota a Trump? No me gusta.  ¡Reestructura lo último que has dicho!

Edu hace un chasquido con los dedos. Vanesa experimenta un escalofrío y le tiembla todo el cuerpo antes de hablar de nuevo.

—En el barco, conocería a un apuesto biólogo del que me enamoraría perdidamente. Alto, musculoso, con barba de una semana y embutido en un mono azul, me volvería loca nada más verle. Dejaríamos el barco y montaríamos una granja-escuela para niños en mitad de la nada. 

—Sigue, vas por el buen camino. ¡Me gusta esta historia!

—En nuestra granja-escuela no existirían las guerras, ni el hambre, ni el mal. Tampoco el dolor, ni la angustia, ni el sufrimiento. Sería un lugar donde sus integrantes estarían en paz consigo mismos y ayudarían al que sufre por ser diferente. No solo le ayudarían, se pondrían en su lugar y asumirían su diferencia como propia.

—Veo que estás observando ahora la fotografía de la madre con su bebé.

—Natalia. Se llamaría Natalia. Sería un precioso bebé rechoncho con los mofletes colorados y una sonrisa de anuncio. 

—Piensa en la espera, en el embarazo, Vanesa. Un hijo es lo único que realmente se puede amar antes de conocerlo.

—Sólo al tener a Natalia en mis brazos comprendería lo que sintió mi madre cuando nací yo.

—Pero si vives anclada en los dieciséis años, no podrás experimentarlo.

Edu saca de la mochila un trozo de bizcocho y se lo da a Vanesa, quien pone cara de felicidad y se sienta, abstraída. Reparte algunas porciones entre los niños y aprovecha para hablar con ellos.

—Os voy a contar un secreto. No se lo digáis a Vanesa de momento, ¿vale? —dice Edu mientras extrae muchas prendas de colores chillones de un baúl y se las pone encima—. ¡Me encanta disfrazarme! Hubo un momento en que todo el mundo me decía que podría hacerlo toda la vida porque al ser un niño para siempre el resto de la sociedad entendería mi gusto por disfrazarme y me respetaría. 

Edu se detiene, observa a los niños y sigue confesándose ante ellos.

—Yo también probé el elixir milagroso de nuestra amiga Vanesa. Fue hace 300 años, en 1717. Vivía en Calomarde. Mis padres eran labradores, pero apostaban por la educación de sus hijos y desde la más tierna infancia me habían enviado a un colegio de Teruel para que aprendiese a leer, escribir y sumar. Una tarde llegué a casa del colegio y mi madre estaba hablando con un señor muy mayor. Su rostro era una hecatombe, casi me da una embolia al verle, pero lo superé a base de barbitúricos. Llevaba una barba blanca muy poblada, un bastón de madera y una túnica negra con remiendos celestes. Al verme, el anciano me cogió de la mano y me dijo “eres el elegido, acompáñame”. Mi madre me miró de refilón, asintió con la cabeza y me lanzó un beso casi imperceptible. El señor de la túnica negra me llevó al cuarto de estar y me dio a beber el líquido que llevaba en una pequeña botella de cristal tornasolado. Pero nunca me dijo que no crecería, que se detendría el envejecimiento al que todos los seres humanos estamos abocados desde el momento de nuestro nacimiento. Tuve que ver cómo mis padres se iban, cómo mi pequeño mundo cambiaba cada cierto tiempo, cómo mis amigos desaparecían porque se hacían mayores y no querían contar con un niño de doce años, cómo sobrevenían guerras, cataclismos, terremotos, cambios en la sociedad, la industrialización. Todo ello, solo. Y con doce años perpetuos. Hasta que un día de hace tan sólo un par de meses, me encontré en un parque de Albarracín a una señora que yo bauticé como la Dama de Blanco. De aspecto enjuto y pelo blanco, parecía una versión avejentada de Pipi Calzaslargas. Llevaba medias de colores llamativos y un jersey de lana lleno de jirones. Estaba haciendo punto y me animó a que me acercase a su lado.

No me preguntes quién soy ni de dónde vengo. Hay cosas en la vida que suceden porque tienen que suceder, como hace 300 años uno de mis antepasados te dio a beber el elixir de la eterna juventud. Ha llegado el momento de revertir ese proceso y de que vueles de nuevo. ¡Kutunchun alogartit, abracadabra!

—Y así volví a ser un niño de verdad. Ahora, quiero seguir disfrazándome y diciendo tonterías el resto de mi vida porque decir tonterías es lo mejor que nos puede pasar, independientemente de la edad que tengamos. ¡Quiero ser actor! Porque así podré cambiar de rol encima de un escenario, reinventarme cada vez que llegue a mis manos un texto y poder ser un payaso sin temor al qué dirán.

Edu se acerca al banco en el que está sentada Vanesa, quien está llorando. Le anima a que repita la frase de la Dama de Blanco.

—Quiero disfrutar de la vida, ver cómo pasan los años. ¡También seré actriz! Viviré subida a un escenario para perpetuar la magia de los 200 años que he vivido siendo una niña. Aunque la vida transcurra en mi interior, continuaré siendo la Vanesa de dieciséis años que ahora veis porque el teatro la perpetuará… ¡Kutunchun alogartit!

Y así fue como Vanesa y Edu decidieron que envejecer era sinónimo de vida, que morir no significaba más que un cambio de fase. Utilizarían el teatro y la imaginación como un modo de hacerse inmortales y ayudar a los niños a encontrar esos te quiero escondidos que pululan por el espacio como motas de polvo en suspensión. Al igual que en “El viaje a ninguna parte”, serían dos cómicos de los de antes, con un carromato lleno de ilusiones y un corazón repleto de historias que contar. El arte les haría eternos.


Autor: Eduardo Viladés. Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 24 años de carrera. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura. Cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa y el ensayo denuncia. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Fue seleccionado como dramaturgo del año en República Dominicana en 2019 y en La Rioja en 2020 por el Instituto de Estudios Riojanos a través de la revista Codal. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York).