Los nadie – Cuento de Claudia Vázquez Delgado

Cuando era niño mi papá me contó una historia espeluznante para que aprendiera a portarme bien. La madrastra hechizaba a un niño pequeño y lo encerraba en una pintura, cada día se podía ver al pequeño en diferentes posiciones del cuadro pero siempre la misma cara de nostalgia y desesperación. Nunca pudieron rescatarlo y con los años simplemente se desvaneció de la pintura. Así es como me sentía aquel día frente al banco, estaba atrapado en mi propio limbo y poco a poco desaparecería.

Es prudente contar mi historia desde hace un año cuando todo comenzó. Sentado frente al televisor se me congeló la sangre, estaba comiendo la cena, café negro y un pan de no sé qué día que sabía a arena. El joven del noticiero hablaba inexpresivamente y tenía la mirada perdida, parecía que intentaba con todas sus fuerzas mantener la compostura. 

—Los grandes grupos privados redujeron las posibilidades reales de desarrollo económico y social del país, el gobierno ha decidido que les aportarán inmensos apoyos económicos por lo que la población no podrá disponer del dinero de sus cuentas bancarias y las pensiones no serán entregadas hasta nuevo aviso.

Después de años de luchar contra la crisis económica y las promesas de que todo iría mejor nos dejaban a la deriva y yo lo único que podía pensar era en apagar el televisor para que mi hermosa dama no lo escuchara, pero era demasiado tarde.

—¿Qué acaba de decir? ¿Cómo vamos a llevar los gastos diarios a los 89 años? —dijo Galia saliendo de la habitación con las pocas fuerzas que le quedaban. A pesar de los años conserva su rostro tierno, sus ojos amables y sus rizos interminables. La única mujer que he amado se desvanece frente a mí a causa de varias enfermedades que me consta no se merece.

—No te preocupes, mañana veo de dónde sacar dinero o le llamo a Miguel —le respondí tratando de tranquilizarla.

A la mañana siguiente llamé varias veces a nuestro hijo Miguel para contarle, pero no respondió, no es su culpa, seguramente estaba muy ocupado. Comencé a racionar la comida y el dinero para los servicios, pasaron dos meses y Miguel me regresó la llamada.

—¿Qué pasó, pa? —me dijo con desesperación, no es su culpa, seguramente está muy ocupado.

—Quería pedirte apoyo para comprar comida y pagar los servicios porque la pensión está congelada y…

—Yo no tengo trabajo y no tengo dinero, de hecho iba a pedirte si puedo quedarme con ustedes unos días.

—Amm… Sí claro, hijito, el tiempo que tú necesites. ¿Cómo has estado? —respondí como si nada pasara, ¿cómo podía decirle que no? Sigue siendo mi hijo.

—Mi jefe me trataba muy mal y me corrió, ya sabes cómo son, mañana te veo por allá —me dijo apresuradamente y colgó.

Sé que no es una situación ideal, pero Galia estará muy contenta de verlo después de tanto tiempo. Mi hijo es un buen hombre pero la vida ha sido muy dura con él, desde joven tuvo sus problemas y nosotros hicimos todo para protegerlo del mundo real pero tarde o temprano te encuentra.

Al otro día por la madrugada llegó Miguel, olvidé que todavía tenía llaves. Entró haciendo tanto ruido que nos despertó, no vino a saludarnos así que me levanté a verlo. Estaba en malas condiciones, muy flaco y alcoholizado. Siempre ha sido su problema aunque no es su culpa, es una enfermedad. Lo dejé dormir y me fui a la cama. Al otro día desayunamos y platicamos como una familia normal, tenía tanto tiempo que no lo hacíamos. Miguel prometió buscar trabajo y vivir con nosotros para aportarnos económicamente. Yo estaba tan aliviado y la cara de alegría de Galia me hacía tan feliz. 

Pasaron tres meses y Miguel no encontraba trabajo así que tuve que hablar con él, pero se molestó demasiado, no es su culpa está muy estresado. Las medicinas de Galia ya no llegaban de la clínica así que fui a ver qué pasaba, dijeron que no había suficientes. Estuve todo el día en la calle ayudando a estacionar autos para sacar algo de dinero. Cuando volví a casa Galia estaba muy mal y yo comencé a tener miedo por nosotros, hablé de nuevo con Miguel y esta vez se enfureció y se fue de la casa. Lo oí llegar en la madrugada y sentí alivio al saber que estaba bien, pero por la mañana no lo pude encontrar, revisé por todos lados y nada, se me hizo muy raro. Me dirigía a preparar el desayuno para Galia pero no había nada. Ni en el refrigerador, ni en la alacena, ni en la mesa, no había dejado ni agua. Miguel se lo había llevado todo. Le llamé de inmediato y no contestó, empecé a entrar en desesperación, ¿alguien se había metido a robar? Es probable, pero la cerradura no fue forzada, ¿tal vez no la cerré bien? ¡Qué tonto fui!

Salí de nuevo a ver cómo conseguía dinero, un chico me dejó acompañarlo boleando zapatos. Después de unos días ya no tenía fuerza para salir a ganar dinero, me sentí tan impotente y frustrado que saqué a Galia por un poco de aire fresco, ella estaba pálida y no podía mantenerse mucho tiempo despierta, tenía que hacer algo para mantenerla a salvo. Se me ocurrió pedirle a los vecinos algo de comer y un poco de agua para ella. Se ofrecieron a brindarnos lo poco que les sobraba, dejé la humillación a un lado y acepté. Esto nunca me había pasado, desde muy joven fui independiente y fuerte, ahora me siento como un mueble viejo y roto en una esquina de la habitación. La aportación vecinal duró sólo unos días y cuando volví a tragarme el orgullo detrás de unas lágrimas salí a pedir más pero nadie abrió la puerta. Intenté pedir en la calle comida o dinero, pero la gente me veía con repudio, como una carga y casi nadie me daba nada. Dios mío, ¿cómo llegamos a esto? En casa Galia estaba muy mal, las medicinas ya se habían acabado y me derrumbé, lloré toda la noche y le supliqué a Dios su ayuda, le supliqué todas las noches, pero creo que no le pedí las cosas con claridad porque una semana después mi hermosa dama falleció.

Miguel no contestó el teléfono, no pude hacerle un funeral pero sí me despedí.

Semanas después todavía le hablaba a Galia, me confundía y se me olvidaba que ya no estaba ahí, qué dolor tan grande. Me sentía miserable, como si me hubieran arrancado todo de adentro, un enorme vacío todo el tiempo. También me duele no saber de mi hijo, me siento solo en este hueco oscuro y profundo. Claro que quiero salir pero no sé cómo.

Una organización brindó despensas para ayudar a las familias grandes, fui al lugar de la cita esperando que hubiera algo de sobra para una sola persona y había muchísima gente de mi edad. ¿Cómo lo han logrado? ¿Sentirán el mismo vació que yo? ¿Tendrán a su Galia en casa o la habrán perdido también? 

Traté de racionar las cosas, pero un mes es demasiado tiempo y demasiada hambre. Después de ver la fecha en el calendario me tragué mi ego y pedí a un vecino que me dejara bañar en su casa pero se negó con un buen pretexto. Era nuestro aniversario, mi dama y yo cumplíamos años de casados. Fui a visitarla, pero no le platiqué nada nuevo, no quería que supiera mis condiciones. Sólo le dije que me iba mejor, que todo estaba bien con Miguel y sonreí. Tres enormes mentiras, espero se las haya creído. Le mandé un beso y me fui a casa antes de que comenzara a llover.

Cuando iba de regreso pasé por una plaza pequeña. No pude evitar mirar a la gente y notar su tristeza. Tal vez era yo y mi estado anímico pero todos se veían miserables en este país, eso me hizo sentir peor. De pronto noté a una pequeña niña como de dos años de edad saludando a todos con una alegría inmensa, caminaba moviendo rápidamente sus piernitas y con su mano saludaba a todos. Yo sonreí sinceramente y cuando me acerqué a saludarla se escuchó un estruendo, todos se agacharon y miraron hacia el banco. Un hombre casi de mi edad estaba tirado afuera del banco y había muchísima sangre. Me sentí mal de salud ese día y pensé que tal vez había sido la impresión, no salí de casa en varios días. Cuando el hambre ganó la batalla salí a pedir limosna o algo qué hacer para ganar dinero. La noticia estaba por todos lados. Miles de personas por todo el país se suicidaban afuera de los bancos por la situación económica y la desesperación. Al pasar los días noté las paredes de algunos bancos con un rojo impregnado que no parecía que fuera a quitarse.

Esa misma noche oí ruidos y me levanté asustado, era Miguel.

—¡Hijo! ¡Qué gusto! ¿Cómo has estado? Aún tienes llaves.

—Si quieres te las regreso.

—No digas eso, éste sigue siendo tu hogar —le dije con cariño. Miguel trajo comida y prometió pagar los servicios, dijo que tenía un nuevo trabajo y le iba bien. Jamás le pregunté por el incidente con la comida, pero sí le platiqué sobre su mamá y la historia del banco.

—No puedo creer que no estuve aquí con ustedes, será mejor que me quede a vivir contigo y te cuide, papá.

Me creció una enorme alegría en el corazón.

—Claro que sí, gracias, hijo.

Pasó una semana y todo iba bien, me sentí tan contento como antes cuando mi Galia estaba conmigo y yo podía cuidar de ella. Ella era la mujer más paciente y compasiva del mundo. ¿Cómo pude dudar de mi fe y de que todo iría bien? Con los días comencé a sentirme vivo de nuevo, como si me volviera el alma al cuerpo y se llenara de esperanza. Hasta tomar un baño y la comida caliente parecían un regalo del cielo, comenzó a despertar en mí algo así como motivación, sí, motivación es la palabra. La alegría me hacía ignorar a Miguel, que siempre me regañaba por algo y siempre andaba molesto conmigo. Empecé a querer tocar mi guitarra y leer de nuevo, ¿cuánto tiempo desde que no hacía eso? 

Un domingo Miguel compró comida, nos sentamos a la mesa y se dirigió a mí muy serio.

—Papá, necesito pedirte algo y que lo tomemos como adultos.

—Claro, hijo, lo que quieras.

—Quisiera que me dejaras la casa.

—Por supuesto, será tu herencia.

—No, quiero que me la dejes ahora. Quiero hacer mi vida y una familia, contigo aquí no puedo.

—De ninguna manera, ¿cómo te atreves? ¿A dónde quieres que vaya? Ésta es mi casa —respondí gritando. Miguel estuvo serio por unos días, pero no discutía hasta que una tarde tomó una maleta y una bolsa con un poco de comida y las puso afuera. Me tomó del brazo y me sacó arrastrando.

—Sabía que no lo ibas a hacer fácil, llevo manteniéndote un mes y ni un gracias me has dado —dijo muy molesto. Nunca lo había visto así.

Siempre fui un hombre fuerte, independiente y con un carácter determinante pero él ya era más fuerte y grande que yo. Me sacó y cerró la puerta, anduve vagando por ahí y unos días después lo vi salir, pensé en encararlo.

—Vete, porque no quieres conocerme enojado— me gritó con rabia.

Anduve por el vecindario, no entendía qué había pasado. ¿Cómo era posible? Después de unas semanas estaba muy débil y tenía hambre. Ése día me di cuenta de que nunca había llorado tanto en toda mi vida. Ruego a Dios que nadie, ni siquiera mi peor enemigo, sienta algo parecido. El hombre que era ya no existía, me había convertido en una extraña versión patética de mí mismo. Me sentía olvidado del mundo y de Dios. Me acerqué a una plaza a ver si encontraba compasión por algo de comer. ¿Por qué toda mi vida pensé que la compasión era algo vergonzoso? No significa tener lástima por alguien, la compasión es imperativa para llamarse ser humano, significa conectarse con nuestra parte humana más profunda y ver el mundo a través de ella. 

No encontré nada de comer, pero cuando ya me iba pasé por el banco y vi a un hombre de mi edad caminando deprisa y muy alterado. Lo que me llamó la atención fue su mirada que se parecía a la mía: desesperada. En ese momento supe lo que estaba pasando y de pronto oí el disparo detrás de mí. El hombre se quitó la vida, me quedé viéndolo y entendí perfectamente lo que debió estar sintiendo, pensando y sufriendo. Sin pensarlo mucho, me acerqué y tomé la pistola, la puse en mi cabeza y juro que escuché un susurro que me dijo “hazlo”. Sentía que sólo así saldría de mi limbo personalizado. Temblaba y tenía la boca seca, dentro del banco todos me veían horrorizados, pero nadie intentó ayudarme o persuadirme. Supongo que esa es la naturaleza del ser humano: el más fuerte sobrevive. 

La gente siempre dice que los suicidas son cobardes por querer terminar todo así tan fácil, pero suicidarse requiere mucha valentía, coraje y determinación. La gente siempre juzga desde su posición privilegiada. 

No pude hacerlo, no tuve el valor, yo quería seguir viviendo y tener la oportunidad de hacer algo o de conocer a mis nietos y que Galia estuviera orgullosa de mí. No tenía esperanza, ni amigos ni familia ni ganas de seguir en la misma situación, sólo tenía ganas de ver qué sería de mi vida. Tal vez Dios se apiadaría de mí y todo iría mejor.

Me fui de ahí y me llevé la pistola conmigo por si cambiaba de opinión. Al otro día iba caminando sin importarme a dónde hasta que me perdí y de pronto encontré un refugio para ancianos. Me inscribí y comencé a vivir ahí, aunque el tiempo máximo de estadía eran tres meses. Era un buen lugar y nos trataban con respeto, creí que era un regalo de Dios. Me sentía a salvo y que pertenecía a un lugar, ya no estaba solo en esta cruel situación. Hice amigos de mi edad, escucharon y escuché sus historias con piedad.

Creo que envejecer es el arte de conservar alguna esperanza cuando la raíz está intacta.


Autora: Claudia Vázquez Delgado (México, 1994). Se tituló en Ciencias de la Comunicación con el deseo de estudiar algo que le llenara el alma, al pasar los años desarrolló pasión por los negocios y se ha dedicado a la mercadotecnia digital por cinco años. Desde su juventud se dio cuenta que en la escritura había encontrado la forma de desahogar las palabras que quería compartir con el mundo pero nunca se atrevió a pronunciar, sobre todo en las etapas más difíciles de su vida, así que comenzó desde estudiante a participar en concursos de literatura y coloquios de investigación con textos como “La indignación como referencia de movimientos sociales. Un llamado de esperanza para los jóvenes” inspirado en el libro de Stéphan Hessel. Escribir lo que siente se volvió imprescindible y siempre lo ha hecho con un estilo expresionista, tratando de plasmar emociones y situaciones sociales en un mismo arte.