Una carta de amor y denuncia

A María Ayala, la que baila en el paraíso
A Pedro y Vale, porque me hubiera gustado ser su estudiante

En mi primer día de la carrera, un profesor hizo que quienes eran o querían ser escritores se levantaran. Algunos con timidez, otros con orgullo, se pararon, intentando reconocerse entre sí. Esas miradas cómplices se volverían ojos vidriosos cuando el profesor, con un tono burlón, dijo que en la carrera de Letras no se formaban escritores. Que lo único que se aprenderíamos era a ser lectores profesionales y nada más.

Pensé que había sido muy grosero el gesto de pedir que se pararan, pero no cuestioné lo que acababa de decir. Al fin y al cabo, el maestro era él y no yo. Me sentí aliviada por no haberme parado. Yo no quería ser escritora. Entré a Letras porque quería ser maestra. Siempre quise ser maestra, o por lo menos desde los quince años.

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A pesar de que ya había dado talleres y había participado en espacios de educación no formal, no se me había hecho poder dar clases de literatura. Es algo que mucho tiempo anhelé. Así que usaré un lugar común, aunque no por ello es menos cierto, para decirles lo que representó para mí poderles dar clase: fue un sueño hecho realidad. En toda la extensión de esas palabras. Me moría de ganas por abordar en clase textos que eran importantes para mí, pero que también pensaba relevantes para reflexionar e imaginar otros mundos posibles. Y no estaba equivocada: confirmé que la literatura es más divertida cuando se comparte, que los poemas tienen más potencia cuando se leen en voz alta y que discutir una lectura enriquece una visión solitaria. Espero que ustedes hayan sentido algo parecido. En cierta medida, sé que sí: recuerdo momentos específicos, de mucha intensidad cuando, a pesar de los silencios y las distancias, algo sucedía al leer o discutir. Sé que a M le pasó algo al leer “La Playa”, a J con “Halfway”, a A con los ensayos de Yásnaya, a Y con la lectura sobre cómo ganar espacio, a algunxs con Temporada de huracanes. Quédense con esos momentos, con esas lecturas, con esas frases que les hicieron sentido e incluso los movieron del lugar donde se encontraban. Ahí está la potencia de la literatura. En eso, y en demostrar que el mundo, a pesar de todo, es vasto, es hermoso y es conmovedor. Está lleno de gente maravillosa, de objetos inimaginables, de canciones que hacen bailar y de paisajes que nos hacen respirar mejor. En esta materia, todo, en el fondo, se trató de transmitirles mi gusto por la lectura, de conocer otras realidades, de profundizar y de ver más allá de lo evidente. De contagiar cariño y gusto por la vida. Leer es cuestionarse cómo vive un personaje o cómo se vive una realidad para poder cuestionarnos a nosotrxs mismos cómo vivimos. Y comenzar a actuar en consecuencia de esas reflexiones.

Espero que, después de un año, algunas de mis reflexiones extrañas o insistencia en ciertos temas les hayan hecho algo de sentido. Mi intención jamás fue la de pensar la literatura como un arte elevado al que pocxs pueden acceder, sino como una expresión artística que no deja indiferente a nadie, con la que todxs podemos sentirnos identificadxs, que nos habla, que nos remueve el pecho, que nos deja resonando. Esto si sabemos elegir con cuidado y sabiduría los textos. La literatura ha sido por años el espacio de libertad que yo he decidido habitar y habitaré hasta que la vida me lo permita, porque la palabra, antes que nada, crea mundos. Y eso no lo digo yo, lo dice la Biblia: “En el principio, era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Las palabras construyen, conjuran: son magia al final.

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Decidí estudiar Letras porque daba la casualidad de que me gustaba leer, pero, sobre todo, porque tres profesores eran mis modelos a seguir y los tres habían estudiado la misma carrera. Pensé entonces que, más que una profesión, era un camino oscuro con veladoras que podía seguir. Por querer ser como ellos y por haber participado en un par de campañas de alfabetización, descubrí que quería ser maestra porque consideraba que tenía la paciencia, la entrega y la vocación. Incluso, decía que no me cerraba a la posibilidad de dar clases en nivel básico, ya que he escuchado varias veces la frase “yo daría clases en universidad o preparatoria, pero no en secundaria”. A la fecha sigo abierta, aunque tal vez me gustaría que los sueldos fueran más dignos en general, sea una escuela pública o privada, por todo lo que sucede tras bambalinas: planear clase, calificar, evaluar tu propio desempeño, crear materiales, búsqueda de fuentes, y un etcétera que nunca acaba.

Hay gente que se sorprende, pero resulta que hay una comunidad de locos que quieren hacer de ese oficio amoroso su forma de vivir. No es un “mientras tanto”, o puede serlo, porque la vida da mil vueltas, pero eso no demerita la labor ni resta pasión, amabilidad y trabajo a lo que se hace.

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Siempre me sentí pequeña porque en todos los ámbitos de mi vida lo era: la hermana menor, la última hija, la más joven en todas las generaciones escolares en las que me encontré, la de menor edad en una relación amorosa. Jamás me sentí en una situación donde tuviera la voz cantante o donde sintiera demasiada responsabilidad. Dar clases me hizo crecer mucho en poco tiempo. Fue el primer espacio donde me sentí el primer paso real hacia la adultez. Un salto hacia el vacío de aventurarme a hacer algo que jamás había hecho. De ser una guía, de estar en la primera línea. De tener la responsabilidad del conocimiento y el bienestar de una comunidad de pubertxs, aunque sólo sea por unas horas a la semana. Jamás había ostentado tanto poder, y eso me aterraba. Todavía me aterra, porque cualquier cosa que hagas o digas tiene una repercusión de proporciones estratosféricas en un adolescente. Fue en una clase mientras hablábamos de signos zodiacales que a uno de mis (apodados en secreto) hooligans le dije que se le notaba su ser tauro a leguas porque es muy testarudo. Pensé que había sido un comentario de juego, pero me parece haber escuchado el sonido de su tristeza, incluso por Zoom. Hay que tener mucho cuidado con las palabras. Aunque también ser firme cuando es necesario.

Hace unos años me peleé con un maestro de una preparatoria “progre” y “activa”, porque decía que los profesores procuraban tener un vínculo horizontal con sus estudiantes y en ese sentido no había jerarquías ni relaciones de poder. Ahora suena absurdo y es claro que no se leyó su Foucault 101, pero lo decía muy convencido. Le dije que eso no existía, que no había forma de que no hubiera una relación de poder, y eso en sí mismo no era algo malo. Puedes usar tu poder como profesora para ser un buen maestro, ser un docente abusivo y despiadado, ayudar a alguien a encontrar su vocación, ser un guía que se aproveche del enaltecimiento a veces inevitable que existe y ligar con menores de edad, entre otras cosas. Son muchas las posibilidades. Hay que aceptar que existe una responsabilidad muy grande a partir de una estructura que te da la oportunidad de compartir un espacio educativo con el objetivo de formar a un grupo de personas. La horizontalidad es el camino al que apuntamos, pero no puede negarse lo otro para justificar violencias y relaciones de poder aún más torcidas.

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Ahora les diré un secreto: mucho tiempo estuve muy enojada con mis años de preparatoria en retrospectiva, por muchos eventos tristes y violentos que no vienen al caso. Estuve tan enojada que bloqueé mi experiencia como adolescente, y en mi licenciatura jamás volví la vista atrás. Hasta que comencé a darles clase, comencé a pensar: “¿Qué estaba pensando yo en ese momento? ¿Qué películas veía y qué música escuchaba? ¿Cuáles eran mis emociones, sensaciones, anhelos, sueños del futuro? ¿Qué sentiría yo si viviera una pandemia a su edad?”. En un principio lo hacía sólo como un acto de empatía, para entenderles un poco más, pero ese ejercicio me hizo desentrañar muchos recuerdos, enfrentarme con dos o tres demonios empolvados, y también reconocer que tuve momentos de absoluta dicha en mi preparatoria, de amistad, de aprendizaje y de enseñanzas que guardo conmigo y guardaré para siempre (…). Así que, gracias a ustedes, logré reconciliarme con la persona que yo era a su edad.

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Con mis amigas del trabajo hablé alguna vez sobre lo problemático que era que ciertos profesores piensen a sus estudiantes como sus “hijos o hijas”, ya que no toda relación de enseñanza y cariño tendría que estar mediada por un lazo de sangre o una genealogía familiar. Espero que para este punto, haya quedado claro el daño que le ha hecho a la sociedad la idea de que un vínculo que no elegiste y es dañino, no pueda ser roto por un discurso de amor bastante hipócrita.

Pero es verdad que hay algo en ser maestra relacionado con la maternidad o, mejor dicho, con algunas maternidades que he visto: intentar darles cosas mejores que las que te tocaron a ti. Cuando comencé a dar clases, repetía algunos versos de “El nacimiento de Ramiro” de Rubén Blades: “… que aunque sé que he hecho mis trampas/ trataré de darles todo/ lo que nunca tuve yo”.

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… perdón por sonar como una tía, pero quiero decirles que, cuando vas creciendo, comienzas a poner todo en perspectiva. Una se dice a sí misma: “ésta fue mi secundaria”, “éste fue mi novio a los veintiuno”, “esto fue mi adolescencia”. Las interpretaciones y narrativas respecto a un evento del pasado o una situación concreta van a ir cambiando, como cuando tienes el corazón recientemente roto y los primeros meses todo es insoportable y dos años después puedes volver la vista atrás con cariño y alegría; pero hay ciertas cosas que son inamovibles. Simples hechos, no necesariamente trascendentes, como “estudié esta carrera”, “me puse este vestido en mi graduación”, “de esto decidí hacer mi proyecto de titulación”, bueno, pues aquí va una obvia pero contundente: ustedes fueron la primera generación a la que le di clases, y aunque ustedes crezcan y yo también, siempre van a ser mi primera generación. Y esa certeza me llena de alegría.

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Es extraño pensar que mi primer año como maestra fue (y siempre será en el tiempo) completamente virtual. Y es extraño pensar que después de dos semestres, aún no sé cómo me muevo por el salón (si es que me muevo), o de qué forma silenciaría a dos personas hablando encima de mi voz (porque nadie puede cuchichear por Zoom) o la disposición ficticia donde se sentaría cada quién de mis estudiantes. Me sorprende que jamás supe (ni sabré con algunos) su estatura. No sé cuáles son sus ademanes, ni sus complexiones. Cómo caminan ni qué zapatos usan.

Intenté esforzarme en ver lo que estaba de fondo, o alrededor, o revoloteando; también en la necesidad de ocultar o expresar la identidad dentro de las posibilidades de los cinco centímetros cuadrados que te brinda lo que se encuentra detrás de ti. Recuerdo que uno de mis estudiantes tendía su cama y colocaba encima de él dos bajos, como si fuera algo totalmente desinteresado. Me conmovían las formas de poder decir quién eras sin verbalizarlo a pesar de todas las restricciones.

Es gracioso también que, incluso de forma remota, podías percibir la personalidad de cada grupo. Cada uno tiene la suya: en un grupo era “miss”, en otro “Julia” y en otro “juls” (en minúsculas). Creo que de algo tan simple como el nombre se pueden deducir varias cosas de la disposición y el vínculo que tuve con ellxs. De forma más individual, pude percibir, aunque no hubiera una presencia, vibras de complicidad con estudiantes, también de disgusto o apatía. También llegué a percibir el vínculo de terceros, la simpatía entre pares, la enemistad o incluso el nacimiento de algún amor.

Descubrí también que dar clases, por lo menos por Zoom, es como ser standupera. Hay que estar al pendiente del ánimo general, ser asertiva, entender los ritmos de la clase y de la vida. Hacer chistes cuando sea necesario. Es hablar, pero sobre todo escuchar. Y encontrar los momentos oportunos.

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No voy a negar que la virtualidad limitó cosas. No hubo un día desde nuestra primera clase que no pensara en conocerles en persona y a la fecha me llena de tristeza no haber tenido la oportunidad. Pero me emociona mucho pensar que ustedes se encontrarán en alguna fiesta, o que podrán compartir salón en la universidad. Me tranquiliza la idea de que la vida es muy larga y sus caminos son inesperados. Que habrá tiempo para recuperar el año que estuvimos en casa.

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Tal vez lo importante fue la mediación y no los profesores. Los libros a los que llegué gracias a ellos y no por su persona en sí. En segundo y tercer año de preparatoria leí Otra vuelta de tuerca (morí de miedo); Memorias de Adriano (no lo acabé aunque me estaba gustando); Las cartas de Abelardo y Heloísa (odio a Abelardo); Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro (fue una recomendación que yo seguí al pie de la letra y me hizo reír bastante, aunque no sé si ahora lo haría); Si una noche de invierno un viajero (el final me hizo sentir un momento de plenitud absoluta); Final del juego (lo disfruté pero no entendí bien el hype a Cortázar); El cantar de los cantares (arrepentimiento regalar una edición de Trotta de 600 pesos y citar dos versos para que después me dijeran que era demasiado contundente, pero no de amar como se ama en ese Cantar); y Las puertas del paraíso (mi libro favorito). Creo que estaba enamorada de ese profesor, pero ahora pienso que es porque no conocía a nadie que supiera tanto de libros y pensaba que era la persona más inteligente del mundo. Bastaron dos meses en la universidad para cambiar de parecer, y un par de años para desmentir la idea de que saber de libros te hace automáticamente inteligente. Además, una amiga presenció en un recreo cómo, cuando estábamos en la prepa, una niña de secundaria con un cuerpo bastante desarrollado iba pasando. Mi maestro la vio y dijo que ella era la fantasía de cualquier pedófilo.

En primer año de prepa leí El alcalde de Zalamea (irrelevante); Pepita Jiménez (extremadamente relevante); La isla del tesoro (puntos extra que se volvieron aventuras); Orgullo y prejuicio (puntos extra que me dieron falsas expectativas de los hombres); La carta esférica (perdón, pero sí me gustó mucho a pesar del autor); y La hija del caníbal (me tuvo en vilo). Me gustaba de la clase que todas y todos leíamos lo mismo, entonces era como cuando ves la misma serie que tu amigo y al día siguiente se reúnen a platicarla. Con ese profesor tenía una complicidad particular porque no sólo nos unía el amor a los libros sino el amor a la danza contemporánea. Un día llevé un sombrero azul y me dijo que le parecía elegante; otro día dijo en frente de toda la clase que el lunar debajo de mi ojo era muy coqueto. Sentí incomodidad, pero también la sensación de que era notada por alguien a quien admiraba tanto. Era más importante sentirme validada. Sin embargo, ahora pienso que habría sido feliz sólo con que me dijera que eran buenas mis participaciones o que redactaba bien. Tal vez lo otro no era necesario.

Hace un par de años, corrieron a ese profesor porque descubrieron que les tomaba fotos a sus estudiantes menores de edad en la clase de educación física. Me decepcionó. Pero no me sorprendió.

En tercero de secundaria, leí El viejo y el mar (me gustaron las descripciones del pez pero en general me pareció lento); La metamorfosis (no me gustó); La insoportable levedad del ser (recuerdo que una mamá reclamó que no teníamos la edad suficiente, pero ese libro se volvió un estandarte para mí); Gravedad artificial (ficción especulativa que me voló la cabeza y predijo mucho de lo que ahora vivimos); y Ensayo sobre la ceguera (me parece que varias escenas del libro me van a acompañar toda la vida). El profesor no era muy bueno, aunque me gustaba la dinámica de examen donde te hacía preguntas para checar si habías leído. Lo que importaba era poder comentar los libros, aunque fuera en un formato horrible. Era muy histriónico y nos burlábamos de él, pero al final del día el llevaba la batuta. Nos hacía sentir incómodas a todas. A mi mejor amiga le decía “despampanante” con una mirada lasciva cuando pasaba lista cada clase y una vez que fui al salón de maestros y me lo encontré me preguntó cómo estaba. Yo le respondí “bien”, él me tomó de la mano, me dio una vuelta, me miró de arriba abajo y me respondió: “sí, ya sé”. Fue hasta después de más de 60 denuncias parecidas que ese profesor dejó de dar clase.

En primero de secundaria, leí Un mapa a ninguna parte, Cuento negro para una negra noche, y En la oscuridad (probablemente, los últimos tres libros que leí de mi amada colección “A la orilla del viento”). También nos tocó el cuento “Si yo muriera antes de despertar” (pasé años buscándolo porque olvidé su nombre, pero jamás olvidé que si hay dos caminos que se bifurcan se elige la izquierda porque es el lado de las corazonadas); El hombre ilustrado (tatuajes de sus historias llevo en todo mi cuerpo); Aura y Las batallas en el desierto (de cajón). Me encantaba hacer reportes de lecturas individuales, y que nos leyera historias en voz alta e ir haciendo pausas para comenzar a adivinar lo que podría suceder después y ganar participaciones si acertábamos.

Lo quería tanto. Probablemente fue quien más me dolió, cuando se filtraron tres audios donde se escuchaba su voz regañando a unos cuantos profesores que se habían organizado para denunciar la situación de violencia de género ejercida por otros colegas. No, él jamás habría acosado. Pero supongo que ni las lecturas en clase, ni las lecturas en su taller extracurricular, ni las lecturas de su vida le dieron para entender lo que se vive en el cuerpo de otra persona ni para dejar de solapar maestros abusivos.

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No queda más que dar algunas sugerencias respecto a lo que vendrá. Les prometo que será realmente emocionante:

  1. Usen bloqueador y tomen mucha agua.
  2. Lean. Lean. Lean. Ya sé que básicamente fue lo que les aconsejé todo el año, pero no quería desperdiciar la oportunidad de hacerlo por última vez.
  3. Si pueden, hagan lombricompostas y siembren sus propios alimentos. Algún día podemos discutir por qué, pero mi conclusión después de años es que esas dos cosas son quizá la forma más revolucionaria de existir.
  4. No dejen de asombrarse ni de maravillarse por este mundo tan lastimado y tan enternecedor. Observen detenidamente su belleza y atesórenla.
  5. Busquen más enigmas que consignas. Ganen espacio poético solxs y con la gente que más aman.
  6. Prueben cosas nuevas. Esfuércense en conocer gente nueva, de otros contextos, de otras latitudes. Fue David Lynch quien dijo: “Todo lo que aprendí lo aprendí porque decidí probar algo nuevo”. En el encuentro y en las pláticas está todo lo que necesitan poner en duda lo que consideraban fijo y crecer como personas.

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Leer no te hace mejor persona. Pero puedes intentar serlo, o elegir ser de otra forma. Para mí, dar clases ha sido plagiar a mis maestros favoritos: toda la carrera fue prueba y error de pensar qué es lo que me gustaba como estudiante: retroalimentación amplia, análisis profundos de textos más que mucha cantidad de libros, discutir en clase más que cátedras, que el profesor modulara su voz para que no resultara monótona, que no exigiera por exigir.

Pensé también que muchas materias favoritas en mi vida poco tenían que ver con el tema y más con los profesores. O más bien, los profesores potenciaron lo que el tema podía llegar a significarme. La gente se queda más con quién eres que con unidades de aprendizaje, o con ambas si se tiene la habilidad suficiente de hacer los temas entrañables.

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Después de ponernos la vacuna, olvidé al instante que no podíamos beber. Invité a Mike a mi casa. Estaba realmente emocionada, porque después de seis meses de haber sido colegas, pude conocerlo al fin. Fuimos por cervezas y mientras bebíamos platicábamos sobre lo maravilloso que es dar clases, y Mike dijo:

—Siento que dar clases es escribir una carta de amor y denuncia a todos los profesores que tuviste. Es un homenaje a todos los profesores que te antecedieron, te formaron y recuerdas con cariño, y es también un “desmarcarse” de los profesores que fueron malos contigo, o que no te transmitieron nada, y no pudieron congeniar contigo. Es pensar por qué fue así y decirte a ti mismo: “yo no voy a ser así jamás”.

Dar clases es elegir tu propia genealogía. Incluso con esos cuatro profesores, pude comenzar a discernir y después de años pude ver, a pesar del daño y el enojo, qué podía rescatar de ellxs. Fue más fácil en un principio negar el impacto que habían tenido en mí, pero ahora, como propio proceso personal, he comenzado a salvar también las cosas buenas, no por ellos, sino por mí. Eso, sin negar todo lo malo y desagradable.

Entonces sé que podré jugar con mis estudiantes a que adivinen qué sigue en un cuento, o qué es lo que está sucediendo en tal poema, o recomendarles libros, como hicieron mis profesores tan admirados y odiados; pero intentaré jamás abusar del poder que tengo. Me quedo con lo que me gusta y lo que no lo echo a la basura. Afirmo la vida y desprecio los afectos que puedan violentar a alguien en un salón de clases o fuera de él. Porque enseñar también es enseñar a transgredir lo que se debe quebrantar, y no replicar los sistemas de opresión marcosociales en un microcosmos educativo. De ahí la potencia política de la educación.

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Una vez más, gracias por las cosas que sucedieron en clase, por dejarme ser parte de su historia, por las historias que nos contamos juntos, por dejarme conocerles a cada quién en su particularidad, por su entrega, su escucha, por el cariño, por haberse animado a leer en voz alta. Por ser las personas que son. Por haber creado, entre todas y todos, un nuevo animal esparcido en distintos puntos geográficos.

No queda más que desearles un lindo cierre de año. Espero que sean muy felices en sus vacaciones y que pronto puedan volver a tomar clases de forma presencial. Lo que sigue viene con mucha potencia. La universidad para mí fueron cuatro años de muchos cambios y momentos duros, pero también de mucho cariño y crecimiento. De delinear con un pincel cada vez más fino mi identidad, y la persona en la que me quería convertir.

Ahora que parece que vamos a salir de esta, salgan a la vida, ámenla, porque ahora ya saben lo que significa no poder hacer todo lo que quisiéramos. Pórtense bien con sus papás y vayan a muchas fiestas cuando esto se acabe. Háganse muchas preguntas. Duden de todo. No se conformen con una sola versión de las cosas. No toleren lo intolerable. Indaguen. Sean curiosxs. Lean. Descubran. Dialoguen. Escuchen. Cuiden. Quieran a este mundo. Hagan amistades. El mundo y su gente es todo lo que tenemos.

Gracias por el año. Gracias por todo. Qué orgullo haber sido su maestra. Felicidades.

Julia