La rosa que ya no es la rosa, la rosa, la rosa: En búsqueda de nuevas narrativas – Ensayo de Mercedes Bernal

Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación y los de polvo y los de sequía.

Las uvas de la ira – John Steinbeck

Decidí estudiar literatura porque me fascinaba la idea de los mundos posibles. En un libro cualquier cosa puede ocurrir, los personajes pueden pasar por mil situaciones y estar en cientos de lugares. A través de los libros conocí otras culturas y otros paisajes. Las descripciones de mis autores favoritos me llevaron a Francia, a Rumania y a Perú.

Asimismo, mi formación literaria desarrolló en mí una sensibilidad más aguda hacia mi entorno. Leer libros no te hace más inteligente, pero sí te permite ver que, en ese espectro de realidades, no todas son idílicas. No todos los paisajes son campos de flores con conejitos tiernos y cielos azules. Aprendí sobre la explotación de los caucheros y de la selva del Amazonas mediante La vorágine, una novela del colombiano José Eustasio Rivera, y años después, conocí Las uvas de la ira de John Steinbeck y comprendí que un evento climático podía desencadenar el éxodo de toda una comunidad. 

La naturaleza no es ni ha sido nunca un escenario, aunque así se haya representado muchas veces en el arte. Para bien o para mal, nuestras actividades, pensamientos e incluso sentimientos están determinados por el ambiente. En la literatura se ha expresado a veces de manera más explícita que otras. ¿No acaso el catalizador de Las uvas de la ira fue el fenómeno de Dust blow, originado por las sequías?

Por otra parte, pienso en mi poema favorito, escrito por Alberto Caeiro. El sujeto lírico mira a su alrededor mientras piensa que Dios no está en un templo, sino en la naturaleza que lo rodea. Así, su entorno lo motiva a expresar, en versos, una filosofía sobre la existencia.

Mi alma es como un pastor,
conoce el viento y el sol
y anda de la mano de las Estaciones […].
Toda la paz de la Naturaleza a solas
viene a sentarse a mi lado.

La literatura sin naturaleza, ¿qué sería? ¿No acaso los grandes símbolos de la poesía son elementos naturales? La rosa, el mar, el agua, el árbol… Los poemas se quedarían sin imágenes. Los poetas no tendrían metáforas, o quizá, unas muy diferentes a las que conocemos; nada de la rosa como símbolo de belleza y amor. “La rosa no dejaría de ser rosa, y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo”. Shakespeare, ¿qué cosas dices? “A rose is a rose is a rose”, olvídala, Gertrudis, ya no evoca nada. ¿Existirían los haikús? No lo sé, pero, definitivamente, los teóricos literarios y los semiólogos tendrían menos trabajo. Adiós a tradiciones completas. ¿Los románticos? Borren los nombres de Goethe, Lord Byron y Bécquer. Gabriela Mistral, por favor, borra el mistral de tu nombre. Meira Delmar, te quedas en Meira. 

La teoría literaria más básica nos dice que una historia debe tener personajes, ubicados en un tiempo y en un espacio: “Érase una vez, Caperucita roja en un bosque”. Una simple oración y comienza la historia. Sin embargo, ¿qué sería de caperucita sin bosque y sin lobo? “Érase una vez Caperucita roja con su abuelita. No comieron nada porque ya no hay bosques. No pasó nada porque no hay lobos que la asusten: se extinguieron. FIN”.

A veces pienso en todo el daño que está haciendo el antropocentrismo. Paradójicamente, estudié en la Facultad de Humanidades: ahí celebramos que las discusiones intelectuales hayan cambiado su foco de Dios al humano. Vale, al inicio estuvo genial que dejaran de quemar científicos por decir que la Tierra no gira alrededor del Sol. No obstante, llegamos a un punto en el que ahora todo gira en torno al ser humano. Y este discurso es el que nos tiene en este punto: con una crisis climática encima, pérdida de biodiversidad, y angustiados por todo lo que se nos viene. Diositanosagarreconfesados.

Muchas culturas no occidentales tienen o solían elementos de la naturaleza como divinidades y en la vida cotidiana no había una indistinción entre lo humano y lo natural (o al menos no muy clara). En la cultura mexica, por ejemplo, los nombres de las personas estaban compuestos por referencias a animales o a plantas; y en náhuatl para la palabra belleza, se usa la misma palabra que se usa para las aves. Las conexiones entre el universo y su sistema de creencias son intraducibles a nuestros conceptos actuales. Una vez leí una interpretación sobre el Popol Vuh en la que el investigador indicaba que la historia estaba ligada al movimiento de Venus y éste al ciclo agrícola de los mayas. Por supuesto que me explotó la cabeza.

La cultura occidental en la que crecí hace tiempo que abrió una brecha o, mejor dicho, construyó una jerarquía. Los elementos del ambiente ya no son divinos, ahora hay un distanciamiento: hoy somos “nosotros” y “la naturaleza”. Como si los humanos no fuéramos parte del sistema natural. Hoy decimos “debemos salvar el mundo”, como si no estuviéramos en él. Hoy gritamos “salvemos la naturaleza” como si nosotros estuviéramos hechos de plasma o si, como Remedios la Bella, “no fuésemos seres de este mundo”. Dicen que el lenguaje le da sentido a la existencia y este es el que le estamos dando. El árbol ya no es árbol, sino recurso maderable; el agua ya no es agua, sino recurso hídrico.

Estudiar una carrera de literatura también me permitió conocer la importancia de las palabras, de los discursos y de los símbolos. No sé si fue antes la palabra o el concepto (Saussure, perdóname). Pero sé que nuestro discurso tiene fallas. Es tan peligrosa la indiferencia a nuestro ambiente como lo es la condescendencia. “Salvemos el planeta”. Claro, porque somos Superman y podemos, porque somos más fuertes que un huracán o una sequía. No sé si nuestras palabras son el reflejo de nuestra ignorancia o de nuestra prepotencia. Pero sí sé que cambiar nuestros discursos podría ser un buen inicio para cambiar nuestra situación actual. Y sé también que, para hacerlo, necesitamos educarnos primero.

Como en las relaciones ecológicas, el conocimiento también está interconectado. Para nuestro entendimiento, creímos que era bueno dividirlo: “Aquí está la ciencia, allá están las humanidades, y por allá, las ciencias sociales”. Quizá es el momento de salir un poco de esas clasificaciones. Los estudios actuales apuntan a eso, ahora hay disciplinas emergentes como la “ecocrítica” o la “ecoliteratura”. También me gustaría subrayar la importancia de la divulgación científica. Sí, hay palabras que suenan muy bonito en latín, pero si el grueso de la población no podemos entender los grandes misterios que los científicos están develando, entonces vamos a seguir creyendo que el cambio climático es un cuento de niños al estilo de los hermanos Grimm.

Necesitamos nuevos puentes de comunicación. Aristóteles decía que a través de la representación, nos podía ser más fácil comprender cosas que no podríamos ver en la vida real. También habló de un concepto llamado catarsis, que, en pocas palabras es “cuando te cae el veinte”. Para explicarlo mejor, pondré esta imagen: tú llorando, cuando tu personaje favorito de la novela que estás leyendo se muere alv.

Así, mediante la representación, podemos empatizar y conocer otras situaciones que quizá nos son ajenas. Personalmente, creo que muchas veces no entendemos los problemas ambientales porque los vemos como algo ajeno. Por ello, insisto en la necesidad de nuevas narrativas y de discursos más acertados. Basta de entender nuestro entorno como mero escenario, basta de esa distancia de “yo” y “la naturaleza”. Basta de pensar en ambiente sólo como árboles y flores; nuestro ambiente es también las ciudades de acero y el pavimento. ¿Qué vamos a hacer con ello? ¿Cómo las vamos a hacer un lugar habitable y amable con nosotros mismos sin afectar (más) a los otros seres con los que cohabitamos?

Hoy pienso que sería imposible tener a escritoras y escritores románticos. ¿De qué escribirían? ¿Del río contaminado por la fábrica trasnacional o la minera extranjera? Claro que, para ello, también tenemos a otros escritores, como a T.S. Eliot hablando de una ciudad contaminada o a García Lorca desmitificando Nueva York y describiendo sus enormes ratas y olores que la habitan.

Sin embargo, como la persona idealista que siempre he sido, me reúso a que nuestras próximas narrativas hablen sólo de suciedad y contaminación. Yo quiero la Naturaleza que se va a sentar al lado de Pessoa. O mínimo una ciudad decentemente respirable. Quiero que cambiemos nuestras narrativas con las que entendemos y explicamos el mundo, y que, por ende, nos lleva a tomar decisiones más asertivas. Quiero que cambiemos nuestras narrativas antes de que éstas sean las únicas que existan en los nuevos libros.

Quiero que el mar siga siendo un símbolo de inmensidad y no el lugar donde reposan toneladas de plástico. Quiero que el barro siga siendo aquel material con el que moldearon a los primeros seres humanos y no polvo infértil. Quiero que la rosa siga siendo la rosa, la rosa, la rosa y no el recuerdo de la belleza natural que alguna vez existió.


Autora: Karla Mercedes Bernal Aguilar (México, 1996). Estudió la licenciatura en Letras Latinoamericanas en la Universidad Autónoma del Estado de México. Además, realizó estancias académicas en Perú y en Canadá. Sus pasiones son las letras y los problemas sociales y ambientales. Durante cinco años fue miembro de la brigada de Jóvenes Ecologistas de la Facultad de Humanidades, en la que realizó campañas de educación ambiental. Asimismo, fue miembro de diferentes redes de divulgación (Atomium, Nanosapiens y José Antonio Alzate), en las que impartió talles y conferencias sobre la relación del arte y la ciencia. Actualmente tiene un proyecto de difusión y recaudación de fondos para la conservación del ajolote mexicano. En sus tiempos libres realiza contenido sobre temas ambientales para redes sociales.