¿La tierra estaría mejor sin humanos? – Ensayo de Juan Manuel Labarthe

La pandemia comenzó a extenderse a nivel global por ahí de marzo y abril del año pasado. Fue entonces cuando muchas ciudades comenzaron a implementar estrictos toques de queda para evitar que la población saliera y aumentaran los contagios. En la sección internacional de los portales de noticias frecuentemente aparecían fotografías que capturaban a las grandes urbes vacías, completamente libres de presencia humana. Las imágenes eran anómalas, pero no extraordinarias. Podrían corresponder también a un domingo muy temprano por la mañana o a un día festivo. Las fotografías verdaderamente inusuales fueron aquellas donde la cámara —testigo curioso y alerta— capturaba, rompiendo el vacío, la presencia de animales salvajes que, ante la ausencia de humanos, asomaban su esplendorosa piel, pelaje o plumaje por las calles, plazas y edificios de los centros metropolitanos. Queda grabada en mi memoria la imagen de un delfín nadando en las aguas cristalinas de los canales de Venecia; la de una familia de jabalíes cruzando la calle sin peatones ni autos en Haifa, Israel, que me recordó la portada del disco Abbey Road de Los Beatles; y la de un puma que merodea gozoso y libre por las calles de Santiago, ciudad que apenas unos meses antes había sido escenario de violentos enfrentamientos entre manifestantes —la mayoría jóvenes— y las fuerzas del orden público. Estos retratos de animales salvajes tomando tímidamente las ciudades quizá eran una de las poquísimas fuentes de optimismo, en medio de un mundo que de la noche a la mañana se había vuelto de cabeza, del desconcierto ante el arribo de una epidemia que había surgido de la nada para dominar el planeta y que traía consigo enormes pérdidas económicas y de vidas. Esta situación inédita —si no por su naturaleza, sí por la enorme escala de impacto— nos descubre que el terreno donde estamos parados no es tan sólido como creíamos y ha dibujado una enorme interrogante en nuestro futuro como especie.

Hace algunos años el canal de televisión History Channel transmitió un documental llamado La tierra sin humanos que especula sobre lo que ocurriría en el planeta si desapareciera nuestra especie. No es un ejercicio mental necesariamente novedoso: La máquina del tiempo de H.G. Wells no sólo introdujo el concepto de un artilugio mecánico que nos permite desplazarnos a voluntad hacía el futuro o el pasado, sino que su argumento en el que un científico se desplaza cientos de miles de años hacia el futuro permite reflexionar sobre el desarrollo, la decadencia y extinción de la especie humana. Similar premisa es la que subyace en la famosísima película El planeta de los simios, cuya secuencia final donde aparece la icónica imagen de la Estatua de Libertad semienterrada en la arena nos revela que el relato se trata de una historia con advertencia y moraleja. A diferencia de los dos ejemplos anteriores, el documental se centra más en los datos científicos que en la reflexión filosófica. Lo sorprendente, si hacemos caso a la ciencia, es lo rápido que el legado humano desaparecería en el caso de una extinción. No son necesarios miles de años, bastará apenas un milenio para que queden muy pocos rastros de la existencia de la humanidad. Para ese momento todas las ciudades estarían destruidas y cubiertas de plantas, todas las estructuras de cemento modernas habrían colapsado una vez que las varillas de acero se hubieran expandido. Sólo quedarían entonces estructuras macizas hechas de piedra como las pirámides o los castillos.

Las imágenes de animales anunciando su presencia en las ciudades, apenas unos pocos días después de iniciado el encierro, nos proporciona un atisbo de lo rápido que se pondría en marcha ese proceso. Por ello me parece que su contemplación resulta cautivante, más allá de la belleza de los animales o de la composición surrealista que une el artificio con lo natural. Y uno se pregunta entonces: si queremos lograr lo más beneficioso para la naturaleza, ¿lo mejor no sería que como humanidad humildemente retrocediéramos, reconociéramos nuestro fracaso, renunciáramos y dejáramos que alguien más tomara el control? Hoy se realizan enormes esfuerzos eco amigables cuyo fin es paliar un poco el daño que nosotros mismos hemos causado. Hemos desviado ríos, ocasionado el cambio climático y causada la extinción de múltiples especies o su disminución. De la mayor parte de las especies de mamíferos —sin contar a los roedores— se cuentan cientos o miles de individuos. Pero los mamíferos que hemos domesticado básicamente para que nos sirvan como alimento: ovejas, cabras, vacas y cerdos, se cuentan en cifras de cientos de millones. Y, por supuesto, nosotros mismos hemos poblado en gran número todos los rincones de la tierra. 7500 millones de individuos sobrepasamos a todos los demás mamíferos combinados.

No desapareceremos por voluntad propia. Lo cierto es que nuestro instinto de supervivencia está por encima de cualquier ética planetaria. Aun si hipotéticamente nos propusiéramos borrarnos de la faz del planeta, en aras del bienestar común de todos los seres vivientes, resultaría muy complicado. Nuestra extinción, por lo menos a mediano plazo, será entonces lenta, probablemente no definitiva y en el proceso de nuestra propia autodestrucción dañaremos o destruiremos a una gran cantidad de especies.

Así pues, este es un momento decisivo. Cuando termine la pandemia —porque terminará, aunque por la situación en la que nos encontramos se hace difícil fijar una fecha— podemos regresar al camino antiguo o elegir uno nuevo. En el camino antiguo una gran parte de la humanidad continúa persiguiendo sus intereses personales o grupales, mantiene intactos sus viejos hábitos de consumo desmedido, y las grandes compañías llenan sus arcas explotando alegremente los recursos naturales sin pensar en las consecuencias ante la indiferencia o complicidad de los gobiernos. El nuevo camino, en cambio, consiste en utilizar las herramientas tecnológicas a nuestro alcance no para devastar y usufructuar sin consciencia el planeta, sino para convivir sana y responsablemente con nuestro entorno. Actualmente las grandes empresas de internet como Amazon, Windows, Facebook, Apple basan sus estrategias de negocios en que los usuarios consuman la mayor cantidad posible de productos manufacturados. Esto es desafortunado porque la función de la tecnología debería rebasar con mucho la venta y compra de productos y servicios. La famosa aldea global se ha convertido en un Market Plaza, en una plaza de mercado muchas veces repleta de mercachifles que nos quieren vender lo que no necesitamos. Idealmente el propósito de la comunicación debería estar orientado a conectarnos para unirnos en comunidades que compartan experiencias y trabajen en conjunto para resolver los acuciantes problemas a los que nos enfrentamos. ¿Por qué no mejor en lugar de una aldea global, múltiples aldeas conectadas globalmente, basadas no tanto en el intercambio de productos sino en el intercambio de ideas y soluciones? El ciberespacio como un punto de encuentro donde lo global se resuelve a través de lo local y viceversa.

Nos maravillan las imágenes de edificios cubiertos de plantas trepadoras y de animales salvajes que corren libres por las carreteras, pero lo cierto es que lo verdaderamente sorprendente es que hayamos creado una civilización que ha puesto una muralla a la naturaleza, que hayamos crecido a base de explotarla y hacerla retroceder. Pero al final la que retrocede no es ella sino nosotros, que hemos empujado a nuestra especie y a muchas otras, al borde de un precipicio. Curiosamente la raíz del problema puede ser también la solución: nuestra capacidad de cambio y adaptación. A lo largo del tiempo de la evolución nuestro aspecto físico ha cambiado, pero también lo ha hecho nuestro comportamiento, a veces de manera significativa, de modo que podamos tomar provecho de las condiciones que nos brinda nuestro entorno. Aún estamos a tiempo, no tanto de revertir el daño hecho y seguir actuando igual, sino de cambiar nuestros esquemas mentales y con ello nuestra conducta hacía la naturaleza. A fin de cuentas, los más beneficiados seremos nosotros.


Autor: Juan Manuel Labarthe (Ciudad de México, 1974). Licenciado en Literatura por la UDLA-Puebla. Actualmente estudia la maestría en Literatura Aplicada en la Ibero Puebla. Profesor universitario en el área de Lengua y Literatura. Ha escrito cuento, teatro, y poesía. Entre los premios obtenidos destacan el primer lugar en el Cuarto Concurso de Poesía de Ciencia ficción José María Mendiola en 2017 y el primer lugar en el Primer Concurso de Poesía Hispanoamericana Rostros en 2018. Es autor de la obra de teatro breve Hotel Alkar, representada en Barcelona y Lima, y premiada como mejor obra de temporada en Microteatro México en 2015 y Microteatro Veracruz en 2017.