La muerte de Liquidámbar || Cuento de Baltasar Botavara

Cuentan quienes presenciaron la ejecución de la sentencia que la mañana del viernes veintiocho de agosto el parque del barrio Los Libertadores olía a ámbar gris mucho más que de costumbre. El cielo negro y el viento rabioso parecían protestar por lo que estaba a punto de suceder. Los notables de la Junta de Acción Comunal habían decidido que en el libro del destino de Liquidámbar estaba escrito que no vería el amanecer del veintinueve de agosto, que en este otoño sus hojas de cinco puntas no se colorarían de amarillo y granate.

De nada valieron las súplicas de algunos ingenuos que suplicaron conmutar la pena de muerte por la poda de algunas ramas. De nada sirvió que aquélla mañana doña Evangelina Rodríguez se abrazara a él y, entre lágrimas, les dijera a los verdugos y a los notables que en Liquidámbar habitaba algo de su fallecido esposo. La decisión era inmutable e irreversible. En el cuaderno de anotaciones así se justificó la decisión: «Liquidámbar era ya muy viejo y tenía una posible infección en su corteza».

El área ya había sido acordonada con unas cintas plásticas amarillas. En los alrededores del parque, desde las ventanas de las casas, solo algunos observaban el espectáculo. Dentro de la zona, cinco hombres con uniformes naranjas, cascos y protectores auditivos coordinaban la caída del gigante. Uno de ellos, quien después se supo que se llamaba Luis, prendió una motosierra; otro, Jorge, tenía en sus manos un hacha, con la que habría de descubrir las raíces para arrancarlas, una vez el tronco de Liquidámbar yaciera en el suelo; los otros tres, cuyos nombres nunca se supieron, estaban en las esquinas occidental, norte y oriental del parque, vigilando el perímetro y controlando las rutas de escape.

A las diez de la mañana en punto sonó algo metálico, chirriante y acelerado; Luis había prendido la motosierra. Miró a su diestra, donde estaba la señora Marina de Rincón, presidente en ejercicio de la Junta de Acción Comunal. Doña Marina cabeceó de arriba a abajo, solo una vez. El verdugo podía proceder.

La espada de la motosierra hizo contacto con la corteza en la parte inferior del tallo de Liquidámbar; primero en paralelo al suelo y hasta dos tercios del grosor total, y luego en diagonal de 45 grados, de arriba hacia abajo. Luis volvió a mirar a doña Marina, quien nuevamente cabeceó. El verdugo podía proceder con el corte trasero, el final, que también se haría en paralelo al suelo, pero un poco más arriba de la línea del primer corte.

El matador volvió a llevar la espada hasta la corteza, pero esta vez para entregar la estocada definitiva. Siguió en paralelo, hasta cuando el centro de gravedad se desplazó lo suficiente para que el peso del fuste y de la biomasa hiciera el resto. Luis corrió hacia la esquina norte, el Liquidámbar cayó hacia el sur. El ruido de la motosierra cesó y sólo se escuchó un golpe seco y unos pájaros que huyeron despavoridos; una anciana lloró descorazonada, y luego siguió el silencio.

En el suelo yacía inerte quien alguna vez se llamó Liquidámbar.

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Autor: Baltasar Botarava (Bogotá, Colombia, 1987). Economista y magister en Economía; se ha desempeñado como funcionario del Ministerio de Defensa Nacional de Colombia y como profesor de la Escuela Colombiana de Ingeniería y de la Universidad de los Andes, en Colombia. Actualmente, es vicepresidente del Capítulo de Economía de la Asociación de Egreados de la Universidad de los Andes. Sus creaciones literarias han sido publicadas en Primera Página.