Un vestido azul o dorado

Ilustración de Aimeé Cervantes

Desde que descubrí las ilusiones ópticas aprendí a desconfiar de mis ojos. La primera que vi fue el dibujo de una joven con sombrero de plumas y vestido victoriano, de quien sólo se observaba el ángulo de la mandíbula, la oreja y las pestañas de un ojo. Tenía la leyenda: “¿Y tú qué ves? ¿Una muchacha que mira hacia otro lado o una señora de nariz grande?” Mi madre veía a la anciana, pero yo no podía dejar de observar a aquella muchacha que desdeñaba mirarme. Hasta que, por la gracia del insistente, la vi. Las vi a ambas. Ese pequeño engaño me produjo una especie de vértigo, como el que buscaba al girar en las tazas locas de la feria. Aquel viejo “ver para creer” perdió su dogmatismo. Había germinado la semilla de la sospecha.

Con los años fui descubriendo más ilusiones: líneas chuecas que en realidad eran paralelas, imágenes fijas que parecían moverse y jarrones que al mismo tiempo eran dos rostros frente a frente. Poco a poco se hacían más complejas: para que algunas surtieran su hechizo era necesario entrecerrar los ojos o, en otras, parpadear varias veces y mirar una pared blanca. Hace unos años el internet se dividió entre los que veíamos un vestido azul o uno dorado. El resultado era el mismo: los ojos eran presas fáciles del fraude.

Si algo nos ha enseñado la pareidolia (un error cognitivo que nos hace ver rostros en patrones aleatorios) es que la percepción de los sentidos no es pasiva. No somos antenas que registran claramente la señal que les llega, sino que hay distorsiones, ruidos; el cerebro se encarga de interpretar más que de copiar fielmente: pone movimiento donde no lo hay, curva trazos que están rectos, deforma los colores. Supongo que parte de la fascinación por las ilusiones ópticas nace de interrogar lo que damos por sentado. Uno aprende a mirar con cierto escepticismo y esta duda es necesaria. ¿Cómo observa el otro? ¿Qué miraría yo si mirara con los ojos de alguien más? ¿Veo lo que quiero ver o lo que existe?

Por eso me gusta la poesía.

Construida con apenas unos trazos, sombras, espacios en blanco que uno llena, la poesía nace también de la ambigüedad. A veces, no es una imagen lo que construye, sino una sensación, un sentimiento ambivalente cuyos polos cohabitan en un mismo texto. Y es justamente esta ambigüedad su única existencia posible. De ahí que las arquitecturas de M. C. Escher se ganen el adjetivo de irrealizables. Exigen detenerse. Mirar dos veces. Ladear un poco la cabeza para descubrir en qué momento una persona sube y baja a la vez o encontrar el punto donde una cascada se vuelve infinita. Aunque nada de eso tenga un sustento en el plano físico, imaginar que ese mundo es posible, nos permite detonar otras realidades que podrían coexistir o superponerse con la nuestra. La paradoja de las artes, decía Seamus Heaney (1939-2013), radica en que son inventadas y, al mismo tiempo, nos permiten extraer verdades acerca de quiénes y qué somos o podríamos ser.

Si algo hemos aprendido de la retórica es que la palabra es un artificio. El escritor juega con la perspectiva: enfoca, difumina, oculta. Mucho depende de quién lea un texto para saber por qué ve lo que ve. Así como sucede en las ilusiones ópticas, un solo poema nos hace discrepar con nosotros mismos. En ocasiones un verso que me ha deslumbrado en la noche, al día siguiente ya no me dice nada; en otras, no logro percibir lo que alguien más me dice que está ahí. Para no frustrarme en exceso me digo que esto no significa que deba calibrarme los lentes, sino que ambos panoramas existen en esa contención de luz y sombra que forman las palabras. Y que es mi propio cerebro interpretando lo que lee. Siendo engatusado.

Lo que me gusta de las ilusiones ópticas y de los poemas es que el universo que crean existe mientras duran. Más allá de eso, sólo me queda una sensación de asombro incomunicable. Experimento por unos instantes que algo en el mundo ha sido desencajado. Y son tal vez mis propios sentidos los que juegan con mi mente.

Pero el engaño es hermoso.

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Autor: Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, Guerrero, 1993). Es médico cirujano por la UAM-Xochimilco. Ganador del IV Premio de Poesía Joven Alejandro Aura por Epicedio al padre (2017), su primer libro. Ha sido becario en diversos programas de creación literaria, entre ellos Interfaz ISSSTE-Cultura en 2017, el Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico del estado de Guerrero (PECDAG) en 2018, y el de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2019.

Ilustradora: Aimeé Cervantes Flores (Oaxaca, 1995). Egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Profundizó sus estudios en la ilustración, la cual considera su pasión después del cine, la literatura y la música. Entre sus logros se encuentran: Exposición colectiva en el Museo Franz Mayer con motivo de “El mundo de Tim Burton”; participación en un mural colectivo de su facultad y como directora de fotografía en el cortometraje “Otro Muerto” del Rally universitario del GIFF.