Instantes || Crónica de Juan Francisco Hernández

Estamos en agosto. Un verano cálido y húmedo. Hace tres años llegué a Bélgica y no me acostumbro al clima. Inviernos largos y fríos; veranos cortos y ardientes. Por la mañana me senté en la terraza, me quité la camiseta y me quedé tranquilo e inmóvil, como lagartija sobre piedra al sol. He pasado la otra parte de la mañana en el jardín, con los hijos de M, buscando caracoles.

H, la hija de M, miró el cielo y dijo: «Las nubes están tan bonitas que parecen falsas». Miré arriba. Unas fabulosas nubes blanquecinas rasgaban el cielo azul turquesa.

«Los caracoles están en todas partes, sólo hay que buscarlos bien», les digo. Están aferrados, con su baba pegajosa, a los troncos de los árboles y a los tubos de la malla de gallinero que divide nuestro jardín y el huerto del vecino. H tiene nueve años y T, el hijo más pequeño de M, tiene tres. Esperan hasta llenar sus dos manitas de caracoles y los llevan hasta la plataforma, sobre la estructura de madera que sostiene al columpio y al tobogán. Se suben, se sientan y acomodan a los caracoles en fila india sobre el borde de la plataforma. Entonces, coloreamos sus caparazones con pinceles y pinturas de agua. A algunos los pintamos de un solo color y a otros de dos o tres colores. Algunos caracoles sacan el cuerpo y empiezan a desplazarse con languidez. Otros permanecen ocultos dentro de su caparazón.

«A los que les gusta su color, salen y caminan. Y a los que no les gusta, se quedan dentro», dice H.

Los niños se detienen a mirar el mundo pasar.

M nos llama a comer. Ha preparado chuletas de puerco, ensalada de pepinos y papas al horno. Por la tarde, nos olvidamos de los caracoles y salimos a tomar helado en uno de los cafés de la Plaza Mayor.

Por la noche, empieza a caer una lluvia de agua caliente y espesa, como sopa. A la mañana siguiente, cuando despertamos, los niños ya están fuera, buscando a los caracoles. Durante la noche y una parte de la mañana, los caracoles han abandonado la plataforma de los juegos y se han percatado de que la mayoría ha desaparecido. Enseguida los niños emprenden una búsqueda tenaz y exclaman «¡Mira!» «¡Mira!» cada vez que encuentran alguno. Lo días siguientes siguen apareciendo en diferentes partes del jardín. Algunos sobre el césped y otros ya han encontrado una rama donde trepar. Debajo de la plataforma también hay un par de caracoles rezagados. No todos siguen vivos pero casi todos los colores de los caparazones se han deslavado o han terminado por recuperar su color natural. Una ligera tristeza se apodera de H y de T pero, un par de minutos después, con esa inagotable capacidad que tienen los niños para recuperarse de los desconsuelos, ya están dejándose caer por el tobogán. T me pide que le haga «el helicóptero». Lo subo al columpio, lo hago girar y lo suelto para que lo haga dar vueltas, desenredándose velozmente. T tiene lo que García Lorca llamaba «duende»: el espíritu de un hombrecillo ágil, como el azogue.

M y yo nos separamos. H y T ya dejaron de ser unos niños.

H ha cumplido la mayoría de edad y T, está entrando de golpe en la adolescencia. H se tiñó el pelo: rubio-platinado-amarillento. Me pregunto si, como los caracoles, su nuevo color de pelo le ha permitido a H salir de su caparazón. Se puso una argolla en la nariz, usa largas y sueltas camisetas y gorra de béisbol; escucha música rap. Cada hora posa para la cámara fotográfica de su teléfono móvil y se hace fatuos selfies que publica en Instagram. Hace eso que algunos hijos de padres divorciados hacen: pasa algún tiempo con su padre y otro con su madre, dependiendo de lo que pueda obtener de cada uno. Ella y yo, ya no hablamos. No pudimos soportar el rencor. Yo no pude con su adolescencia y ella no pudo con mi enfermedad. T sigue teniendo ese espíritu generoso y noble y, ahora, pasa mucho tiempo con su padre, mucho más del que pasaba de bebé cuando, orgulloso de que él tenía dos papás, algo que por supuesto ponía colérica a la madre de M, que nunca pudo soportar que M me sustituyera por el padre de sus nietos, al que quería demasiado.

Algunas veces he querido gritar esas palabras del Fausto de Goethe: «¡Instante sagrado y fugaz, detente, eres tan hermoso! ¡Dame la eternidad!» y aprisionar esa época, con M y sus hijos.

«¿Es posible  —se preguntaba María Zambrano—  enamorarse de las cosas que pasan, incluyéndonos a nosotros mismos, sin llorar por su desvanecimiento?»

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Autor: Juan Francisco Hernández (CDMX, 1971). Profesor universitario, escritor y fotógrafo, franco mexicano. Desde hace once años vive en Bélgica, donde trabaja como profesor en la Universidad Católica de Lovaina. Ha publicado novelas cortas con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano. Ha publicado artículos en Diario de Galicia, Diario siglo XXI de Valencia, Ruíz Healy Times y otros. Actualmente tiene un espacio donde publica artículos en Revista Praxis, de Tuxpan, Veracruz. También es fotógrafo documental, ha realizado exhibiciones de fotografía en Bélgica y en medios digitales. Ha obtenido un par de premios por sus relatos y por sus imágenes.