Indignados

En esta columna hemos hablado sobre la censura de la era Hays, que oficialmente acabó en 1967. El final del código podría hacernos pensar que, a partir de ese momento, la libertad creativa no encontró límites. Esto, sin embargo, no es exactamente así. Uno de los ejemplos recientes son las quejas y protestas posteriores al estreno de Joker (Todd Phillips, 2019), puesto que ciertos sectores creían que podía incitar a la violencia. El poder ofensivo del cine es tan viejo como el medio mismo, pero no siempre nos han ofendido las mismas cosas. O, mejor dicho, no siempre se ha escuchado a los mismos.

Fijémonos en la considerada primera película polémica de la historia, El beso (William Heise, 1896). En ésta, vemos a una pareja besarse durante veinte segundos de manera explícita, algo que el público del momento no estaba acostumbrado a ver. Esto escandalizó a ciertos sectores cristianos, que pidieron la prohibición de la película. En ellos, que cada vez tuvieron más poder, se encuentra la semilla del posterior código Hays.

A pesar de que bien pronto los besos en pantalla dejaron de ser escándalo, cualquier mención al sexo fue blanco de la censura durante la primera mitad del siglo XX. Por eso, no es de extrañar que Éxtasis (D. Gustav Machaty, 1933), donde aparece el primer orgasmo femenino de la historia del cine, se prohibiera importar a Estado Unidos. En los años cuarenta la censura se endureció aún más. El forajido (Howard Hughes, 1943) tardó tres años en estrenarse ya que, según los censores, el busto de Jane Russell “se enfatizaba excesivamente”. La luna es azul (Otto Preminger, 1953) casi no vio la luz por mencionar las palabras “virgen”, “seducir” y “amante”. Sin embargo, a pesar de los intentos de tres estados por censurarla, se desestimaron las peticiones de su prohibición. Paulatinamente, el código estaba perdiendo poder.

Pero el final de la era Hays en 1967 no implicó necesariamente la absoluta libertad artística. Quizá recorrer a las autoridades para prohibir una película ya no era la moda, pero esto no evitó que cintas consideradas ofensivas se vieran perjudicadas. La arriesgada Peeping Tom (Michael Powell, 1960) (cuyo protagonista es un psicópata asesino de mujeres) no tuvo problemas para estrenarse, pero fue linchada por los críticos, lo cual arruinó para siempre la carrera de su director. Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961) tuvo que suavizar considerablemente la condición de prostituta de Holly Gollightly, interpretada por Audrey Hepburn, puesto que habría resultado impensable para el público de la época ver a Hepburn como prostituta. Curiosamente, la representación del señor Yunioshi (un personaje japonés basado en estereotipos interpretado por Mickey Rooney, un actor caucásico) no supuso ningún problema. Cuando años después preguntaron a su director, Blake Edwards, sobre el tema, dijo que en su momento nadie lo vio como algo problemático, que eran otros tiempos.

Ahora bien, no debemos entender por estas palabras que el racismo se haya pasado por alto en la historia del cine. Simplemente, las voces críticas de aquel momento no tuvieron suficiente poder para conseguir cambios considerables (al contrario que los movimientos cristianos que lograron censurar películas subidas de tono). Al estreno de El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915) —un relato idealizado de la creación del Ku Klux Klan—, le siguieron una serie de protestas en distintas ciudades de Estados Unidos lideradas por la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. Asimismo, personalidades de todo tipo escribieron columnas de denuncia en periódicos como el New York Post. Pero esto no impidió que fuera un éxito en la taquilla y, aún hoy, sea recordada como un logro técnico y cinematográfico. Esto nos presenta una cuestión difícil y polémica: ¿hasta qué punto la calidad cinematográfica disculpa el trasfondo moral reprobable de una película?

Este debate parece haber renacido con una fuerza sin precedentes en la última década. La lucha se ha movido de los tribunales a las redes sociales, lo cual permite visibilizar la discusión y dar voz a colectivos que quizá no habrían sido escuchados antes. Fenómenos parecidos al del señor Yunioshi siguen teniendo lugar en el cine actual, pero ahora deben enfrentarse a las consecuencias. Recientemente, tanto Aloha (Cameron Crowe, 2015) como Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017) fueron acusadas de whitewashing por contratar a actrices caucásicas para interpretar a personas asiáticas. Mientras que en el caso de Ghost in the Shell se justificó la elección de una actriz blanca, el director de Aloha sí que pidió disculpas. Valga decir que ambas películas no gozaron del éxito esperado (esté o no esto relacionado con la polémica racial).

Ahora bien, ¿llega esto demasiado lejos? En los últimos años, la cancel culture ha pretendido acabar con la carrera de toda persona considerada problemática por  ellos. Un ejemplo es Harvey Weinstein, quien recibió su más que claro merecido. Pero no siempre es la respuesta tan fácil. El debate sobre separar o no el autor de su obra genera dilemas como si apreciar la obra de Woody Allen o, en el caso de los actores, colaborar con él, es lícito. O bien analiza con perspectiva crítica la obra de directores como Hitchcock, cuyos malos tratos a algunas de sus actrices son bien conocidos. El nacimiento de una nación formaría también parte de este debate. Irónicamente, el guionista y director de la nueva El nacimiento de una nación, Nate Parker, se vio afectado por esta cancel culture. Su película, concebida como una respuesta al racismo de la original de 1915, cayó en el olvido después de que Parker fuera acusado por violación. La original, en cambio, sigue siendo considerada una hazaña técnica y cinematográfica.

El debate no ofrece una solución fácil. En efecto, actitudes críticas como la de la cancel culture pueden recordar sospechosamente a los días previos al código Hays. ¿Debemos prohibir todo aquello que consideremos moralmente incorrecto? ¿Puede una buena película excusar las actitudes reprobables de su creador? En todo caso, el amor al cine y al arte, con la libertad artística como pretexto, no debe excusar ignorar esas voces críticas que han sido calladas durante tanto tiempo.