Don De || Cuento de J. L. Muciño

Ahí viene Don De. Sé que es él, porque camina por el pasillo siempre haciendo ruido con sus zapatos, siempre poniendo el énfasis en su pisada, en especial en la parte del tacón. Ahí viene Don De. Y no es que lo odie, no; es más, ni siquiera lo conozco, pero no sé. Su sola presencia me resulta aterradora.

Ahí viene Don De. Sus pasos suenan, se escuchan, se acercan, van por el pasillo; ese pasillo que hasta hace unos momentos era tranquilo y plácido y vacío, ahora ya no lo es. Don De se detiene. Está justamente afuera de mi puerta, sabe que estoy aquí y yo sé que es él. De alguna forma, sin conocernos, sabemos perfectamente quiénes somos. Somos el mismo.

Don De se escabulle, se vuelve luz, humo, neblina o se desliza, según su gusto, hasta que finalmente da al interior de mi cuarto. Me mira por unos instantes como se mira a la nada. Y el delirio empieza. Don De va y se sienta en mi cama. Y ahí se queda, en silencio, callado, quieto. Me mira. No sé cómo son sus ojos pero siempre los siento pesados pesados, así como si al sentir su mirada se me vinieran kilos y kilos de todas las cosas existentes.

He tratado por todos los medios de negarle la entrada, pero nada resulta. He tapado con toallas las comisuras de la puerta de mi habitación, pero entonces entra por las comisuras de la ventana. He tapado cada grieta posible por donde se pueda escabullir, pero siempre todo resulta en una derrota. Me he abnegado. Lo he aceptado.

Ahora Don De está a mis espaldas viéndome escribir, pero eso a él no le importa. Él tiene un montón de paciencia, me ha llegado a esperar inclusive por horas. No importa que sean las tres o cuatro de la mañana, él espera ahí como ausente hasta que yo termine lo que tengo que hacer. Si yo tengo insomnio, él lo tiene; si tengo cansancio, él lo tiene. Él es como yo y eso es lo que más me asusta.

Hubo un tiempo en que Don De no se atrevía a entrar a mi cuarto, pues descubrí que tenía ciertos puntos débiles que aproveché en su momento; por ejemplo, la música. La música era uno de sus puntos débiles, mientras más fuerte y mientras más me gustase la canción Don De se alejaba más y más. La luz y las risas también eran otros de sus puntos débiles, mientras más luz y mientras más risas yo tuviera, Don De no se atrevía siquiera a poner un pie dentro de mi cuarto. Pero todo ha cambiado, Don De se ha vuelto como yo o… ¿yo me he vuelto como Don De? Francamente no lo sé, no podría decirlo. Ahora a Don De le importa poco la música, la luz o las risas. Ya no tiene puntos débiles. Se ha convertido en un monstruo, en un algo, en un ente, en algo ajeno a mí que ya me es difícil controlar. Pero no importa. Creo que terminaré sabiendo cómo lidiar con él. Siempre lo hago.

Estoy cansado, la energía se me va, el pecho se me desinfla, mi cuello se cae, mis ojos ven para abajo. Su mirada hace efecto. Apago la luz y la computadora, dejo la silla y él crece. Camino a mi cama y le digo a Don De que se haga a un lado, y lo hace, me da espacio, al menos me escucha. Quito una por una las cobijas, me recuesto y me tapo. Me acurruco, me acomodo, cierro los ojos y siento cómo él me empieza a abrazar, y su abrazo no es cálido, sino frío; es de ese frio que te enciende las entrañas y las deja vacías, sin nada, y él me deja de abrazar, se levanta, hace sonar nuevamente sus malditos zapatos, llega a la puerta y se desliza por debajo de ella. Mis ojos me pesan, estoy cansado, estoy vacío, tengo sueño, voy a dormir. Y antes de olvidarme de todo y entregarme al sueño, escucho a Don De decir del otro lado de la puerta:

—Mañana nos vemos.

***

Autor: J. L. Muciño (México, 1994). Graduado de Comunicación y Periodismo en FES Aragón por parte de la UNAM.