Hombre sordo || Cuento de Joan Malinalli

Otra vez, en la clandestinidad, los ecos. Allí van, en calma, prófugos. No están precisamente ausentes, pues, de ser así, no serían ecos clandestinos que avanzan prófugos y en calma; sin embargo, es imposible mirarlos a simple vista. Daniel usa lentes pero es incapaz de verlos. Y yo que no uso lentes y tengo la vista sana, a veces, soy incapaz también. La clave está en que la capacidad se desarrolla con el sentido del oído, pero soy sordo. Y Daniel, él no es sordo pero es lo suficientemente despistado como para darse cuenta de que los ecos están allí.

Hace tiempo le conté que yo era prófugo de la justicia: huyo porque temo al castigo y a la prisión. Daniel me aconsejo quedarme quieto en un baúl hasta que la policía se fuera lejos. Se sentó sobre el baúl a fumarse un puro mientras los puercos corrían tras de mí (aunque estaba dentro del viejo baúl, ¡qué tontería!). Quién sospecharía de un gringo de treinta años con lentes cuadrados y camisa de algodón. Él tiene derecho a sentarse en todos los baúles que desee; incluso, tiene derecho a fumar lo que le venga en gana y a no ser cuestionado por ninguna autoridad.

Los ecos, como yo, clandestinos y morenos, corremos al mismo ritmo pero en distinta dirección. Hay días en los que, por mera coincidencia, nos encontramos en alguna cantina del centro de la ciudad, compartimos mesa, nos emborrachamos. Hay días en los que somos desconocidos hasta en tiempo: mientras yo estoy aquí, recostado en la hamaca observando a las aves trazar figuras con el viento de las tres de la tarde, los ecos están –me imagino– en algún concierto de música en Berlín. Allí son las diez de la noche. Ellos pueden escuchar de cerca o lejos los sintetizadores; seguramente saben cómo suena People de Kat Frankie y cómo suenan las aves que hoy tan solo soy capaz de ver.

Cuando conocí a Daniel, no era sordo. Podía escucharlo todo. Escuchaba los ecos todo el día. Algunas veces eran tan fuertes que los oídos me sangraban, por eso siempre tenía junto a mi mesa de noche algodón y agua oxigenada. No recuerdo bien en qué momento perdí la escucha, solo sé que fue después de Daniel, de la policía y del baúl. La ventaja de quedarse sordo en vida es que por lo menos sabes cómo suenan las cosas; uno nunca olvida los sintetizadores ni las aves ni la voz subliminal de Kat Frankie. Tampoco olvida el sonido de las sirenas ni la ridícula entonación de Daniel cuando habla en español.

Si tú, al igual que yo, quedaras sordo en este preciso instante, tu visión mejoraría y tus recuerdos serían espasmos de angustia voraz. El humo del tabaco no molestaría tus tímpanos, por el contrario, sería un arrullo infantil como aquellos tarareados por la abuela cuando tenías unos cuantos meses y pertenecías al mundo de la escucha. Ahora no. Ahora serías sordo como yo. Sordo y con la vista de halcón. De vez en cuando enemistado con la gente que oye, pues las percepciones cambian y uno cambia también. Pero la verdad es que el cambio es algo que nos llega a todos en algún momento de la vida –y de la muerte. El cambio es algo natural en el ser humano y no se necesita ser un sabio para entender esto: cambia el cuerpo, la forma en que se mira, la voz y el humor; cambian los sentidos, a veces se vuelven más torpes o más ágiles o ambas; cambia el silencio… cambia incluso la manera en la que uno recibe el cambio propio o el ajeno; cambia el significado de lo que es cambiar, pues no siempre es sinónimo de mutar o transformar.

Envidio a Daniel pero él no lo sabe. En realidad, hay muchas cosas que no sabe de mí, por ejemplo: mi nombre. Tú me recuerdas a él. Daniel no sabe que lo envidio porque todavía le sirven los oídos y no los ocupa más que para picotearlos con objetos que encuentra donde sea. El otro día lo descubrí metiéndose un pasador que minutos antes había visto en el lavabo del hostal. Por Dios, Daniel, ¡cuánta inconsciencia!, un pasador de quién sabe quién y tú usándolo para dañar tus oídos. Ya ni la chingas. Nunca le digo nada porque temo hacerlo enfadar, pero siendo sincero lo envidio tanto como lo quiero. Esa es la diferencia: por ti no siento nada más que envidia y compasión. Por ti no me preocupo ni callo para no ofenderte. Nada hago por ti más que hablar de Daniel, de mi sordera y de los ecos.

Sin entender por qué, nuevamente llegan y me invaden. Sigo sordo. Sordo e incapaz de escucharlos; sin embargo, puedo verlos. Están parados junto a esta hamaca que no cesa; están aquí, meciéndome sin que Daniel se dé cuenta. Él tiene puestos los lentes pero no es capaz verlos, y aunque le sirven los oídos, no escucha.

Hoy es uno de esos días extraños en que los ecos me visitan mientras duermo. Daniel, sentado en el baúl fumándose un puro; Daniel hablando en español, sonriendo mientras me persigue la tira. Los ecos morenos, prófugos, etéreos; y yo dormido, sordo y en silencio. Daniel abrazado a la palmera erecta junto a la hamaca que, en calma, se mueve al compás de los ecos también. Daniel y yo perdiendo los sentidos mientras bailamos en aquella disco; haciendo el amor Daniel, los ecos y yo, ecos que se cuelan en la recámara con paredes cuarteadas. Es el ruido ensordeciendo el tiempo; es el ruido dejándome sordo en silencio. Daniel roncando a mi lado desnudo; Daniel que ha olvidado las llaves del baúl en algún lugar de la calle. Los pasos calientes, tibios como el cuerpo de Daniel que acaricia mi rostro opaco. Esta hamaca que no es más hamaca sino eco; estos ecos que son redes dejando marcas la espalda.

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Autora: Joan Malinalli (Mérida, 1994). Estudiante del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM y miembro del Comité Académico en dicho colegio. Sus textos han sido publicados en revistas digitales como Efecto Antabús y Metáforas al aire. Ha participado en algunas exposiciones colectivas con obra pictórica.