Sombras en el horizonte || Cuento de Eduardo Viladés

Dicen que el color del mar cambia a medida que lo observas, que adquiere matices distintos que ni siquiera se pueden imaginar en una primera ojeada. Lo mismo pasa con la vida, en una fracción de segundo te lleva de la alegría a la desesperación. Que pase al revés suele ser más complicado.

Mi padre era marinero y un día no volvió a casa. Mamá nos dijo a mi hermano Enrique y a mí que una ballena gigante se lo había llevado por el mundo para cuidar a niños como nosotros. En su interior se estaba muy calentito, no se pagaba peaje y mi padre podía ir de puerto en puerto vigilando que a los niños y niñas no les faltase de nada. Cuando mi padre se fue abandonamos el pequeño pueblo de la costa granadina en el que nos habíamos criado y nos trasladamos a la Meseta castellana.

Nunca entenderé por qué tuvimos que dejar la tranquilidad que se respiraba en Calahonda por el frío de Valladolid y aquellos inviernos que parecían no acabar nunca. Supongo que mi madre quería cortar por lo sano y empezar desde cero. Nunca aceptó que de la noche a la mañana mi padre no volviese de faenar, que su mar adquiriese un color que no había contemplado ni en sus peores pesadillas.

Se habían conocido en la adolescencia en la verbena del pueblo de mi abuela materna. Tengo entendido que al principio no se soportaban porque sus caracteres eran totalmente contrapuestos. Mi madre era una ametralladora, impulsiva, locuaz, con un don de gentes asombroso, mientras que mi padre se caracterizaba por un carácter reservado, huraño la mayor parte del tiempo, solitario. Aun así, tenía la capacidad de tranquilizar a mi madre, de darle paz y sosiego.

Al menos esto es lo que ella siempre nos decía sobre su marido:

Encerraría a vuestro padre en el sótano y le echaría estricnina en la sopa la mayor parte del tiempo, pero cuando llego a casa y le veo sentado en el sofá se me quitan todos los males y solo quiero besarle.

Aunque viviésemos en Castilla, mi madre nos llevaba una vez al año a un apartamento frente al mar para volver a sentir la brisa marina y recordar a mi padre. Repetimos esta tradición desde entonces. Hay veces que por motivos de agenda no podemos reunirnos en Navidad o en fechas importantes, pero jamás olvidamos nuestra semana con el mar como testigo silencioso. Incluso seguimos manteniendo la costumbre de darnos la mano los tres después de cenar y fijar la mirada en el horizonte mientras estamos sentados en la terraza. Al cabo de unos segundos mirando un punto determinado en el mar, que se manifiesta delante de nosotros con los colores que nosotros pintamos, se pierde la noción de lo que se está observando. Emergen entonces unas sombras, a lo lejos, que coquetean con las luces de algún pesquero cansado de faenar. Aparece mi padre y los tres nos miramos, mamá, Enrique y yo, y sonreímos porque la ballena que lo porta en su interior desde hace tantos años ha pasado por delante de nosotros. Tenemos mucha suerte y siempre que nos concentramos frente al mar pensando en papá aparece la ballena como por arte de birlibirloque. Yo creo que nos entiende, que estamos unidos por algún misterioso nexo. Contemplando el mar me siento más unido que nunca a mi hermano y a mi madre y sé que mi padre nos cuida desde el gigante azul como hace con los niños a los que visita cada noche tripulando el timón de su ballena.

La semana que pasamos en familia en el mar me llena de recuerdos, historias y anécdotas que guardo en la nevera de mi corazón y que voy degustando a medida que avanza el año.

Es lo bueno de estos momentos con amigos o personas que quieres, que los almacenas en los diferentes recovecos de la mente y acudes a ellos los días en los que no quieres levantarte de la cama.

Son como el salvoconducto que necesitamos para ser felices o, al menos, olvidar que no lo somos.

La última vez que fui a la playa con mi madre y con mi hermano estuvimos una noche entera recordando los poderes de mi padre. Yo estaba convencido de que mi padre tenía poderes mágicos. Hoy en día sigo pensando que poseía un don especial. Bien es cierto que con el paso de los años y sentado frente al mar saludando a nuestra querida ballena las cosas se magnifican, pero recuerdo que, cuando estaba enfermo, tocar las manos de mi padre era la mejor medicina que existía.

Solía subirme la fiebre muchísimo. No era de extrañar que de repente me colocase con 40 grados de temperatura, momento en que se organizaba una especie de zafarrancho de combate en casa y mi madre me metía en la bañera con agua congelada.

Durante ese proceso, mi padre se mantenía impertérrito, en su sofá leyendo algún manual de artes de pesca, viendo la televisión o escuchando música, como si el batiburrillo que se había organizado no fuese con él.

Cuando veía que el agua helada, los lamentos de mi madre y los quejidos de mi abuela no habían surtido efecto, se levantaba del sofá como un general dispuesto a dar órdenes a sus soldados: Todos fuera de la habitación del chiquillo. ¡Ahora!

Se acercaba a mi cama, me daba un beso en la frente y me acariciaba la mejilla con un candor y una dulzura que incluso hoy en día provocan que se me erice el vello de la emoción. Entonces, me tomaba las manos, las rodeaba con las suyas, firmemente, y mirándome a los ojos me decía Cariño, pásame el dolor.

Era algo muy íntimo entre él y yo. Mágico, me atrevería a decir. Al cabo de los cinco minutos, la temperatura había bajado hasta 38 grados y me encontraba mucho mejor. Cuando salía de mi dormitorio, mi madre siempre estaba despotricando y echando en cara a mi padre sus trucos de adivino barato. Él la miraba de soslayo y volvía a sentarse en el sofá con sus pensamientos.

Han pasado muchos años desde la imposición de manos de mi padre y yo he recuperado ese momento con mis hijos. Cuando están tristes del corazón (uno de ellos tiene 18 años y se come demasiado la cabeza porque él es su peor enemigo) les agarro con fuerza las manos e intento que me pasen su malestar. Ellos se ríen y hay veces que les da vergüenza porque están en la edad de rebelarse contra el mundo entero, aunque sé que en el fondo les gusta. Quien más disfruta de esas pequeñas cosas soy yo porque supone un modo de perpetuar la memoria de mi padre y de sentirle cerca de mí.

Cuando no puedo contemplar desde el balcón a la ballena que lo transporta por medio mundo, al menos me queda repetir sus mismos actos y recordar lo que él hacía conmigo. Yo creo que no he heredado sus poderes y soy una bruja Lola de andar por casa, pero mis hijos se ríen, me dicen ¡papá, ya vale!, y me dan un beso. Con eso me basta.

***

Autor: Eduardo Viladés (España, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 24 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.