Dilatación agobiante de la esperanza || Cuento de Alan Rolon

«Si es delincuente que muera presto», estampa de Francisco de Goya

Desde que estaba encerrado, lo único que esperaba era que los guardias vinieran por mí. Ansiaba escucharlos andar hacia acá y que me sacaran de mi hermética celda, tan aislada del mundo que no podía siquiera tener una mínima idea de la hora, el día, la época. Cada vez que los escuchaba se me helaba la sangre, pensando que era momento de llevarme al paredón, sólo para escuchar los lamentos ―o percibir su ausencia― de otro prisionero arrastrado, y descansar con amargura otra noche.

Pero al sexto día de mi encierro lo hicieron. Escuché sus pasos viniendo por el pasillo, y en ese momento mi corazón casi se detuvo, un horrendo escalofrío recorrió mi espalda y sentí el insoportable abrazo de la muerte rodeando mi cuello. Mis piernas se entumieron cuando escuché el cerrojo siendo maniobrado por las pesadas llaves del carcelero, pero cuando abrieron la puerta, sentí cómo escapaba entre los corpulentos centinelas mi pesar, mis penas, toda la angustia de la vida se iba y era libre, mientras yo aceptaba gustoso la justicia que finalmente me daba alcance. Todo lo que había hecho para justificar mi encarcelamiento se pagaría con mi muerte, un precio justo por el dolor y la vergüenza que antaño ocasioné.

Me levantaron con desdén, apenas mirándome, como si fuera sólo una carga, un inerte bulto que llevarían de un lugar a otro. Qué inexpresivos sus rostros, no había empatía en ellos. No veían en nosotros a quienes alguna vez llamaron sus semejantes. Nos lo merecíamos. Yo habría hecho lo mismo. Debido a que entendí, en algún momento de mi miseria moral, toda la mierda que había hecho, decidí entregarme, simbolizando así mi purga personal. Lo escogí yo, todo. Cómo viví, cómo me gané la vida, si es que gané algo y si eso que gané era vida. Ahora, hace unas semanas, había escogido cómo morir; en las manos de la justicia. Nadie me había dicho qué hacer jamás y, si lo hacían, no les tomaba consideración. Haría lo que yo quisiera y hasta mi último suspiro así sería.

Mientras andábamos en el largo pasillo hasta donde me lanzarían al pozo con las serpientes, veía las cámaras, los rostros de los hombres y mujeres que habían asistido a mi ejecución. Clérigos, reporteros, políticos y hasta turistas. Lástima para ellos que esperaban una inquisición decente y apegada al protocolo, pero en vista de que me consideré expiado y sin culpas que cargar, me lancé de cabeza al pozo esperando mi pronta muerte, soltándome de los guardias y sorprendiendo al jurista que recitaba mi currículo y mi sentencia.

Con alegría sentí a las serpientes deslizarse sobre mi cuerpo. Las recibí como viejas amigas, animándolas a que con sus dulces besos me llevaran a donde merecía, a Valhalla, al purgatorio o la nada, qué sabría yo, estaba por descubrirlo. No obstante, para mi desgracia, la justicia previó este tipo de sobresaltos, y como su nombre lo indica, lo que hice no debía ser, así que los guardias lanzaron capsulas de nitrógeno para rendir a mis amigas, que aturdidas huyeron y se adormecieron, mientras me elevaban de nuevo, confundido, decepcionado, aterrado. Ahora no era siquiera capaz de elegir mi muerte, cuánta ingenuidad. Mi último deseo no sería cumplido, porque ellos determinarían cuando sería el momento justo.

Así esperé mil días, o siete, escuchando las horrendas pisadas, esas estridentes pisadas, que daban al ir por un prisionero. El girar de una puerta para sacar a uno era para mis oídos como una desgarradora agonía, en espera de mi turno. Y un día, sin saber cuál, los pasos se detuvieron frente a mi celda, abrieron la puerta, asomaron la cabeza y se fueron de nuevo, cerrando con un chillido que antes no había notado. Qué estúpido, apenas era la tercera vez que la oía cerrarse, y así sentí que me insultaron cuando cortaron mis esperanzas.

El deseo de la muerte era lo que ahora me mantenía en vigilia. Y los pasos iban y venían. Una vez incluso se detuvieron en la puerta, murmuraron y siguieron de largo, mientras mi corazón se achicharraba. Lo peor era el desasosiego, el tedio. Ya no tenía qué hacer, con la primera vez había liberado todo, ese era el momento apropiado para terminar con mi existencia, que ya era una obra terminada. Sin embargo, me encontraba vivo aún, sin propósito. Respiraba, ¿para qué? Para sentir el momento de mi muerte, quizá, fuera cuando fuera. Podía esperar horas o años, inimaginable cuestión, pues desconocía cuánto tiempo llevaban encerrados los que escuchaba que se llevaban al paredón. Desconocía de hecho, si algunos de los que oía que sacaban de sus celdas, seguían en el tormento de la vida, como yo. A lo mejor para algunos tal situación era buena, pues tenían aún tiempo de meditar lo que hicieron en vida y de recibir las bendiciones de sus sacerdotes. Pero para mí, que realicé personal penitencia y confesión momentos antes de mi no consumada muerte, ya no había más que hacer.

Era un barco a la deriva, sin rumbo, que debía estar siendo destartalado en un Chittagong, y sin embargo seguía navegando sin destino y sin propósito. Me quedé sin razón de ser cuando me sacaron del pozo, pues ahí debí haber muerto. Pero no era lo justo, mis actos no merecían un trato tan benevolente como dejarme elegir mi muerte. Eso me quebró.

Para quién toda la vida fue una concatenación de elecciones propias lo que dirigía su accionar, que siempre fue el conductor de su vehículo, ser un simple pasajero era una humillación. Ser un despojo humano a disposición de un abrumador aparato inquisidor era algo que no contemplaba, y me rebajaba. Y entonces vinieron por mí, me arrastraron por el pasillo, pues ya no había en mis piernas el vigor de andar por mi cuenta hacía mi destino, esa cosa que creí que yo me fabricaba, pero desdeñado de esta forma me di cuenta que era su títere. Me detuvieron en una esquina, y vi las caras y las cámaras enfocarse en un tipo que estaba hincado ante una guillotina. Con los ojos cerrados y sus manos esposadas, solemnemente él inclinó su cabeza, dio una bocanada de aire, y suspiró por última vez mientras la brillante hoja de acero rebanaba su cuello.

Qué gloria, qué dicha morir en paz. Sentí los ánimos de nuevo, los nervios recorrer mis piernas, y los guardias me alzaron, mientras en mi cabeza ordenaba mis ideas, mis últimos pensamientos antes de morir, pero me arrastraron de vuelta a la oscuridad del pasillo. La impotencia me inundó, ni suplicar clemencia pude, meras rabietas habrían sido, berrinches de mocoso.

Me metieron en la celda de nuevo. Debí haberme dado un balazo en casa. Debí haber sido más valiente en esos tiroteos; cuando ahí me derribaran hubiese tenido tiempo de pedir perdón y expiarme. Pero no, quise sentir la justicia. Quise que me dijeran lo ruin que fui, para que en mi purga fuera más consciente de mis actos. No pude haberlo terminado bien de cualquier forma, no me dejan hacerlo aquí, mi más pura libertad me es denegada.

De nuevo escucho los pasos, vienen en esta dirección. Lo único que entra a mi celda son las comidas, los gritos y sus pisadas. Ya no vienen a sacarme, sólo se detienen en la puerta o se asoman de repente, a atestiguar que el despojo inmóvil sigue vivo. Se pasean indiferentes todo el tiempo, avanzan desesperadamente cargando a las otras inertes inmundicias. Ya no guardo esperanza de que termine mi hastío, el último pedazo de esta se fue con el anterior prisionero que se llevaron arrastrando.

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Autor: Alan Rolon (Colima, 1996). Ha publicado cuentos, reseñas y ensayos en semanarios, suplementos literarios universitarios y revistas en línea. Interesado en la literatura, el cine, la hermenéutica y los estudios respecto a la cultura.