La hechicera || Cuento de Eduardo Viladés

Pintura: En la Mancha. Dulcinea del Toboso de Cecilio Plá y Gallardo

Cuando era niño, en el colegio nos enseñaban a no hacer nada. Nos animaban a que durante algunos minutos nos tumbásemos encima de la cama o en el sofá y nos perdiésemos mirando al techo. Te concentrabas tanto en un punto blanco sobre tu cabeza que llegaba un momento que parecía que estabas flotando e incluso costaba enfocar la mirada. Era en ese preciso instante cuando nacían las mejores ideas y la mente recargaba las pilas.

Gracias a Julia, retomé esa costumbre en mi edad adulta. Aprendí a despreocuparme. Cuando la conocí, trabajaba como jefe de prensa de unas bodegas en Toledo. Había estudiado dramaturgia y periodismo y era el máximo responsable de un grupo de actores y reporteros que elaboraban guiones teatralizados con el mundo del vino como telón de fondo.

Teníamos dos áreas de trabajo. Por un lado, llevar a los turistas extranjeros por la ruta de los vinos manchegos que se perfila en Don Quijote, desde Quintanar de la Orden hasta la zona de Valdepeñas y, por otro, ofrecer sesiones informativas en las que relacionábamos los vinos de la tierra con películas y series de televisión famosas que giraban alrededor de las vides.

La ruta de Don Quijote comenzaba en tierras toledanas. En Quintanar de la Orden llevábamos a los turistas a su famosa Casa de Piedra y a la plaza de toros. También les enseñábamos las bodegas de la zona, donde se volvían locos con sus variedades de tinto, rosado y blanco.

Después, poníamos rumbo a El Toboso, el lugar de origen de Dulcinea, el gran amor de Don Quijote. De hecho, Dulcinea se parecía mucho a Julia. Al menos se parecía a la imagen que yo me había hecho de Dulcinea al leer la obra de Cervantes.

Era una mujer menuda, estilizada, su piel aceitunada delataba su origen, en la Andalucía profunda, rodeada de olivos y bañada por la brisa del Mediterráneo. La comparaban con Lola Flores en sus mejores tiempos e incluso con Paquita Rico, aunque sus ojos aguamarina tenían algo de nórdico. Su cabello negro, que se perdía en unos graciosos tirabuzones por unos hombros bien perfilados, tapaba unos pechos diminutos pero firmes. La de veces que jugué con ellos. Me gustaba meter la cabeza en el canalillo y hacerle pedorretas en las tetas, coger sus pezones y estirarlos hasta que esbozara una mueca de dolor, ensalivarlos y ver cómo el torrente bajaba hasta el ombligo, donde se amansaba en un lago artificial que yo succionaba con mi boca. Sin embargo, lo que más recuerdo de ella es su boca. Y sus besos. Sabían a melocotón, eran muy dulces, su jugo se derramaba por mi cuello, continuaba por mi torso y descansaba en mi acuoso sexo, siempre dispuesto y preparado para la temporada de lluvias. Julia era como un buen espumoso de Almansa, elegante, llena de vida, pletórica, una obra de arte elaborada con uva tempranillo, mazuelo y graciano.

De El Toboso llevábamos a los extranjeros hasta Campo de Criptana, donde disfrutaban de los famosos molinos contra los que luchó Don Quijote.

—Todos nos podemos encontrar con molinos a los que convertir en gigantes. La realidad depende de lo que pensamos y, al final, nuestros pensamientos son los que determinan si vemos gigantes o molinos— me dijo Julia en una ocasión.

—¿Crees entonces que todos estamos locos?

—O todos estamos cuerdos. Dependerá de nuestra capacidad para ver el lado bueno de las cosas, para convertir lo que nos preocupa en un gigante con el que luchar o en un molino inofensivo.

Yo me encargaba de explicar a los turistas lo que Cervantes había intentado decir con la alegoría de los molinos. Asimismo, les hablaba de Sara Montiel, emblema en mi imaginario interno, como mujer llena de fuerza y poderío. Solía amenizar el recorrido en el autobús con «Fantasía», «La violetera», «Agua que no has de beber» y algunas canciones de El último cuplé.

Los actores se disfrazaban de Sara y combinaban frases de la inmortal obra de Cervantes con melodías de sus películas. El autobús era muy gracioso porque un pintor de El Toboso lo había decorado con motivos florales e imágenes de Don Quijote aderezadas con botellas de vino de nuestra tierra. Así, Rocinante bebía un rosado que Sancho Panza intentaba quitarle de la boca mientras que Don Quijote estaba ebrio tras haberse excedido con unos caldos de Alcubillas.

Como Dulcinea, Julia tenía claro lo que quería hacer en la vida. Deseaba estudiar Enología y hacerlo en La Mancha, lejos de su casa, para madurar y descubrir nuevos horizontes y volver después a Málaga con la sabiduría que da viajar. Optó por hacer un máster en Enología en la Universidad de Toledo. Al terminarlo, le concedieron unas prácticas en mis bodegas. Por aquel momento yo tenía 42 años y ella 23.

—Relájate y disfruta del momento, déjate llevar, trabajas demasiado —me aconsejó una vez.

—Eres sólo una chiquilla y no entiendes lo que está por venir, el trabajo es la clave de todo. Cuando tengas mi edad lo entenderás —respondí yo.

—No llegaré nunca a tu edad —contestó, dejándome perplejo con su respuesta— Trabaja para vivir, no vivas para trabajar. Puede que sea una niña pero sé qué es lo importante en la vida.

—¿No me digas?— sonreí.

—Sírvete un poco de vino, centra la mirada en el techo y piérdete.

Era un espíritu libre. Yo no lo era. Combinaba una sabiduría propia de la mejor Universidad con un carácter de extrarradio. Era capaz de hablar con la portera de su inmueble y engatusarla con su gracia andaluza y con el mayor responsable de una conocida bodega internacional.

Una mujer arcillosa y calcárea, pobre en sedimentos pero preparada para alcanzar la excelencia final. Como sucede con algunas viñas, no le gustaba que la regasen para evitar la merma de los taninos, con los que mi corazón hervía.

Desde el primer día me llamó la atención por su cercanía y desparpajo. No tenía pelos en la lengua ni se amilanaba si alguien le increpaba o le decía que no tenía razón. Al contrario, asumía las críticas y crecía con ellas, empoderándose constantemente ante la adversidad. Ella fue la gran artífice del programa que ofrecíamos a los turistas en el que se relacionaban películas y series de televisión míticas con el mundo del vino. Llevábamos haciéndolo varios años, pero sin la frescura necesaria y sin el éxito que deseábamos. Julia le dio el toque mágico que hacía falta.

Tuve que tragarme muchos de mis prejuicios. Siempre me había mostrado reacio a interactuar con jóvenes veinteañeros porque pensaba que no me aportaban nada, me aburrían sobremanera sus comentarios y no soportaba la idea de que pensaran que todo lo que había sucedido antes de 1992 no existía.

Julia, a pesar de su juventud, gozaba de una cultura muy extensa y fue ella misma la que propuso que Falcon Crest se erigiese como la serie de referencia a partir de la cual explicar a los visitantes las excelencias de los vinos manchegos.

La imaginación de Julia era portentosa e ideó a una Ángela Channing que, agarrada a un mástil, explicaba que la denominación de origen La Mancha constituía el viñedo más grande del mundo, la conocida como “la bodega de Europa”.

Su nieto, Lance, después de una sesión de kárate con Chuli, acudía en busca de su abuela con una camiseta ochentera de rayas que dejaba entrever su espesa pelambrera. Cogiéndole la mano, le explicaba que más de 250 bodegas distribuidas por 182 municipios fabricaban unos vinos de calidad suprema. Teníamos que explicar a los turistas, para que no se liasen, que habíamos cambiado el californiano Valle de Tuscany por las tierras manchegas.

En cuanto a las películas, nos recreábamos en Un buen año, una agradable comedia romántica dirigida por Ridley Scott y protagonizada por Rusell Crowe y Marion Cotillard. El protagonista era un ocupado, exitoso y poco ético corredor de la Bolsa de Londres. En principio este estereotipo guardaba poca relación con la imagen apacible y tranquila que desprende el mundo del vino, pero Julia pidió a los actores que recreasen con flashbacks la infancia del protagonista para saber que en algún momento de su vida había sido feliz.

¿Lo había sido yo?

—Yo no hablo con cualquiera, ¿sabes? —me dijo Julia una tórrida tarde de agosto— Con el paso de los años, poca gente me impresiona. La gente me aburre, mucho, precisamente porque quieren ser decentes y pasar desapercibidos, porque no apuestan por la magia.

—Hace tiempo que dejé de creer en la magia.

—La magia existe. Se encuentra muy pocas veces y en muy pocas personas pero existe.

—¿Tú crees?

—La mayoría, cuando la encuentra, se acojona y no se arriesga por ella. ¿Por qué no intentar que cinco segundos se conviertan en una vida? ¿Por qué no convertir un instante en un todo?

En su interior se prescindía de cualquier tipo de herbicidas y pesticidas. Sólo había que aprender a podarla constantemente y descargar los racimos estropeados para incrementar su calidad. Así era Julia. Por dentro se asemejaba al clima de esta tierra, ideal para el vino: continental extremado de influencia atlántica. Su sangre era como un tinto equilibrado, especialmente indicado para envejecer en barrica, con cuerpo y acidez total elevada.

Julia vivía al ritmo que marcaba la tierra. Se imaginaba su vida en botas de roble americano como las que se utilizan en su Andalucía natal para criar los finos y las manzanillas. En cada uno de los barriles que pasaba por su imaginación había un beso marcado con el nombre de una persona, como si en cada bota se estuviese criando un tipo de beso particular que podría disfrutarse en algún momento. A Julia le gustaban los besos de sabor aterciopelado, dulces, aroma envolvente y corazón salvaje. Decía que mis besos eran especiales y que sabían a viejo cascarrabias, a un caldo que ha pasado demasiado tiempo en barrica pero que conserva la esencia de lo que un día fue.

Julia era como un buen vino palo cortado de color caoba, un caldo elegante y persistente que aúna la elegante nariz del amontillado y la corpulencia en boca del oloroso. Su corazón tenía un color amarillo pajizo. Era seco al paladar pero, al mismo tiempo, gozaba de un regusto intenso, suave y ligero, con un aroma delicado de aire almendrado. Era como una hiena que huele a su presa y nada más olfatearla la degusta y la devora hasta las últimas consecuencias. Como el vino, potenciaba mi cerebro, combatía mi cansancio, despertaba mi curiosidad por la vida. Yo la lamía, la chupaba, me la comía viva, la degustaba como un merengue al que echas canela en rama en la superficie.

Julia estuvo en mi barrica durante doce meses. Entonces se fue.

Aún hoy en día me pregunto cómo siendo tan joven acumulaba tanta sabiduría en su interior. Hay veces que pienso que no era de este mundo, que su alma, culta e instruida, vivía en el cuerpo de una niña.

Gracias a ella aprendí a viajar sin moverme del sillón. Desde que falta, escribo. Consigo evadirme a mundos lejanos en los que ambos somos los protagonistas. Siempre he deseado ser un poeta del vino. Como Julia, nos deja sin palabras. Se mete en ellas hasta romperlas y hace que tomen la forma de nuestro silencio. Pero el vino de nuestra tierra, de estas colinas manchegas verdes y tornasoladas, es muy puñetero porque tiene el poder de resbalarse del lenguaje. Juega con él, incluso se ríe en su cara. Siempre hay algo más que decir cuando se trata de un buen caldo. Basta con que se mueva un poco en la copa y su aroma rompa contra el paladar para que nazca un nuevo poema. Un poco como la vida o la ausencia de ella, un poco como Julia…

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Autor: Eduardo Viladés (España, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 24 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.