Anton Webern: Seis piezas para orquesta

A diferencia del aforismo, que nos invita a sumergirnos dentro de su bruma de significado, los pequeños diamantes, cristales de perfecta estructura, te invitan a minar nuevamente en su búsqueda. Deseamos encontrar de nuevo en la vida construcciones tan apasionantes, breves cuentos encapsulados y abandonados tras la partida del tiempo, como la soledad después de la muerte, el encuentro con un hermano o el disparo al sujeto de la luz distante, una vez entrado el toque de queda.

Anton Webern nació en 1883. El padre del compositor era ingeniero de minería y su madre, ella pianista y cantante, fue quien le introdujo a la música. Creció en varias provincias austriacas al igual que en Viena, donde se desarrollaría la mayor parte de su carrera. Estudió musicología y composición en la Universidad de Viena. A sus 21 años conoció a su maestro y amigo Arnold Schoenberg. Poco tiempo después, bajo su tutela, compondría una de sus obras más importantes, una pasacalle en honor a su madre después de su repentina muerte.

En conjunto, Arnold Schoenberg, Anton Webern y su compañero Alban Berg formarían lo que ahora se conoce como la segunda escuela vienesa (la primera formada por J. Haydn, W.A. Mozart y L.V. Beethoven). La emancipación de la disonancia a través de estructuras crecientemente estrictas comenzó un impulso musical de cuyas raíces se nutre incluso el presente.

En 1909, a sus veintiséis años, Webern compuso las seis piezas para orquesta. Cada una está escrita entre 11 y 41 compases aludiendo a formas en miniatura, sin embargo la superestructura que emerge por el conjunto de las seis confirma la existencia de una red tejida con un solo impulso musical que le da coherencia. Detrás del engañoso título descriptivo se revelan seis breves momentos de intensa expresión comprimiendo la novela en un solo suspiro.

  • «La primera expresa la premonición de la catástrofe». Simétrica por naturaleza nos introduce con un gesto ascendente. El contrapunto melódico del clarinete, trompeta y arpa que se desarrollan hacia un clímax amenazador con toda la orquesta exactamente a la mitad del movimiento que se disuelve hacia un solitario gesto descendente, reflejado de la introducción.
  • «La segunda expresa la inevitabilidad de su cumplimiento». Desde notas agitadas en los alientos graves, un ritmo a la vez expande y empuja a la orquesta hasta llegar a fortísimos más intensos, el último es un quiebre disonante apuntalado por toda la orquesta.
  • «La tercera es la calma más tierna, antes de la catástrofe». Klangfabermelodie, una melodía de colores y tonos serena, por momentos juguetona, danza sobre la orquesta, de un instrumento a otro.
  • «La cuarta es una marcha fúnebre». Suenan las campanas, lejanas y obscuras. Un trémolo gravísimo de las percusiones amenaza en todo momento el sonido de lamentos melódicos aislados en los alientos. El clarinete solloza. Un pulso lejano mantiene su postura, una devastadora tristeza se acumula. De nuevo, como en la segunda pieza, crecemos desde la nada. Superpuestos aparecen las campanas, los pulsos, los lamentos y las lágrimas comienzan a caer. La tormenta se acumula en el horizonte y la depresión es más grande que uno. La muerte avanza a su ritmo todos los días sobre nosotros, nada la detiene y se lleva a quien desee. Estalla el pulso desgarrado.
  • «La quinta comienza el epílogo. Primero la remembranza». Otra melodía de colores se desliza lánguida entre los variados timbres. Sollozos lejanos y armonías desoladoras. El recuerdo de la cuna vacía y las campanas de su arrullo. Nada permanece.
  • «La sexta es la resignación». La breve introducción nos atrae a un nuevo pasaje contrapuntístico: el reflejo del inicio invita a la clausura. La música comienza a volverse repetitiva, ondulando entre unos pocos acordes hasta que por fin, resignada, se detiene.

Destinado a total fracaso en un mundo sordo de ignorancia e indiferencia él continuaba cortando sus diamantes inexorablemente, sus diamantes deslumbrantes, de los cuales conocía perfectamente las minas.

Ígor Stravinsky

En las seis piezas uno escucha a cada una no como una miniatura aislada, sino como un sonido suspendido en el tiempo que forma parte de una totalidad mayor que sí misma. Como señalamos, las piezas conviven entre sí, se miran y se reflejan. En cada una encontramos un poco de la vida de las demás, estando más íntimamente relacionadas la primera y la sexta por su desarrollo contrapuntístico, la segunda y la cuarta por sus impulsos crecientes y la tercera con la quinta por sus melodías de colores y tonos.

La tristeza por la muerte de su madre le acompañó por el resto de su vida hasta su accidentada muerte en 1945. Admitió en repetidas cartas a su amigo Alban Berg que en práctica, la totalidad de su obra estaba permeada por esta tragedia y desde la época durante la cual escribió las seis piezas (conocida por sus obras cortas semejantes a aforismos), en adelante su obra “muy decididamente tiene que ver con la experiencia, a veces incluso hasta los detalles”. – A.W.

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