Serenata para un quince de septiembre

México en una laguna
Y mi corazón echándose clavados
¿Qué cosa será el amor?

Los Caifanes

Hace algunos días un amigo me encargó hacer el “top 10” de canciones que todo mexicano debería escuchar en la noche de un quince de septiembre. Las diez canciones que mejor reflejaran el sentir y la esencia de cualquier mexicano. Diez canciones que den cuenta del pasado y del presente de un país de 130 millones de habitantes y varios siglos de historia.

Dura tarea.

Al principio fue bastante fácil. Las típicas. Las icónicas. Huapango de Moncayo. Danzón no. 2 de Márquez. Un par de rancheras y uno que otro bolero de Pedro Infante. Pero luego, ¿cómo meter en las oficinas de turismo el narcocorrido que trae entre verso y verso unos cuantos miles de muertos tirados en las calles de Juárez?

Porque más allá de la sierra morena, cielito lindo, existe un México que no se canta en las canciones patrióticas de los promocionales en las agencias de viaje. Debajo del sombrero del sinaloense andan escondidas dos que tres verdades que espinan más hondo que cualquier magueyera tapatía.

Ay, de esta patria tan negrita de mis pesares y tan perdida por el aire como trozo de papel volando. ¿Cuántos hijos tuyos se han quedado esta noche sin pan para sus dientes y no hayan con qué cubrir del frío esa desnudez que les anda calando muy en el México en la piel?

En esta sociedad con alma de «Bésame mucho» y con cuerpo de tres feminicidios diarios, ¿cómo hacer para darle un beso a tu novia, a tu hermana, a tu madre, sin ahogarse en el terror del “como si fuera esta noche la última vez”?

Mi México lindo y querido, tus praderas y flores se te han ido secando asfixiadas por el humo de las fosas y de los cuerpos calcinados que justo hoy se confunden con el humo de los cuetes. Me andas doliendo tanto que al verte tan triste y tan sólo, cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento.

Aquí en donde hasta las piedras cantan, y que me han dicho que mi destino es rodar y rodar, buscando trabajo, buscando oportunidades, buscando justicia, buscando. Siempre buscando. Hasta que me gritan los más de cuarenta mil desaparecidos y el «deja que yo te busque, y si te encuentro, vuelve otra vez» nunca me había dolido tanto. Porque en México siempre hemos sabido que el cielo es rojo, pero ahora las calles, las banquetas e incluso la tierra se han teñido del mismo color.

En este país de esencia cantadora, cuántos cantos han sido olvidados y cuántas voces han sido calladas. Y entre tanto silencio, ¿quién volverá a atreverse a hacer una canción como las de Consuelito Velásquez y las de José Alfredo? ¿Quién querrá cantarle a mi tierra mexicana como lo hacía Jorge Negrete y Lola Beltrán?

Y sin embargo, en las calles todavía se escucha un melancólico «canta y no llores» que nos grita que en México no nos hemos tomado el último trago. Porque entre el cucurrucucú de una paloma negra se escuchan las voces de un país de ojos esperanzados que no se ha decidido a callarse del todo.

Lo que desde afuera no se sabe es que aquí, aunque retiemble en sus centros la tierra, siempre habrá una canción por cada pena y un tequila por cada duda. Que aquí hasta los volcanes tienen nombre propio, que algunas noches cenamos con los muertos y que podemos levantarnos hasta de los terremotos.

Lo que no saben es que en este lugar de contrastes e ironías hemos aprendido a reír con llanto y a llorar a carcajadas. Pues las penas con pan son buenas, no hay mal que dure cien años ni mezcal al que se le resista.

Porque a ti, suave patria, está
Unida mi existencia
Y si vivo cien años
Y muero lejos de ti
Que digan que estoy dormido
Y que me traigan aquí
México lindo y herido
Si muero lejos de ti

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