Sobre la subversión de los símbolos nacionales

En ocasiones, se concibe al arte como una entidad independiente de las problemáticas sociopolíticas de la humanidad. El aura de divinidad con que suele ser tratado puede dar la sensación de que encarna una perfección inalterable; sin embargo, las expresiones artísticas, profundamente relacionadas con el contexto en que son creadas, no siempre han sido ajenas al sufrimiento, a la injusticia o a las preocupaciones sociales.

Las demandas de la población que sale a las calles a manifestar su inconformidad suelen acompañarse (y apoyarse) de expresiones de carácter estético. Entonces, las imágenes personifican el mensaje detractor que busca comunicarse; se convierte en el vehículo mismo que facilita la visibilización y la difusión de la crítica. Basta recordar el cuerpo de imágenes que acompañaron las marchas y los mítines durante el movimiento estudiantil del 68.

Autor no identificado, Gráfica de 1968. Cartel de protesta “Este dialogo no lo entendemos” (título atribuido). ColecciónM68: Ciudadanías en movimiento. Centro Cultural Universitario Tlatelolco, UNAM.

En el contexto de las manifestaciones masivas en el espacio público –las marchas–, las imágenes permiten fortalecer la voz de la protesta, cohesionar las demandas de los grupos y crear un imaginario visual de la problemática por la que se lucha. Las obras, casi siempre de carácter colectivo, son concebidas para actuar y ser consumidas en un ambiente que, como aquello que se exige, trasciende lo privado y se inserta en lo público. Por ello, la visualidad siempre ha acompañado a esta clase de reclamos sociales.

Como ejemplo, podemos también rememorar la Tercera Marcha de la Resistencia, en la que hacia el final de la última dictadura argentina cientos de manifestantes inundaron las calles de la urbe para expresar –también de manera visual– su descontento ante el convulso régimen político impuesto. Una de las demandas principales, encabezada por las Madres y las Abuelas de la Plaza Mayor, reclamaba la presencia con vida de los miles de desaparecidos. En este contexto, tres artistas: Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, idearon una propuesta visual de manifestación que se conoció como “el siluetazo”. Éste consistía en un taller al aire libre en el que los participantes de la marcha bosquejaban su silueta sobre papeles que después pegaban en las paredes, en los monumentos y en toda la vía pública. La transformación de la metrópoli, en una ciudad que gritaba sus desaparecidos, la apropiación del espacio y la inmersión de los cuerpos en la denuncia, hicieron del “siluetazo” un hecho profundamente simbólico, con una potencia visual inolvidable.

Más tarde, el historiador del arte argentino Roberto Amigo utilizaría la noción de “prácticas estéticas de praxis política” para describir el conjunto de acciones que conformaron aquel momento que se desenvolvió entre el arte y la movilización social.

Así, las prácticas de implicaciones estético-políticas utilizan como soporte los propios muros de la ciudad. Las principales vialidades tienden a ser el punto estratégico para las protestas. Estos mismos espacios, por su importancia y representatividad ostentan, como en el caso de la CDMX, numerosos monumentos que refuerzan los discursos históricos provenientes del Estado. Las esculturas y la arquitectura conmemorativa –que hunden sus raíces en las ciudades romanas– tejen narrativas de orgullo nacional, tocando un punto medular en las personas: la identidad. Así, los ideales de libertad, justicia y fortaleza –a veces sumamente alejados de la realidad– se materializan en estos elementos urbanos. Intervenirlos, rayarlos o derrumbarlos es una forma de cuestionar la veracidad con que nos son mostrados. ¿Podemos sentirnos orgullosos de una nación cuyo gobierno mata, desaparece o acalla a sus ciudadanos? La respuesta adquiere materialidad durante las protestas, en las mismas calles y los mismos monumentos que aquel gobierno erigió.

Hacia el 2012, la democracia mexicana constituía ya una lejana utopía. La compra de votos a través de convenios millonarios otorgados por gobernadores priistas al Grupo Soriana para repartir miles de tarjetas, fue recordado durante una protesta pública en que, a su paso, los integrantes de la marcha cubrían con bolsas de plástico de la empresa Soriana los rostros de “los héroes nacionales”.

En este mismo sentido, la bandera nacional, así como los monumentos, constituye un símbolo cuya legitimidad ha sido puesta en duda en múltiples ocasiones durante las manifestaciones sociales.

Bandera intervenida durante la marcha del 21 de julio de 2012. Fotografía: César Martínez. Fondo César Martínez. Centro de Documentación Arkheia, MUAC, UNAM.
Bandera en manifestación. Contingente Láser.

Un momento icónico más de esta clase de acciones que articulan las visualidades con una demanda social se dio el pasado 16 de agosto cuando, en medio del ambiente sumamente violento y machista que se vive en México día con día, y luego de una denuncia por parte de una menor de edad quien fue violada por un grupo de policías, se organizara una manifestación masiva de mujeres. Aquel día, la columna de la independencia fue intervenida con mensajes de denuncia, ante la indignación de una parte mayoritaria de la población a la que le irrita más la corruptibilidad de los endebles valores y símbolos nacionales que los casi diez feminicidios que se cometen cada día en nuestro país.

Las pintas serán borradas, con los testimonios y demandas que encarnan; mas las imágenes y la memoria que de ellas permanece serán difícilmente eliminadas. Las calles, las paredes y los monumentos, no pueden permanecer intactos e inertes ante la convulsa realidad del país. La ciudad es una entidad cambiante, viva, que no puede sino reflejar las preocupaciones y exigencias de la sociedad que la habita, que la sufre. Las protestas y las imágenes no cesarán.