«La noche sin nombre» || Reseña de Marco Antonio Toriz

Hiram Ruvalcaba (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1988) es un escritor de oficio notable. Este libro de reciente publicación, que mereció el Premio Nacional de Cuento Joven “Comala” 2018, es prueba suficiente. En La noche sin nombre, Ruvalcaba demuestra su capacidad para narrar historias terroríficas que no requieren de elementos fantásticos: su poética radica en hacer de lo cotidiano algo extraordinario. Así pues, presenta situaciones que resultan aterradoras, precisamente, por su cercanía; es decir, son historias que podrían ocurrir en realidad (a nosotros mismos, a un familiar o al “amigo de un amigo”): un descuido en la carretera que resulta fatídico, una llamada que detona un recuerdo, un episodio momentáneo de celos…

El autor, en su afán de crear límites que deben cruzarse, hace que sus personajes sean víctimas constantes de situaciones que se tornan tensas cuando parecían completamente cotidianas. Es así como narra, por ejemplo, la historia de una pareja de amantes (ella, Justina, una mujer madura, casada; él, Julián, un muchachito universitario) que, en un descuido causado por la lujuria, atropellan a un niño en una carretera que está en medio de la nada y se debaten entre darse a la fuga o auxiliarlo. La tensión del texto está muy bien lograda y la doble historia (la principal, el atropello; la secundaria, el amorío), crea, en su conjunto, un cuento que mantiene una perfecta armonía siniestra que tiene en vilo al lector.

Ruvalcaba es un autor que sabe adentrarse en la psique de sus protagonistas y los delinea bien. Sabe, pues, crear personajes verosímiles que, más que actuar al servicio de la trama, tienen sus propios motivos para intervenir en la misma y, así, darle un giro espontáneo a la historia. Tal es el caso de Justina, personaje del primer cuento de la colección, “Paseo nocturno”: su reacción ante el conflicto resulta auténtica: el perfil sugerido por el autor nos permite compartir su miedo y comprender de lleno su renuencia. Julián, por su parte, un tipo que actúa embebido de pasión, cegado por la novedad de la travesura, se desenvuelve con facilidad en ambas situaciones y él solo mantiene en pie la trama a través de sus acciones y de ese soliloquio interno que nos permite conocerlo a profundidad. El duelo moral en el cual los dos personajes se ven inmersos está bien trabajado desde el principio de la historia y no resulta cansado; por el contrario: sirve para adentrarse mucho más en la psique de dos personas que comparten el acto amoroso de lo prohibido y participan, además, del crimen verdadero.

El conflicto personal, moral, está presente a lo largo de los nueve cuentos que componen el libro. Son dramas inteligentes que reflejan y critican una constante en la sociedad: la evasión de la culpa, el conflicto del “qué dirán” puesto en escena, ese pensamiento necio que hoy en día está presente y es la prueba irrefutable de una falta de empatía (“de que lloren en su casa a que lloren en la mía, mejor que lloren en la suya”). Aunque si bien no es el punto central, las historias comparten esta puesta en escena de ver hasta qué punto el ser humano es capaz de evadir su culpa y velar, más bien, por un interés unilateral.

En todas las historias hay un debate que aqueja a los personajes y los conduce hacia varias vertientes de la locura: de la ira al miedo, del desconcierto a la culpa. De esta manera, en el libro conviven armónicamente los dos amantes que atropellan a un niño, la mujer despechada que desea matar a la amante de su esposo, el tío que pierde a su sobrino en la playa, el dueño de un rottweiler que descubre algo insospechado entre las fauces de su perro, el esposo solitario que recibe una llamada inesperada de un viejo amor o el hombre que en verdad necesita excretar y se encuentra a un muerto en el piso de un baño público.

Los cuentos de Hiram Ruvalcaba son piezas narrativas que gozan de buena manufactura estructural y que sirven para adentrarse en las zonas más recónditas del ser humano: juegan con la dualidad del bien y el mal, centrándose principalmente en esta última característica: los personajes terminan por revelar su verdadera naturaleza ante el inminente conflicto, ante esa ruptura que representa el caos que violenta la pacífica costumbre. Como dirían por ahí: sacan el cobre al verse en peligro y dejan ver sus verdaderas intenciones.

Sin embargo, pese a que muchas de las historias son dinamita pura, no terminan de estallar por completo. Y aunque esto no es del todo un error, sí es una actitud de timidez que nos habla de un escritor que, preocupado por no destruir un cuento bien armado, prefiere no comprometerse en los finales para no arruinar todo lo que con trabajo construyó; es decir, algunos cuentos decaen, en ocasiones, cuando llega el desenlace. Pero no es que los finales sean malos, si no que en ocasiones quedan a deber un poco. Como ejemplo es pertinente señalar el cuento “Los nombres del mar”. En esta historia Hiram nos narra un momento crucial en la vida de Marcos durante sus vacaciones familiares en la playa de Miramar, a donde va acompañado de su novia Mónica y su sobrino Benjamín. El conflicto es que, después de ir a comprar sendos raspados, Marcos pierde a Benjamín. Al advertir la ausencia de su sobrino, Marcos se desvive por encontrarlo en la playa: regresa al carrito de los raspados, recorre kilómetros de arena y pregunta a turistas despreocupados si no han visto a Benjamín, y constantemente juega con la idea de que el mar es un lugar horrible y peligroso que ha estado presente a lo largo de su vida. La historia es muy buena: la tensión se maneja sabiamente, los antecedentes de la relación Marcos–Benjamín están bien presentados, el conflicto resulta creíble, anclado a una realidad inmediata, y la psique de Marcos ante el conflicto está muy bien perfilada. Sin embargo, la historia no estalla. Si bien los elementos del texto resultan amenos, creíbles y muy bien trabajados, el final es abierto y no cierra con la fuerza que requiere la trama. No es un final grosero, no se siente del todo ajeno a la historia y, a pesar de sus bemoles, cierra bien. A pesar de ello, no armoniza con esa tensión que no hace más que aumentar conforme el final sucede y es imposible no preguntarse “¿y luego?”.

Otro ejemplo es el final de “Chiqueros”, uno de los textos más flojos de todo el conjunto. Este cuento es un tanto arbitrario y, en relación con los otros textos, no hace más que estar ahí: no desentona, pero tampoco sobresale. La relación entre Abelino, un muchacho sensible, y su padre, un capo de la industria cárnica, es un tanto arquetípica al tratar esa dualidad de violencia y sensibilidad que ya resulta habitual en estos tiempos de terror y que no aporta nada novedoso sino que se centra en contar una historia que no resulta sorprendente en comparación con el resto del conjunto.

La historia se centra en Abelino, un joven que, como ya mencioné, es hijo de un hombre poderoso, macho prototípico, que es dueño de una vasta empresa de carne. Abelino es, pues, de familia acomodada y vive de los lujos que el dinero de su padre puede comprar. Es el típico “señorito” de Iriarte. Durante una noche de juerga es amedrentado por una pareja de policías que, al sentirse ofendidos por la manera en que Abelino reacciona (los amenaza bajo el nombre de su padre), lo golpean y lo dejan maltrecho, al borde de la muerte. Su padre, pues, cansado de que su hijo sea un “maricón”, espera a que Abelino se recupere para después darle caza a los policías que lo humillaron y, así, brindarle a Abelino la oportunidad de vengarse. La historia en sí es buena: el espacio está bien construido, la tensión se maneja bien, los personajes son interesantes y los motivos de cada uno resultan válidos en tanto a su propia caracterización. Es una historia prometedora, pero no cumple. El final desentona muchísimo, pues es apresurado, grosero, y se siente como un cross burlón directo a la mandíbula del lector.

La noche sin nombre es un libro que merece la gala de un premio tan importante como lo es el Nacional de Cuento Joven “Comala”. Es un libro conmovedor, bien armado, que atrapa sabiamente al lector y sabe dosificar las historias. Así pues, es posible leerlo de un tirón o a ratos, paladeando el gusto de esa extraña oscuridad humana. Hiram Ruvalcaba es, pese a su trayectoria de dos libros de cuentos publicados (El espectador, 2013 y Me negarás tres veces, 2017), una agradable revelación literaria en el gran panorama actual. Estos cuentos dejan un buen sabor de boca y son sólo una pequeña muestra del trabajo de un autor al que hay que seguir descubriendo y al que hay que seguirle la pista para ver si se aleja o no de esa timidez ya mencionada.

Si nos ponemos a pensar en el libro merecedor del mismo certamen el año anterior (El desconocido del Meno, de Eduardo Sangarcía), el Premio Nacional de Cuento Joven “Comala” está presentando libros muy bien trabajados que reflejan la pericia de sus autores y que, de nuevo, dejan la vara en alto para los años venideros.

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Autor: Marco Antonio Toriz Sosa. Estudiante de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escribe cuento, poesía y, a veces, crónica y ensayo. Sus cuentos y poemas han aparecido en las revistas Primera Página, Osario, Punto de Partida UNAM y Círculo de Poesía.

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