Estela y la bruma || Cuento de Edgar Navarro

Cuando termine de escribir, se habrá roto el vidrio de contención y todo habrá terminado. De todos los escenarios que imagino, preferiría ser convertido en ceniza, pero temo que, de todas las muertes que hubo, aquella bruma fúnebre del otro lado del vidrio se amoldará a mi ser para que padezca una agonía meticulosa. Ya siento arena reptando entre los hemisferios cerebrales, cómo se zarandea mi mente de un lado a otro, cómo se desecan los pliegues de la percepción y la memoria. Ya veo cómo, del muñón donde debería estar mi mano izquierda, sobresale un bolígrafo plateado con el que garabateo estas líneas…

Estas visiones se intensifican; hace unos minutos, bastaba con cerrar los ojos y mis cuatro extremidades tenían forma de brazos y piernas; ahora, pestañeo y brotan raíces de árbol debajo de mi cintura y un ala de quiróptero, unidad a mi cuerpo, aletea. Para que mi mente no salga expulsada de mi cráneo, me apoltrono adonde estoy sentado y tenso la espalda.

Al enfocar la vista hacia el vidrio de contención, el terror que me invade me da una certeza de que sigo en el mundo de los vivos: los brazos de mi amigo, el físico Igor Ivanovich, están a sendos lados de la bruma, que ha adoptado un cuerpo alargado como una serpiente y el color de las dunas del desierto; en su interior, resuena algo parecido al chillido de un ave de cetrería. En el espacio en que se ubicaría el pecho de la bestia, se hallan la cabeza barbuda de mi amigo y la de Estela…

Cierro los ojos. Trato de extraer la calidez de los recuerdos, pero se suceden cual tiovivo; son luces huidizas… ¿Por qué escribo cuando ni siquiera estoy seguro de hacerlo, si mis brazos son patas de artrópodo, y la izquierda delinea, en el vacío, patrones nerviosos con el pretarso? Diría que enlazar palabras es mi método para no perderme entre las cumbres del horror, el hilo rojo que me guiará a la salida de este galimatías. Diría eso si me quedara esperanza de regreso; estoy en el ojo de un huracán y zurzo de los restos de la razón un mapa efímero para surcar este simún y perderme entre los médanos, desaparecer… ¿Y si la bruma no afectara mi percepción, sino que, en efecto, hubiera distendido los átomos de mi cuerpo? ¿Y si fuera ya sólo el amasijo para sus esculturas terroríficas? Quizá sea mi pensamiento el ruido residual de lo que ya no soy, un encadenamiento de frases que tratan de rememorar las curvas y las redondeces de mi nombre, un ancla de mi inconsciente que hinca su filo en la oscuridad para que mi yo persista en esta dimensión donde todo se encuentra en su lugar…

Mientras que pongo atención en el reflejo del vidrio y me veo con la apariencia de una hormiga, la cabeza de Igor me hace recordar su abrazo en el cementerio y las noches de juventud en las que debatíamos sobre los alcances de la ciencia. Su brillantez era superada por su nobleza y lealtad. Si existiese un sistema de correspondencias que le diera a cada uno lo que merece, él debería haber pasado sus últimos días viejo y sereno; sin embargo, he aquí los restos del hombre, cercenados por una entidad maligna que pareciera observarme con rencor. Intuyo que los jirones que se han colado dentro de mí entre las hendeduras del vidrio pueden expandirse hasta hacerme explotar o pudiera salir, envolverme y girar ferozmente alrededor mío hasta desmembrarme. La bruma, empero, no ataca, acecha de un lado a otro; emana cantos y sonidos de varias aves, provoca que los brazos de Igor adquieran movimiento, como si estuvieran en una caminata y que los rostros de las dos cabezas gesticulen sonrisas, con la piel estirada en toda su extensión…

Igor, amigo, lo dijiste algún día: la ciencia emanada desde las pasiones humanas puede convertirse en un conjuro maléfico. Me ayudaste a construir la cámara de extracción de campos cuánticos a regañadientes, ya que argumentabas que podríamos abrir un hoyo negro que se tragaría el planeta; mi intuición me instaba a continuar, a pesar de los peligros. Al final, te convencí; hombro con hombro, trabajamos para crear la máquina que nos llevaría a discernir sobre la naturaleza de las cosas; por ejemplo, los campos de una piedra y una rosa resultaron cuantitativamente iguales; su forma se asemejaba a una voluta azul que giraba hacia adentro, que podíamos aprisionar en una caja de cristal reforzado; teníamos decenas apiladas en un anaquel. Si es que los campos cuánticos se acercan al concepto de esencia, algunos experimentos más nos hubieran permitido comprobar el origen común del universo. Pero llegó el día aciago…

En este momento, me cuestiono sobre la posibilidad de que la Tierra no fuera imbuida por un hoyo negro y que estas imaginaciones y la retahíla de oraciones sean la tabla a la cual aferrarse antes de desmoronarse la mente. En el reflejo del cristal, mi rostro vuelve a sus rasgos humanos, salvo los ojos, que van de la frente a la comisura de los labios, dos elipses verticales y blancas, sin pupilas, cejas, ni pestañas. En el corazón de la bruma, Estela muestra una mueca macabra de sonrisa.

Me resigno a pronunciar otra vez tu nombre, a pesar del dolor; no debiste estar del otro lado. A pesar de los años, siempre fuiste la joven de campo que conocí a las faldas de la sierra cuando decidí alejarme de la humanidad mezquina e inestable, quien sabía diferenciar el canto de todas las aves; te amaba y, con ello, resurgió mi fe y la curiosidad por la ciencia. Regresamos a la ciudad y, con mis nuevos ánimos, decidí pedirle ayuda a Igor para construir la cámara y estudiar los campos cuánticos. No debiste morir Estela, no. Pudiste haber recibido el tratamiento contra el cáncer, pero tu voluntad fue tener una muerte digna, no querías impregnar de veneno tu sangre y ser una muerta en vida.

Igor me lo volvió a advertir en el cementerio cuando estabas tres metros bajo tierra, en el día aciago de tu entierro: la ciencia puede ser un conjuro maléfico; no obstante, me ayudó, siempre lo hizo. Exhumamos tu cuerpo y esta noche extraeríamos tu esencia; prefería tenerte como un corpúsculo de energía, a sólo poseerte en una nebulosa imagen de la memoria. Accionamos la cámara, una estructura horizontal, cubierta con un prisma rectangular de tres por dos por dos metros, del mismo material que las cajas donde conservábamos las volutas azules; adentro y encima de éste, había una suerte de pieza metálica como una regadera con la cual se extraían los campos; de tu pecho, salió un hilillo de bruma, que desecó gradualmente tu cuerpo y lo convirtió en polvo, excepto tu cabeza, y que creció por el prisma hasta quebrarlo; envolvió a Igor, lo apresó como si fuera una garra de águila y giró hasta despedazarlo. Yo alcancé a salir del cuarto de la cámara y cerré la puerta. La bruma se estrelló varias veces contra el vidrio. En este momento, prepara la última embestida.

¿La bruma eres tú, Estela, y quieres venganza por no respetar tu descanso eterno? ¿Esperamos mucho tiempo en exhumar tu cuerpo y lo que se obtuvo fue el campo cuántico de un cuerpo corrompido? ¿El corazón de la humanidad es la jaula del perro de Tíndalos?

Ya suenan los cantos de miles de aves al unísono. La bruma se ha liberado.

¿Yo, el que a Estela aún ama, el amigo de Igor…

liberado el

apo-

calip-

sis

ha-

bré?

***

Autor: Edgar Navarro. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas. He publicado algunos textos en plataformas como Coma suspensivos. Asimismo, colaboré de Cine3.com, bajo el seudónimo Edis Namar.

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