La poesía frente al shock: Ayotzinapa y Tlatelolco

El poeta y la poesía frente al choque, ¿cómo articulan la memoria ante a la catástrofe, ante la desaparición?

Al pensar en una nueva entrada para «Advertencia al lector», me pareció imposible no abordar las conmemoraciones luctuosas recientes: la del 26 de septiembre, cuarto aniversario de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, y la del 2 de octubre, la matanza de estudiantes en Tlatelolco.

Ambos acontecimientos, perpetrados por el Estado mexicano, nos inducen a un shock al darnos cuenta de la violencia y de las omisiones que las autoridades del país pueden llegar cometer contra sus propios habitantes.

Pero el poeta y la poesía, ¿cómo se posicionan al respecto?

El poeta Alí Chumacero dijo en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (Acerca del poeta y su mundo), en 1964, que una vez escrito el poema ya a nadie pertenece y que éste es el espejo donde «el «hombre colectivo” advierte cómo sobreviven los rasgos primigenios de su espíritu». Ahondando más, complementó su idea con la de Carl Jung sobre la esencia del arte, de la cual dijo que debe «elevarse por encima de lo personal» y, al contrario, «hablar por y para el espíritu y el corazón de la humanidad».

Si buscamos en una de las obras poéticas más recordadas sobre el 68 mexicano, «Memorial de Tlatelolco», leemos que Rosario Castellanos encontró en el poema el lugar idóneo para hacer estas preguntas que ya no provienen de ella, de su propia inquietud, sino de la de una colectividad entera, a la que da voz:

Y a esa luz, breve y lívida, ¿quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer en el pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.

En aquel mismo texto de Alí Chumacero, una cita de Herbert Read dice que el poeta es alguien que «nos lleva hacia una alegre o trágica interpretación del sentido de la vida; que predice nuestro destino humano o que celebra la belleza o la significación de la naturaleza que nos rodea; que crea en nosotros el asombro y el terror por lo desconocido».

En «Memorial…», Castellanos parece decantarse por una interpretación trágica, por hablar del destino humano y por el terror de lo desconocido, pero siempre dirigiéndose desde aquel «hombre colectivo» al «espíritu y al corazón de la humanidad»:

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangra con sangre.
Y si la llamo mía traiciono a todos.

Recuerdo, recordamos.

Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.

A pesar de todo, estas conclusiones de Chumacero son más bien generales si se les compara con otras de la nueva crítica literaria, particularmente con aquella que se ha propuesto analizar las representaciones de la violencia en la literatura contemporánea.

Por ejemplo, en «Cuerpo y catástrofe«, la profesora de literatura comparada Francine Masiello dice acerca de la famosa frase de Theodor Adorno –«Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie»–:

[…] Pero la barbarie de Adorno va por otro camino; está anclada en el gesto de nombrar los cuerpos destruidos, en insistir en la vuelta de los desaparecidos a través del texto escrito. La barbarie está en resucitar un cadáver y compaginar ese horror con la posible belleza estética.

Masiello hace hincapié en dos elementos de los textos de los que habla en su ensayo: evento y cuerpo, siendo este último, en realidad, una materialidad incorpórea que se construye en la obra y a través de la cual se intenta anclar «pasado y futuro en el duro hueso de la materia, la sustancia del momento actual».

Pensemos ahora en «Ayotzinapa», el poema de David Huerta presentado en una instalación en el Cubo abierto del Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, el 3 de noviembre de 2014. En él es claro este choque entre horror y belleza estética, pero es más curioso atender cómo a lo largo de las estrofas va configurándose un cuerpo, un ente material que hace explícito el terror de la desaparición forzada:

Aparecen los muertos
[…]
Como vasos de sangre
[…]
De dulces vísceras

Los muertos tienen manos
[…]
Y gestos inclinados
Los muertos llevan consigo
Un dolor insaciable

Después del cuerpo de los asesinados, configura también el cuerpo de un país entero, que es a la vez la tragedia de Ayotzinapa y las muchas más del pasado que ahora convergen en un tiempo presente que se mantiene a lo largo del poema:

Este es el país de los aullidos
Este es el país de los niños en llamas
Este es el país de las mujeres martirizadas

Venimos entonces nosotros, el cuerpo de los testigos:

Estamos perdidos […]
[…]
Estamos con los ojos abiertos
Y los ojos los tenemos llenos
De cristales punzantes

Llega después, una suspensión de esta materialidad. El poema declara un vacío producto del choque, en el que sólo existe un sentimiento que nos confunde a vivos y muertos:

[…]
Los rostros se queman arrancados
De la vida y no hay manos
Ni hay rostros
Ni hay país

Solamente hay una vibración
Tupida de lágrimas
Un largo grito
Donde nos hemos confundido
Los vivos y los muertos

Pero la suspensión no quiere decir que los cuerpos no existan y al final del poema se reafirman éstos como prueba del evento, que no es ya sólo Ayotzinapa, sino algo más bien amplio, como los eventos del corpus que cita Masiello en su ensayo: «la crisis del neoliberalismo y su violencia, sus incidencias de anonimato, la muerte del contacto humano entre el uno y el otro».

Quién esto lea debe saber
Que a pesar de todo
Los muertos no se han ido
No les han hecho desaparecer

[…]

Ahora mejor callarse
[…]
Para poder recoger del suelo maldito
Los corazones despedazados
De todos los que son
Y los que han sido

Dice Masiello que este trabajo que hace la literatura con los cuerpos es una forma de somatizar la tragedia, de volver a dar materialidad a la experiencia y tengo que coincidir, pues realmente esta manera de articular la catástrofe deja huella en los sentidos, ya que tanto el poema de Castellanos como el de Huerta se convierten en una voz comunitaria; ambos apelan al corazón y al espíritu humano. Por eso, al prestar de nuestra empatía, el poema se transforma ya no sólo en memoria y resistencia, sino en un artefacto, el cual va en contra de la deshumanización que ha caracterizado a nuestra época posmoderna.

Jorge GalindoAutor: Jorge Galindo (Xalapa, Ver., 1991) es compositor de canciones. Ávido lector de poesía, se ha acercado a los estudios literarios con el interés de analizar la canción como parte del fenómeno poético.