La mano - Aimeé Cervantes

Confesiones de mi oscuridad || Cuento por Tania Rocha

Ilustración de Aimeé Cervantes Flores

Por las mañanas, al despertar, cuando mi mente está despejada como un cielo sin nubes, imagino cómo habría sido mi vida de haber crecido en una ciudad. Otras veces cambio a mi familia y algún otro factor de nuestro entorno, como nuestra situación económica, por ejemplo. Las variables se alternan creando resultados posibles en una espiral infinita e invisible.

A veces soy consciente de lo improductiva que resulta tal actividad, no sólo porque no puedo regresar el tiempo e imponer mis variables, sino porque tengo la certeza de que no cambiaría mucho de mí o de alguien. Pienso quizá que hay algo ya dado en nuestra esencia, algo que forma tu visión de la vida, más allá de la bondad y la maldad: es el énfasis, luminoso o sombrío, brindado a los sucesos. He visto hombres que llevan una vida tranquila y agradable pero con una mirada apagada, además de mendigos con una mirada brillante, con hambre de pan y ansias de vida.

Me pregunto, ¿cuándo se forma esa visión? Supongo que viene dada con la pérdida de la inocencia. Todos somos más luminosos de niños, o por lo menos yo lo era cuando tenía seis años. Era fantasiosa y creía todas las historias de papá, por más intrincadas e inverosímiles que fueran.

Lo recuerdo con su sombrero de paja recostado en la hamaca de colores, pendiendo de los árboles. Siempre estaba repasando sus diálogos. Era actor o eso decía. Hacía presentaciones de teatro de vez en cuando en el pueblo de Papiora, con su grupo de amigos apodados cómicamente “Los guarachudos”.

Mi madre odiaba eso. Ponía las manos en su cintura pidiéndole que buscara un trabajo de verdad. Era la plática típica a la hora de la comida… o más bien cuando no había comida. Mi papá ponía los ojos en blanco alegando que la actuación era un trabajo serio y que el día en que la suerte le sonriera, la fama y el dinero lo harían también. Entonces le compraría una hacienda con cien vacas y muchas hectáreas de cultivo.

Mi madre fastidiada colocaba las manos en su vientre y daba un respiro hondo antes de contestar.

―Los trabajos de verdad llevan comida a tu boca, Ignacio. Para cuando la suerte te sonría, moriremos de inanición.

―La gente no tardará en reconocer mi talento.

―Suponiendo que tu actuación fuera lo mejor de lo mejor, Ignacio, esos ignorantes del pueblo jamás se darían por enterados, porque ignorantes, como son, no saben que en la frase “la abortera del pueblo” hay más de un error. Primero porque la palabra abortera no existe y segundo porque estamos entre dos pueblos, no en uno.

Abortera.

María Fernanda, mi única amiga en la escuela, ya me había dicho antes que había oído a unas señoras en el mercado llamarme la hija de la “abortera”. ¡Qué palabra tan interesante! Cuando Fernanda lo dijo, pensé que era una tontería, pero cuando mamá lo mencionó con esa indignación me cautivó. Papá me miró de soslayo.

―¡Cállate, mujer, que las niñas escuchan!

―¡A callarse los mudos! ¡No has traído ni un centavo a esta casa desde hace más de tres años!

―Y seguimos con vida.

―Porque mi hermano José nos ayuda.

El tío José era algo así como un Santo. Trabajaba de herrero en Santa Rita y vivía con nosotros, pues nunca se había casado. Mamá decía que, de no ser por su benevolencia, estaríamos desamparadas ante las inclemencias de la vida.

Cuando estas discusiones comenzaban a crecer, mejor tomaba a mi hermana Caridad en brazos y la sacaba conmigo al patio. Cari apenas tenía cuatro años, era menudita y morena, de ojos oscuros y una sonrisa chistosa.

Mientras ella jugaba brincando la cuerda, a mí me gustaba pasar el tiempo leyendo. Mi papá me traía un libro del pueblo cada semana. Mamá le decía que era un desperdicio de dinero, pero a él no le importaba. Yo los devoraba apenas tocaban mis manos.

Afuera el silencio era agradable. Mi familia y yo vivíamos en la nada, entre Papiora y Santa Rita, así que el único ruido que se oía era el de las aves y a veces el del cuarto de los gritos. Detrás de mi casa había un pequeño cuarto blanco. Tenía prohibido entrar ahí. Mi padre decía que había espectros malignos acechando en la oscuridad para tomar el alma de los niños que se atrevieran a pasar. Confundida, renegaba con mi voz cantarina:

―Pero, padre, y esas muchachas que vienen de los pueblos, ¿por qué pueden entrar con mamá?

―¡Ah, eso, Silvia, es porque todos en el pueblo saben de los espíritus! Le pagan a tu mamá para ir a verlos. Ella las acompaña para que no sientan miedo.

―Yo quiero entrar. Yo no tengo miedo. Yo no gritaría como ellas.

De vez en cuando llegaba una muchacha de cara triste. Pasaba al cuarto con mamá, luego había gritos. Al salir la mujer, asustada y cansada, se movía sudorosa y tambaleante de los pies.

Aunque decía que esas mujeres eran unas cobardes, pensaba que algún día mi madre dejaría sin candado la puerta para que yo pudiera pasar. La verdad yo también tenía algo de miedo. Estaba segura de que ahí vivía el monstruo. Durante el día se ocultaba ahí pero por las noches entraba a mi habitación, como una sombra oscura y desagradable. Yo cerraba los ojos con fuerza y no gritaba, no quería despertar a Caridad por temor a que le hiciera lo mismo que a mí, con sus horribles tentáculos subiendo por mis muslos hasta poseerme. Yo temblaba. Temblaba con él encima de mí, y entonces cuando terminaba conmigo, me susurraba: “dulces sueños”.

De niña siempre creí en esa criatura, porque cuando eres pequeña te protege el velo grueso de la ingenuidad. Con el tiempo éste se desgasta hasta desaparecer y un día entiendes que la casa de los gritos es donde mueren los bebés, y el santo se transforma en diablo, porque la criatura que me visitaba por las noches no tenía tentáculos, ni ojos rojos, porque no era otro que mi tío José.

Pulpo

***

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Tania Yareli Rocha Hernández, nacida el 25 de octubre de 1992 en Heroica Caborca, Sonora. Tiene varias publicaciones en portales literarios: “A tientas” y “La noche de las rosas” en la revista literaria Mamborock, y “La gruyer” en Crónica Sonora. Fue seleccionada en el Programa Editorial de Sonora PES 2017-2018, por la novela juvenil: Ámbar ¿Morir por ser perfecta? Y es coautora del cuentario de Nueva Narrativa Caborquense, seleccionado también por el PES 2017-2018.

Aimeé Cervantes Flores (Oaxaca, 1995). Egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Profundizó sus estudios en la ilustración, la cual considera su pasión después del cine, la literatura y la música. Entre sus logros se encuentran: Exposición colectiva en el Museo Franz Mayer con motivo de “El mundo de Tim Burton”; participación en un mural colectivo de su facultad y como directora de fotografía en el cortometraje “Otro Muerto” del Rally universitario del GIFF.

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