La ciudad de los encuentros

Soy chilango, hijo de padres chilangos y abuelos chilangos. La ciudad corre en nuestra sangre y también por nuestros ojos. Comencé a conocer a la capital mexicana en viajes de fin de semana: mis tíos y mi madre crearon una simbiosis veraniega, así que pasábamos el estío en Puebla y el resto del año salíamos cada sábado por la inmensa metrópoli. Los lugares eran diversos: Coyoacán, la Villa de Guadalupe, el espacio escultórico universitario, el Centro Cultural de la UNAM, el jardín botánico, el centro histórico, Reforma, etc. Poco a poco me volví adicto a sus edificios, sus avenidas, sus parques. Nací aquí, en la noble y leal ciudad de los encuentros.

Si he tenido amores duraderos y estables, basados en la confianza y la admiración, han sido dos: por las letras y por la ciudad. En mis viajes constantes a Puebla de los Ángeles, hoy heroica y de Zaragoza, llegué a plantearme la pregunta “¿podría vivir aquí?”. Claro, unos meses, días, a lo mucho años, pero no definitivamente. Si algo tiene la Ciudad de México es la relación que se construye de necesidad y añoranza por sus parques y sus callejones. Soy afortunado de haber nacido chilango.

La Ciudad de México tiene una historia de soledades inmersa en la trasmutación arquitectónica. No sabes dónde te encuentras ni en qué siglo. Es una máquina del tiempo que transporta sus pasajeros citadinos de 1500 a los primeras dos décadas del siglo XX; te mete a un callejón del siglo XIX y te arroja en una avenida de los 50, con franquicias del XXI, con iglesias que ya perdieron la cuenta de sus noches. La magia metropolitana se encuentra en cada adoquín, en cada pared de un tono chocolatoso y picante, en cada grieta de los sismos que envidiosos a su esplendor se han esmerado por derribarle sin éxito.

Cuento una historia que tal vez sea digna de mención entre las historias sin importancia que construyen nuestras vidas. En mi cumpleaños 20 decidí festejarme solo, vagar por la ciudad, ir a aquellos lugares que me embriagan con sus sonidos crepitantes y sus colores fríos. Tengo cuatro, acaso cinco, mundos escondidos en la capital que me fascinan y siempre regreso a ellos como se regresa al origen, a la semilla. Funcionan, quizá, como un método reparador de almas y aspiraciones, en sus muros encuentro psicoanalistas y en sus pastos un regazo nutrido de pasión desahuciada. Aquel cumpleaños fue perfecto, porque conforme caminaba por paseo de la reforma, entraba al bosque de Chapultepec, retornaba hacia el centro histórico, me daba cuenta que no estaba sola. La ciudad es, como ya dije, la capital de los encuentros, tanto con los vivos como con los muertos. Es la gran mancha urbana que no descansa, que respira los olvidos y los exhala en forma de recuerdos.

Al subir al gran castillo y reposar mis brazos sobre las almenas que vigilantes custodian el antiguo paseo de la emperatriz, percibí un aroma hirsuto y vernáculo, primigenio. Era la tierra húmeda que desprendía sus bacterias y escalaba invasoramente por los muros de la fortaleza, la única de su tipo en América. También los aromas transportaban en su esencia los ruidos del ambiente: vendedores regateando, garnachas vendidas, la humedad del algo, la gasolina quemada en los tronidos de los autos y camiones, todo mezclado en un cielo gris y temible, amenazador de lluvia.

¿Es esta la Ciudad de los Palacios? Me pregunté. Sí, lo es. Los palacios que nos protegen desde el Oriente: dos amantes enterrados. Los palacios en las nubes y en las copas de nuestros bosques, hay palacios en las cafeterías, en las calles, palacios de fantasmas que custodian las avenidas, otros que arañan los cielos, que ven hacia el centro de la tierra, llenos de murales y moralejas de la historia. Todos hemos corrido alguna vez por los callejones, llorado de amor y de muerte, intentado llevarnos todo lo que nuestros ojos capta, sufrir en el metro pero también amarlo cuando se está con la persona especial y este se retrasa aumentando el tiempo compartido.

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Tres generaciones de mi familia, incluyéndome, hemos sido capitalinos. Pero si todos rascamos en nuestros pasados, descubriremos que venimos de toda la república: en mi caso de Tlaxcala, Hidalgo y Oaxaca. Fue la ciudad de México la que enamoró a mis bisabuelos y encontró a mis abuelos. Fue esta ciudad la que me dio identidad, orgullo y derechos para poder amar a quien mi alma anhelara. Somos la ciudad de los encuentros, porque nos encontramos a nosotros mismos. Todos los caminos llevarán a Roma, pero en la Ciudad de México solo llegas con esfuerzo por las montañas; París será una fiesta, la capital mexicana es un reventón que nunca duerme; Londres es la ciudad de los museos, México es un solo museo. ¡Gracias, ciudad de los encuentros!

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Santiago R. Salinas. Nació en la ciudad de México en 1997. Estudia literatura en la FFyL de la UNAM. ha participado en congresos internacionales sobre minificción con temas de Arreola y Julio Torri. Ha trabajado como estratega político y activista de los derechos LGBTI e diferentes campañas políticas. Actualmente, es community manager de la Revista Primera Página.