El fin de las crisálidas || Cuento de Edgar Loredo

¡Maldito creador! ¿Por qué me hiciste vivir? ¿Por qué no perdí en aquel momento

la llama de la existencia que tan imprudentemente encendiste?

SHELLEY

Decide ir al sótano y concluir el proceso. Después de semanas de planeación, sabe que debe mantener la cordura, pues una acción precipitada arruinaría todo.

Recuerda cómo, en distintos lugares de la ciudad, colocó trampas y tras esperar noches enteras, por fin consiguió capturar a sus «orugas», mismas que han de transformarse ahora en algo hermoso. Asimismo recuerda cómo en sigilo las trasladó a su casa y adecuó el sitio para que disfrutasen de una estancia apacible. Es consciente de poder truncar su objetivo en esta última etapa, por ello, se concentra al máximo. Desciende apoyándose en el barandal; la luz mortecina, verdosa, surge del improvisado invernadero y parece cautivarlo. Dos hileras de focos aumentan la temperatura del lugar al encenderse. A pesar de ello, apaga los ventiladores y enciende la calefacción. Su propio sudor le incomoda y asquea.

Se desplaza ágilmente sin importarle pisar las perlas de naftalina colocadas a lo ancho del rectángulo de tierra, cuyo espesor apenas alcanza los tres centímetros. Se esmeró demasiado para darle al sótano una apariencia igual a la de un criadero de mariposas. No buscó a nadie que fuese partícipe de aquel maravilloso espectáculo; realizó su labor por cuenta propia y sin la mínima ayuda. No permitiría jamás a extraños rijosos interponerse entre él y su creación. Rodeó aquel falso invernadero con veintiséis metros de malla metálica, simulando darle a sus «orugas» un soporte durante el tiempo de incubación.

Debajo de las ocho crisálidas hay plantas de algodoncillo puestas en maceteros, pues fue imposible botar el piso de cemento para hacerlas enraizar. Él toma una rama y comienza a juguetear. Roza ligeramente la membrana sólida; ésta es desproporcionada, enorme, y no consigue moverla. No habrá de causarle daño, no más; sólo desea tocarla. Le fascina aquel verdor oscuro. Se convence de la magnitud de su obra. Cuelgan de garfios las crisálidas, no reposan sobre el ramaje de los algodoncillos. Estos sirven sólo como ornamentos, aunque se hallan a corta distancia, exactamente debajo. El hombre continúa manipulando la rama y la posa sobre cada pupa. Prefiere no hacerlo con las manos; aguarda alguna reacción, pero no ocurre en absoluto.

Convencido de que ha llegado el momento de consumar la transformación de las larvas, se dirige a una esquina del sitio y toma dos cilindros de gas, los acomoda debajo de ellas, junto a las plantas. La falta de luz solar es premeditada; priva una atmósfera artificial, impostora. Él vuelve por otro par de cilindros, así hasta colocar ocho. No le importa si las llamas quemarán los algodoncillos: ya no han de serle útiles. Anhela ver el revoloteo de sus mariposas y no escatimará para ello el sacrificio de unas plantas.

El letargo de las larvas se intensifica y su consistencia varía en cuestión de minutos. Al parecerle tan vulnerables decide adelantar la eclosión, a pesar de que han transcurrido dos días y no nueve. Como la acción de la luz natural se descartó desde un inicio, no hay necesidad de saber la hora. Repasa mentalmente cada detalle del itinerario. Rememora el proceso del manual: primero habría de rociarlas para crear un ambiente húmedo. Como eso complicaría su particular proceso, pues las crisálidas se endurecerían, decide no efectuar la recomendación y pasa al siguiente punto. Éstas no deben cambiar de color de manera drástica ni ponerse rígidas, sino enrolladas. Las suyas están así, en posición vertical. Pero a él eso no lo inmuta, pues se ha convencido de una cosa: su proyecto, desarrollado en circunstancias extraordinarias, ha de tener un mismo fin.

Enciende cada cilindro de gas, con breves intervalos. Desea conseguir la máxima sincronización para hacerlas surgir a la par. El sótano ahora es como una caldera. Los algodoncillos padecen de inmediato por el calor. El hombre transpira. De las membranas de cera cae un líquido ambarino; éste se acumula en el suelo. El hombre se mantiene alerta para evitar que obstruya los orificios de los fogones y evite la combustión acelerada de las crisálidas. Un leve crepitar rompe el silencio. La cera se chamusca al caer sobre las azules flamas y despide humo. Él tose. Las cabezas de las «mariposas» se tornan visibles; el hedor de cabello quemado es muy penetrante. Se impacienta porque la rotura de las membranas no es homogénea: la parte alta continúa con el mismo grosor. Se apresura a ir por un soplete de mano para derretirlas. Se sube a un banquillo y apunta justo a la base. Aquello sucede con desesperante lentitud.

Baja de nuevo y aguarda unos minutos: no desea perderse el momento en el cual las «mariposas» al fin extiendan sus alas y revoloteen por doquier. El grosor de las membranas continúa adelgazándose. Sin embargo, lo que contempla lo decepciona: no ha brotado nueva vida, son los mismos cuerpos heridos de ocho jóvenes. Cuerpos que él mismo se encargó de raptar y golpear repetidamente con un mazo en sus extremidades, para así impedirles escapar u oponer resistencia durante el tiempo que tardó en recubrirlos con cera. La escena lo irrita: a pesar de haberles suministrado formol para hacerlos dormir profundamente y que luego, al despertar, adoptaran sin reservas su nueva forma, aquellos jóvenes moribundos se empecinaban en conservar su humanidad; gimen en un último intento de pedir auxilio.

Él reacciona con violencia y corta las amarras que sostienen a una de las «crisálida»; ésta cae sobre el fogón y lo hace rodar. La flama se extingue; el gas no deja de salir. No le importa en absoluto inhalarlo. Su ira va en aumento. Tardó semanas en acondicionar el invernadero para desarrollar su plan de la mejor manera… y fue en vano. Ahí donde supuso que admiraría un hermoso revoloteo sólo hay clavículas fracturadas, brazos inermes. Los siete cuerpos restantes penden de ganchos como si estuvieran en un rastro, expuestos a las más terribles vejaciones. Apenas reaccionan. Él se frustra: su intento de afirmarse como un creador amoral no resulta como imaginaba.

Fuera de sí, arroja un cilindro; éste alcanza a chocar contra un cuerpo. De nuevo el hombre aumenta la calefacción y abre al máximo las llaves de los demás cilindros. Terminará con su abominable creación sin reparo alguno. Decide marcharse. No permanecerá ahí, pues lo que anhelaba contemplar no se ha consumado. Los demás no comprenderían el valor de su intento, únicamente lo juzgarían. Culpa a sus víctimas de no haberse atrevido a realizar la metamorfosis. Harto de aquel fracaso tan repulsivo, toma su mochila y sube los peldaños a grandes zancadas. No mira hacia atrás. Sólo se maldice por haberse convertido en demiurgo.

***

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Edgar Loredo (Ciudad de México, 1988). Narrador y poeta. Autor del poemario Cardinal (2015) y del volumen de cuentos Jaramagos (de próxima publicación). Corrector de estilo ocasional en algunas editoriales mexicanas.

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