La rosa alquímica (I) || Carlos Maximiliano Cid del Prado

La rosa es la síntesis de lo eterno y lo perecedero. Decir rosa es un axioma de belleza, fragancia y color. Empero, el lenguaje no son las cosas: la palabra es una metáfora de la realidad. Bástenos recordar la segunda escena del segundo acto de Romeo y Julieta, cuando la heredera de los Capuleto recuerda la nimiedad de los objetos y sus apelativos: «That which we call a rose / By any other word would smell as sweet.» La rosa no dejará de ser rosa aunque se llamase de otro modo ya que su aroma no depende de su nombre. La belleza vive despreocupada en el mundo de lo incognoscible: no necesita ser nombrada para ser hermosa. Nunca habrá un de-por-sí-para-sí tan increíblemente bello: «La rosa no tiene por qué, florece porque florece, no se presta atención a sí misma, no pregunta si la ven.»

Explicar la belleza, entonces, es una tarea perdida. Como diría Salomón, es semejante a «querer atrapar el viento». Análogo es el lenguaje con el que buscamos definir el universo: el asidero ontológico que nos da sentido y el bloque de mármol en el que el mundo toma forma. Pero delimitar, siempre es un «acercarse» y nunca un «definirse», las palabras no revelan el misterio, solamente lo enuncian, acaso lo sugieren. El reino del lenguaje es el de la no certeza, de la pregunta y de la posibilidad. Es quizá la razón por la cual, Borges calificaría al universo de «inconcebible».

Si reflexionamos sobre los atributos posibles de la belleza, pensamos por etimología en la palabra «bondad», y por semántica en la palabra «verdad». También es posible, dejando a un lado a Santo Tomás, decir que si algo es bello es porque es perfecto, en tanto que es bello por su propia perfección. Conceptos como «verdad» y «perfección» pertenecen a un terreno extraordinario fuera de la comprensión humana por su propia condición metafísica. Acercarse a ellos es aproximarse a la frontera de lo inescrutable.

Sin embargo, la experiencia mística se deleita en lo impenetrable y se recrea en lo incomprensible. Para tal empresa, el místico consagra su alma al mundo espiritual, dejando de lado el mundo material y transitorio. El cuerpo, como materia finita y corruptible, no tiene sitio en la unión con la divinidad, eterna y perfecta. La persona consagrada a tal actividad ejercita su espíritu para alcanzar la perfección y conocer el éxtasis de ser uno con Dios. La Suma Verdad, la Máxima Bondad, la Inefable Belleza, la Sabiduría Suprema son atributos que representan a Dios. El místico, al fundirse con la divinidad, se vuelve partícipe de estas cualidades.

La naturaleza del Eterno, es tan basta y compleja que coloca al místico en un segundo plano, a semejanza de los profetas del Antiguo Testamento que caían de rodillas ante la santidad de Dios. Quien vive la divinidad lucha por no fallecer ante la gracia del Creador. Comprende de repente que su naturaleza humana, tan imperfecta y corrupta, nada tiene con la santidad de Dios; así el lenguaje humano que acaso cifra el universo queda sepultado. Como dijo José Gorostiza en «Muerte sin fin»:

Cuando el hombre descubre en sus silencios

que su hermoso lenguaje se le agosta,

se le quema —confuso— en la garganta,

exhausto de sentido;

[…]

sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,

se le ahoga —confuso— en la garganta

y de su gracia original no queda

sino el horror de un pozo desecado

que sostiene su mueca de agonía.

En la experiencia mística, no hay cabida para explicación alguna, cualquier intento de nombrar las cosas implica un revés epistemológico. El lenguaje, herramienta hermenéutica del hombre, se vuelve inútil: «Un no sé qué que quedan balbuciendo» dice San Juan de la Cruz. En el lugar santísimo, en el terreno de Dios, no es posible pensar y sentir a la vez. Semejante al pensamiento creador, todo se vuelve un pensamiento sensible. Sólo existe la posibilidad de describir lo sucedido mediante un lenguaje lleno de limitaciones.

Después de ser uno con Dios, el místico emplea sus esfuerzos comunicativos para transmitir la experiencia vivida. Es de esperarse que a través del lenguaje, se busque la santidad y perfección de Dios: el lenguaje místico pretende ser semejante al de la divinidad. Pero este esfuerzo, como ya hemos visto, está condicionado a la naturaleza finita del hombre: el lenguaje del místico, humano, imperfecto y limitado, es en todo caso un copia desgastada o un reflejo débil del lenguaje santo. En ese sentido, el lenguaje del hombre, es el «Aleph» falso del que habla Borges en su cuento homónimo: aquel que simula el infinito y pretende el universo. Por contra posición, el «Aleph» verdadero es el de Dios, aquel que existió primero y por medio del cual todas las cosas fueron hechas.

Por tal motivo, el lenguaje del místico está lleno de analogías, referencias y metáforas: el idioma del místico es poético por antonomasia. Si todo lo que existe fue hecho por medio de la palabra de Dios, a través del «Aleph» verdadero, cada cosa bien puede ser una referencia hacia la divinidad. En ese sentido, el místico toma para sí objetos del mundo terrenal y los dota de un carácter simbólico, considerándolos signos del mundo metafísico. En este caso, se encuentra la rosa, símbolo de belleza, del hombre, pero también de  la perfección, de la santidad, la creación y finalmente, de Dios.

Como símbolo de belleza, la rosa nos recuerda que lo bello está ligado a la fugacidad: la belleza dura lo que un instante entre dos eternidades. Este carácter efímero de la belleza también es propio de la vida del hombre. Al pensar la rosa como símbolo místico, es necesario recordar un par de pasajes bíblicos, el del Salmo 103, versículo 15 y 16: El hombre, como la hierba son sus días; Florece como la flor del campo, / Que pasó el viento por ella, y pereció» y la primera epístola de Pedro versículo 24: «Porque: Toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre, como la flor de la hierba. Se seca la hierba, y la flor se cae».

Así mismo, la rosa también es símbolo de perfección, ya que demuestra la belleza sin vanidad. Semejante al místico que se despoja de sus condiciones materiales para consagrar su alma al mundo espiritual: su fin es la perfección y la unión con Dios. Como ejemplo están los siguientes versos del Peregrino Querúbico, grimorio del místico polaco  Angelus Silesius (1624):

LA BELLEZA:

La belleza es luz; cuanto más te falta la luz, más repelente eres de alma y cuerpo.

LA BELLEZA DESPREOCUPADA:

Hombres, aprended, pues, de las florecillas de los prados cómo podéis complaced a Dios y permanecer hermosos.

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Maximiliano Cid del Prado (Ciudad de México, 1994). En 2016 fue becario del Festival Cultural Interfaz Issste-Cultura / Los Signos en Rotación. Ha participado en diversos homenajes poéticos. Sus poemas han sido publicados en revistas electrónicas e impresas. Actualmente forma parte del Taller Literario ÍGITUR y del proyecto «Crítica y Pensamiento en México». Cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas (UNAM).

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