Mi zona cero

Por Adán Medellín

Crecí en un departamento rodeado de libros. Mi madre me contaba que, de pequeño, yo tenía la costumbre de rayarlos para imitar los subrayados que ella hacía en su ejemplar de la Biblia, de El principito, de las Selecciones del Reader´s Digest o de la Odisea. Fui producto de un embarazo de alto riesgo y mi madre siempre me contaba mi nacimiento como un milagro entre amenazas de aborto o médicos que detenían cirugías y salidas nocturnas a hospitales. Sé que a ella empecé a regalarle historias de animales cuando aprendí mis primeras letras.

Recuerdo cuánto me fascinó la historia de Ulises cegando cíclopes y navegando en altamar. Lo leí en un volumen encarnado de Lecturas Clásicas para niños, pero el punto medular de mi “iniciación” ocurrió por la figura mágica de mi abuelo: un profesor veracruzano, chaparrito y con alma de poeta, que tenía una gran biblioteca en su casa.

Mi abuelo Felino leía y escribía. No permitía que los nietos entraran a su estudio a jugar ni que lo molestaran, pero, por alguna razón, no aplicó la misma regla conmigo. Quizá porque yo era el más callado, o el más tranquilo, o porque siempre me recuerdo lleno de preguntas que me dejaban asombrado del mundo y, además, yo sabía convivir en voz baja con mis juguetes, hablándoles para adentro como hablaba conmigo.

Mi abuelo me mostraba sus escritos y yo le daba mis opiniones infantiles. Me leía poemas sobre las playas de Veracruz que visitábamos, me narraba historias donde yo era el protagonista. Eso parece un gran incentivo para motivarse: sentir que uno vive y respira las historias que escucha, que puede convertirse en un héroe en las páginas.

Una de las mejores cosas de aquel intercambio es que nunca sentí un aire de condescendencia por parte de Felino. Era tratado como un igual, escuchado y consultado. También era leído. Mi abuelo, además, me prestaba sus libros. Ahí conocí la poesía breve y luminosa de Ungaretti, leí a García Lorca, a Sabines, a Rulfo, alguna novelita de Fuentes. A veces, con el corazón demasiado emocionado por una compañera de la escuela, me acostaba leyendo los volúmenes cursis de Los 100 mejores poemas de amor de la poesía española.

Quise escribir poesía a temprana edad, porque creía que tenía un mundo interior que sólo se calmaba al expresarlo, porque las palabras me embriagaban y el mundo me parecía algo inmenso e indescifrable. Pero todo se aceleró a los 18 años cuando mi abuelo murió de un cáncer estomacal. Entonces, dolido y huérfano porque él era el único confidente de aquel carácter, decidí que iba a escribir. Me dije que había recibido la misión de mantener vivo el espíritu de mi abuelo, su biblioteca, su poesía, sus relatos, sus palabras por medio de mi voz. Nadie me detuvo ni me dijo que no. Quizá pensaron que sería una etapa o simplemente estaban tan conmocionados como yo por el duelo.

Claro que eso tiene mucho del dramatismo de la primera pérdida importante en el mundo familiar, de la sensibilidad adolescente, de un tipo bastante emocional que estaba buscando su sentido en el mundo. Ahora pienso que quizá no decidí escribir, que la escritura estaba ahí y me abrazó y decidí creerlo, decidí que era lo único que me daba piso y me enraizaba porque yo tenía una mente que volaba todo el tiempo.

No tenía dotes financieros, no sabía negociar, no me interesaba ser abogado ni médico. Aunque era disciplinado y me iba bien en la escuela, no sabía qué hacer con mi vida excepto jugar futbol, enamorarme a lo tonto y leer. Con esas características temía que mi futuro fuera el de un vagabundo que vive en la calle. Y me dije que, si de verdad quería ser escritor, tenía que concentrarme en aprender todo lo que me faltaba. Me puse a devorar todos los libros que pude, referencia tras referencia, hasta que de pronto entendí que no podría leerlo todo y que, además, la vida me estaba atravesando sin pausa.

La poesía no se me entregaba aunque me esforzaba todos los días en ella. Pero me reté a escribir cuentos. Y en aquel despecho poético, me sorprendí de la intensidad y la seducción que exigía contar una historia. Empecé a escribir relatos pésimos hasta que un día llevé uno a un taller en la facultad y no me fue tan mal. Eso me motivó a seguir. A pulirme. A poner atención a las voces de adentro y afuera, a los personajes y sus circunstancias. A hacerme presente o quitarme de en medio si era necesario. A jugarme mi vida en esa carta. No tanto porque fuera valiente, sino porque no podía hacer otra cosa. Estaba desesperado, ansioso y era resistente, porque la escritura es un ejercicio personal de resistencia. Me gustaba vivir la vida en las mañanas y acostarme de noche con las palabras.

Estudié Periodismo y luego Letras porque quería contar historias, porque eso me llenaba. Y en el camino, me di cuenta de que, además, quería vivirlas, aprender, experimentar. Ese triple movimiento entre lecturas, escrituras y la vida me dio mis primeros relatos; aunque los hechos más dolorosos (la muerte o la separación de mis seres amados) me curtieron. Me arrojaron al camino y al viaje. Me hicieron entender que el vagabundo en el que temía convertirme era yo, siempre buscando y preguntando y durmiendo simbólicamente en nuevos parques y nuevas bancas. Pero eso no era tan malo.

Hay quien puede escribir desde su silla. Yo he tenido que irme afuera a ratos, al mar, al desierto, al bosque, a las carreteras, a la calle de enfrente. Eso me entregó mi pequeña porción de escritura. La escritura que me interesa es la que refleja la intensidad del viaje vital en el interior y el exterior de los hombres y mujeres. La que narra esa búsqueda perpetua, para balancearnos en un mundo móvil, caótico y peligroso, como un barco sobre las olas.

A veces, el acto de escribir es demasiado misterioso para ajustarse a la secuencialidad de una historia. A veces es tan claro que suele llamarse destino. A veces sólo sucede y uno se pregunta si decidió hacerlo o el libreto vital era ya una conspiración en la que uno se volvió un actor involuntario. No sé cuánto he elegido porque las historias estaban ahí y me llamaron. Quizá sólo me gustaba escuchar y ser libre dentro de sus existencias posibles. Pero sé que cuando elegí caminar hacia ellas, salí al mundo a partir de las palabras y mi vida, una vez contada, comenzó de verdad.

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Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Escritor y periodista, es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Ganó el Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2007 y distintas menciones en otros concursos, como el XII Premio de Narrativa Breve “Tirant Lo Blanc” y en el Concurso Nacional de Cuentos Campiranos “Marte R. Gómez”, en 2012. Ha publicado los libros de cuentos Vértigos (2010), Tiempos de Furia (2013) y El canto circular (2013), volumen con el que ganó el Concurso Nacional de Cuento “Sueño de Asterión”. Tradujo en conjunto el poemario Nierika. Cantos de visión de la Contramontaña, del francés Serge Pey. Actualmente es jefe de redacción de Playboy México, además de colaborar con artículos, entrevistas y columnas en distintas publicaciones. Su libro de cuentos Blues vagabundo, en proceso de edición, ganó el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2017.

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