Natalicio de Tennessee Williams: las trampas de la ensoñación

Para Lorena González.

Ahora comprendo el discurso de tu puesta en escena

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Los mejores ejemplos de realismo en el arte son sospechosamente poéticos. Acaso porque ver la realidad con atención es aceptar que ésta es atroz, y que sólo puede ser soportada y justificada, en palabras de Nietzsche, como experiencia estética.

La experiencia estética, sin embargo, se vuelve difícil de mantener en medio del materialismo y la violencia. En medio del espantoso tedio de vivir. «Cuando la felicidad se la ha dado a alguien a pedazos, como a mí, se vuelve uno mezquino y malvado», dice Blanche Dubois, maestra de literatura que huye de su pueblo a casa de su hermana, perseguida por el escándalo, por acostarse con sus estudiantes. «Dios existe, a veces», declara entre los brazos de Mitch, que le devuelve la esperanza de amar… ¿y no es acaso esto lo que esperamos de la experiencia estética? ¿Volver a ver el rostro de Dios? ¿Asegurar un remanso de paz, de alegría, mantener viva la llama un instante? ¿Ese pedazo de felicidad hacerlo eterno por un segundo?

Este anhelo por un poco de luz, por la experiencia estética perdida, es el ambiente que configura las obras de Williams. Anhelo que, en las circunstancias que coloca a sus personajes, se torna un tanto patética: Blanche Dubois y otros tantos personajes de Williams se parecen a la niña de los fósforos de Andersen, la niña pobre que en la víspera de Navidad enloquecida prende un fósforo tras otro, luchando porque nunca se apaguen, pues mientras arde la llama puede ver al fantasma de su abuela muerta. Así vemos a Blanch, viviendo en casa de su hermana y su cuñado, en la casa sucia de una familia disfuncional, evocar la riqueza de la casa donde creció, evocar la poesía, evocar la gloria de sus antepasados… mientras se termina incontables botellas del alcohol y Stanley, su cuñado, juega a las cartas con sus amigos. Lo mismo sucede en El zoológico de cristal, donde Amanda, la madre opresiva de Laura y Tom, recuerda la gloria de su juventud, rodeada de pretendientes, mientras su hija languidece en su enfermiza timidez y la humillación de su pierna tullida, y el hijo, poeta frustrado, se ve obligado a un trabajo que desprecia para mantener su familia.

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Irónica es la ambición de cualquier actriz por interpretar a Blanche, el papel de sus sueños, en este siglo que pondera el éxito por encima de cualquier otra cosa, pues Blanche es una de las más demoledoras representaciones de una mujer fracasada. Williams sigue la línea chejoviana de la dramaturgia de la vida no vivida, el drama de los fracasados, las parias que seguirán llorando desde el escenario y las butacas pues, como dice Oscar Wilde: «quienes le lloren serán las parias, y las parias siempre lloran». Y es que lo que despierta en nosotros la lectura de una obra de Williams es precisamente esa paria, ese individuo fracasado y doliente dentro de nosotros que depende de la amabilidad de los extraños… los extraños, aquellos seres que no son nuestra familia, que para estas alturas ya nos ha decepcionado demasiado, que no son el rostro que vemos en el espejo, sino la promesa de algo más, de la otredad, del paraíso. Depender de la amabilidad de los extraños es una definición precisa de la esperanza, el deseo de que alguien nos recoja cuando estemos caídos, el deseo de que las personas no sean como esperamos que sean, la confianza en que las cosas pasan por algo y en medio de la multitud encontraremos la sonrisa que nos salve. Esta sublime ilusión es la fuente de toda poesía, pero no nos dejemos engañar: la obra de Williams no nos enfrenta a la fortaleza humana sobre el sufrimiento, ni a ninguna especie de trascendencia. Su pesimismo es arrasador: todo está perdido, no hay forma de escapar, porque eventualmente se apagarán los fósforos y nos daremos cuenta de que nuestros más preciosos sueños, nuestra poesía, nuestras ilusiones, no son menos dañinos que el alcohol, pues nos hacen perder contacto con la realidad, el único espacio del que podemos esperar obtener algo parecido a la felicidad. Los personajes de Williams son obsesivos, incapaces de superar las pruebas que les pone la vida enfrente… su pasado los atormenta, lo mismo que sus deseos: Tom no puede liberarse nunca de su rencor por su madre, ni Blanche de la humillación de haber perdido a su marido por un hombre… pero están igual de obsesionados con sus delirios (lo que asegura una frustración mayor), y así vemos al escritor de La marquesa de Larkspur Lotion evadido en la fantasía de ser un escritor famoso, y a Blanche evadida en el sueño final de su locura, donde morirá en el mar por comer «una uva envenenada». El realismo de Tennessee Williams entra en conflicto con sus personajes, soñadores sin remedio, envenenados por esas uvas tentadoras que son las ilusiones. Y acaban por ser destruidos por la realidad.

¿De qué manera convierte Williams la poesía en material dramático? Convirtiéndola en el motor que precipita la desgracia de sus personajes. Siguiendo la fórmula aristótelica de la catarsis, que nos purga de nuestras pasiones, la obra de Williams parece diseñada para purgarnos de la enfermedad de la poesía, hacernos sentir hasta los límites de la embriaguez los excesos de ilusiones, los excesos a los que llegamos en la esperanza y en el anhelo de lo que ya pasó lo de lo que nunca podrá suceder. Nos previene, en fin, contras las trampas de la ensoñación, que a un artista lo llevan a la cima y a un ser humana cualquiera (como Blanche Dubois), lo llevan a la destrucción o al tedio.

Ángel Antonio de LeónAutor: Ángel Antonio de León Actor, director, de teatro. Escritor aficionado, amante de la belleza y el psicoanálisis; freudiano convencido y apasionado. Estudiante de la carrera en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.
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