Antes de que nos olviden… otra rentadita

Nunca antes había visto a los Caifanes en vivo. Cuando, habiendo tomado un autobús desde Tijuana hasta Ensenada en octubre pasado, supe que los carnales habían tocado ese mismo viernes de mi traslado en la Plaza Monumental de la primera ciudad, a escasos metros del permanente helicóptero equipado vigilante de los Estados Unidos, sentí machuque. Pero también me concedí consuelo: ahora el 11 de diciembre en el Palacio de los Deportes. Paciencia, pariente.

Mal territorio para los bailantes, por cierto: la cancha de basquetbol de la delegación Iztacalco, con sus sillas apretujadas, apesta el paso quebrado del visitante y su propósito elemental de ir a un concierto a escuchar lo que ya conoce: desdibujarse en el magma de una colectividad anónima que llora para arriba en un canto motivado por la palpitación conjunta. Genkidama de la generosidad, navajeada en el abrazo de Nadie que todos profesamos. Mal reducir a pasillos lo que debería ser serpiente agitando los brazos en la mecánica improvisada de la imprudencia.

La otra rotura fue la ausencia de Alejandro Markovich. Sin saber que la ruptura entre los galanes se reanudó de nuevo en el 2014 (lo leo ahora en notas periodísticas de aquel ayer), esperaba verlo ahí. Enfriada, la figura del sustituto. Sobre todo porque la falta de la tenacidad sonora del argentino desamarró el tamal de toda la presentación.

Te pesa la ausencia del ídolo, me reprochó un amigo. Yo siento que no. No es tanto honrar la memoria de una fotografía, como extrañar el disfrute que transfiere el guitarrista al ejecutar sus arreglos, como atestiguan los conciertos del 2011, cortesía (ay) de Televisa.

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Caifanes es la amalgama de dos grandes visores filosos. La poesía simple y compleja de Saúl Hernández y la solvencia, sonora y técnicamente sabrosa, aunque rockera: a resolverse en rolas de cuatro minutos, del Markovich. La identidad de la banda, en este caso, es la suma de esos ánimos complementarios.

Aunque desde bien previamente me saboreaba en la oración colectiva antes de que nos olviden, faltaron con radical vacío las claridades en el solo de Aquí no es así, por ejemplo, tan icónico que bien me imagino a una audiencia tarareándolo entero. No que se quiera la reproducción fidelísima —esa palabra ni existe, no aquí, donde sí es así— de lo grabado en el disco, a la Pink Floyd. En cambio, sí se esperaría la ocupación con una soltura clara y musical de lo, ni modo, perdido.

El acuerdo pareció más bien un flojo: y en la parte del solo pues ahí le vas rellenando. Espacio oscuro que no se entendía, en vez. Donde tenía que haber una guitarra gimiendo gentilmente, como quería George Harrison, había un montón de bocanadas de nadie sabe qué.

 La otra circunstancia con chipote fue el mismo líder simbólico y total de la agrupación. Un Saúl Hernández que equivocaba la letra, que olvidó que cuando se muera y lo tengan que enterrar, quiere que sea con dulces y no con piedras, una idea por cierto muy buena: la resurrección como consecuencia de una tenaz saliva disolvente. Así, su entierro tuvo dos veces una de tus fotografías.

 Nadie acusa a los individuos de fallarle a la perfección. Se entiende y se respeta a cabalidad que el humano es sus equivocaciones. No tanto la disolución de la calcomanía, como la falta de una presencia estimulante es lo que se reprocha.

Aunque el dios que prohíbe las comparaciones —por higiene mental, por conciencia, por sensatez— podría filetearme por lo siguiente, lo digo: El caso me hizo recordar a un Celso Piña en el Paseo de la Reforma que salió al escenario ebrio. Desmadroso, torpe para arrancarse en las entradas de acordeón, arrolló la falta de impecabilidad con intensidad artística: no alabó el recuerdo de la grabación como sí compartió su energía festiva, contento de estar ahí, y todos bailábamos (siempre a ras de piso, aun en la avenida del encarecimiento) sin pensar en la técnica.

Sabiendo que los filmaban, los colegas le reprochaban a Saúl con secretísimo disgusto facial la desatención: equívoco al arrancar, interruptor de saxofones, dando guitarrazos extraviados en la víspera del conteo de compás, casi al borde de desmantelar la medusa de las introducciones, afinándose en pleno escurrimiento de la canción.

Ninguno de esos detalles, con todo, parecía importarle a nadie. Claro: íbamos a cantar y con mucho menos interpretación habríamos pegado el mismo pedazo de garganta en los techos curvos del domo: me voy volando y tú eres mi guía. La afición de la hinchada no admite doblez, y se entregó con vendas. Que está bien. Los Caifanes son sus fans, miles de veces enormes, multiplicados, reiterados cada viernes en no se sabe dónde, amontonados por atravesar una y otra vez los mismos cauces del entretenimiento ya trazados.

 Del mismo modo que no importa cuántas degradaciones realice Disney contra el mito de Star Wars a cambio de ingresar más millones al aparato sanguíneo de Moloch, dado que los fans con su fe desde hace mucho desbordaron el contenedor, una banda como ésta, sin importar si falta la exquisitez de la guitarra unificadora o sobra la distracción del caifán central, es sobre todo sus escuchas, un atado incontable de coristas que apenas buscan chispazo para desdoblarse y salir del vaso.

 En un territorio de humildades y de desprecio contra la ensoñación engolada de la cultura mayúscula, por así decir, las letras de Saúl Hernández se permiten la metaforización ilocalizable, la persuasión colectiva de que el guerrero de sangre es capaz de sacar el aire de tus ojos —donde estrictamente no hay nada que entender: percepción, entrega, desnudez, placer en la confianza de un significado cuyo modo no es agotarse—, de que debajo de tu piel hay esmeraldas conquistadas. O de que en el volcán palpita el nervio, sabida observación sin requisito de autopsia.

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Simple exquisitez: quienes se sienten despreciados por el prestigio de la intelectualidad y la lectura —ridículas como un abrazo de faisán en el borde de un cazo de carnitas— pertenecen también al pueblo de las procesiones multitudinarias a la vena del Tepeyac, transido de metafísica y rituales cíclicos, como el canto a nuestros muertos y las tumbas vestidas de flores; al pueblo cuyo fundador venado devino peyote para otorgar la visión a los buscadores, o que sabe que cada amanecer el hijo rebana a la madre para liberar a las estrellas, con cuyo crimen se tiñen los cerros del inicio del día en los bordes enredadizos del Valle de México.

Sin embargo, no deja de ser significativo que la operación millonaria que implica un concierto, de donde arrancan pastel organizadores, instituciones bancarias con sus cacareadas exclusividades de derechohabiencia, vendedores de boletos con sus cobros por servicio, tramoyistas operadores de equipo especializado con lámparas con costos que rebasan los cien mil pesos, administradores de estacionamientos improvisados en las localidades vecinas, acomodadores, vendedores ambulantes, expertos trasegadores de gorras con fosforescencia, maestros cerveceros, productores de palomitas; en el bosque de las reparticiones por entrada masiva de billetes, no deja de ser significativo, pues, que falle por falta de colágenos su eje central: la célula que explota de los protagonistas del espectáculo.

 La «i» latina del ícono de la banda es un coyote aullante: para un alma eterna cada piedra es un altar. También, sin embargo (las riquezas simbólicas y materiales de los indígenas lo saben bien, junto con las agencias turísticas), todo admite someterse a los engranajes de la rentabilidad, también el sustento metafísico de una cultura. Los grabados de Palenque, cuadrantes del dólar. Es, pues, el doble discurso de la autenticidad inmaterial y su reproducción exacta en estampados para su comercialización.

 Tras la herencia de los Caifanes, Café Tacuba, La Maldita Vecindad, ¿quién es el músico que abarca con tal arraigo a varias generaciones de audiencia? ¿Quién nos recordará que la evaporación, cuando se es alcohol, es posible de operar en tu interior, en aquel futuro en que la nostagia pierda su facilidad para los negocios y nos cansemos de la inmovilidad de repetir constantemente el mismo gesto de admiración?

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¿Cuál será nuestra unificación artística, ya luego, después de que nos olviden?
Del autor: Samuel Cortés Hamdan (1988). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Ha publicado en revistas como F. I. L. M. E. Magazine, Invisible Gazette y Síncope. Es actualmente coeditor en la sección Nacional del diario Reforma.
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